La alegría que Jacinto experimentó con la lectura de aquella carta, y el descubierto en que se hallaba con su estómago, incitáronle á darse aquella noche un banquete; así, pues, á cosa de las ocho, metióse en el café de Levante, donde es fama que los dan grandes, y pidió un beefteack con patatas. Jacinto, que hacía ya mucho tiempo que no se veía con una cosa semejante ante sus ojos, devoró, más bien que comió, aquella vianda; que no hay nada que excite tanto el apetito como la alegría.
Aquella noche se metió en la cama, dispuesto