– ¿Por qué no mandas recado de que no puedes ir?
– No, no; para qué faltar; esta tarde dormiré otro poco… ¡Ah! pero no creas que le ha faltado nada al pequeñín á sus horas…
– Ya lo sé – respondió Claudia, sonriendo tristemente.
– ¿No has dormido?
Claudia respondió con un signo negativo de cabeza, y se fué hacia la cocina para preparar el desayuno á Jacinto y á los niños; ella, sin que Jacinto lo supiera, hacía ya tiempo que no lo tomaba, para poder así aumentar las raciones de los demás.
Al levantarse Jacinto, quedaron á la vista las cuartillas; el artículo estaba terminado; sobre el satinado del papel veíanse pequeños circulitos opacos…
A los quince días fué publicado el artículo que Jacinto escribiera en su primera noche de escritor cómico.
Cuando Martínez terminó de leerlo, en alta voz para que todos los compañeros, incluso el Jefe, lo oyeran, el autor recibió una ovación en toda regla.
El Jefe, arrellanado en un sillón, movía convulsivamente su enorme vientre á impulso de la risa.
– Eso, hombre, eso… – decía, entrecortadamente, mirando á Jacinto. – Éste, á su vez, con una gran tristeza reflejada en el semblante, miraba á todos y estaba como asustado ante aquella explosión de risa que había causado su artículo.
– ¿Quién te ha cambiado chico? – dijo Pepe.
– Si me lo dicen, no lo creo – agregó Gutiérrez.
– Hay que ver qué gracia tiene eso del encuentro con el compañero al ir á empeñar la alhaja – refunfuña el Jefe entre grandes carcajadas.
– Y que eso es verdad, ¿eh? Eso le sucede á cualquiera.
– ¿Y lo de los chicos disputándole la cordilla al gato?
Jacinto sentía ganas de pegar, de morder á todos aquellos que se reían de sus desdichas, bien que no supieran que eran suyas; sentía una gran angustia que le ahogaba y ganas de llorar… de llorar mucho… Nunca hubiera creído que en la desgracia se pudiera aprender el difícil arte de hacer reir á los demás. Él, que nunca había podido escribir nada cómico en sus tiempos de relativa felicidad, lo había escrito cuando la amargura más grande laceraba su corazón.
Cuando salió de la oficina, le parecía que no llegaba nunca á su casa; le tardaba el momento de verse en ella, de verse entre los suyos, entre aquellos nenes queridos y aquella dulce compañera, que no se reía de sus tristezas, sino que las compartía.
Pasaron días. Luisito no mejoraba gran cosa. Las cuarenta pesetas que dieron por la pulsera se acabaron; se acabaron las cincuenta que mandaron los padres de Jacinto, junto con una cariñosa carta, en la que decían que, en cuanto el chico estuviera en condiciones, lo enviasen al pueblo; acabáronse, en fin, tantas cosas, que no parecía sino que había sonado la hora del Juicio final para aquella casa.
Jacinto sentía que le faltaba el valor para soportar aquello. Pensó escribir algún otro artículo; pero esto era tan lento y producía tan poco, que no podía resolver nada por el momento.
A tal punto llegó aquel estado, que un día ya no tuvo más remedio que aceptar por bueno el único camino que se abría ante sus ojos: empeñó la paga; total… nada: firmar mil pesetas por cuatrocientas, é intereses módicos, eso sí.
Aquella operación, al pronto, dió un respiro en la casa: se atendió con mayor holgura á Luisín, y se compraron algunas cosas indispensables.
Sin embargo, poco duró este compás de espera; y como enfermedad que remite para volver luego con más ímpetu, así volvieron los ahogos, con nuevas fuerzas y nuevos bríos, á la casa, pues, á las escaseces ya habituales en ella, hubo que añadir la que originaba el tener que pagar aquellos módicos intereses, que restaban la quinta parte de la paga.
Jacinto llegó á dudar de lo divino y á sentir desprecio por lo humano; su corazón, en el que la desgracia clavaba sus garras despiadadamente, empezaba á manar sangre.
Por primera vez pensó que no debía haberse casado; que debía haber hecho lo que tantos otros que, despreciando los juicios de una sociedad que le da á un hombre veintidós duros y medio para que constituya un hogar, buscan por otros caminos, que ella llama inmorales, la satisfacción de justos anhelos.
Jacinto, que no fumaba para no gastar; Jacinto, que jamás se permitía la inocente distracción de ir una noche al café á pasar un rato con los amigos, porque comprendía que aquellos dos reales hacían falta en su casa; Jacinto, que considerábase feliz con el amor de los suyos, sintió ganas de reir ante aquella avalancha que se le venía encima, ante la visión de aquella inhumana sociedad, creadora de muchos males y de pocos bienes, que caía sobre él aplastándole despiadadamente.
El Destino, considerando que Jacinto estaba ya bastante entrenado en el sufrimiento, apretó bruscamente el tornillo: Luisín empeoró tan rápida é inesperadamente, que el médico llegó á temer un desenlace funesto, si no se le sacaba de Madrid lo antes posible.
Jacinto sintió agotarse sus energías y desvanecerse los restos de su entereza. El agua le llegaba al cuello y experimentó verdadero terror al pensar que la salvación se hacía imposible. La situación era de verdadero apuro: su paga, empeñada; la casa, dos meses sin pagar; la tienda, no muy al corriente… y una falta absoluta de recursos, y, lo que era peor, de medios para arbitrarlos. ¡Aquello era horrible!
La pobre Claudia, imagen viviente y resignada del dolor, sufría en silencio, para no aumentar la pesadumbre de su esposo, y buscaba los rincones para desahogar su angustiado corazón, llorando sin que la vieran.
Los hermanitos de Luisín, amedrentados por el triste ambiente que reinaba en la casa, iban y venían por ella como almas en pena, sin atreverse á jugar, y si acaso lo hacían, en su adorable inocencia, metíanse en el último rincón de la casa para que no les riñeran.
¡Era preciso sacar á Luisito de Madrid! Y ¿cómo hacer esto? ¿Cómo realizar aquel milagro indispensable? No obstante, era preciso, absolutamente preciso el realizarlo.
Jacinto envejeció en un día, un año. No tenía amigos á quienes pedir una cantidad como la que se precisaba; el prestamista se negó rotundamente á ampliar el préstamo, porque la parte legal descontable no daba margen para ello. ¿A quién recurrir? ¿A los padres? Pero ¿no era un crimen, un verdadero crimen, pedir á los pobres viejos lo que no tenían para ellos mismos? Y, sin embargo, ¿qué otro remedio quedaba?
Jacinto, loco de dolor, desesperado… cogió la pluma y escribió; escribió una carta que era el llamamiento supremo de un sentenciado á muerte, de un agonizante.
Seis días horribles transcurrieron hasta que se recibió la contestación ¡Al fin llegó! Los padres de Jacinto respondían – ¡qué padre no responderá! – al supremo llamamiento de su hijo con un supremo sacrificio: la respuesta era un pliego de valores; el pliego contenía el importe de una tierrecita, mal vendida, por la precipitación, y una carta llena de trazos toscos y temblorosos, faltos de ortografía, pero llenos de amor y de ternura.
«Veniros con el chico inmediatamente», decía la carta en uno de sus más torcidos renglones, que á Jacinto y á Claudia les pareció ser escalera que conducía á la gloria.
Jacinto sintió oprimírsele el corazón al leer aquella carta que rebosaba amor; Claudia murmuró palabras que nadie oyó, á no ser Dios, por ir á él dirigidas, y lloró, lloró mucho arrodillada ante la cuna de su hijo.
Al día siguiente, Claudia y sus tres hijos salieron para el pueblo de los abuelos. Jacinto quedó solo y con muy limitados recursos; pero esto era lo de menos, lo principal era que el chiquitín se salvara.
Llegó la primera carta de Claudia. Para comprender la ansiedad con que Jacinto leyó aquella carta, es preciso haber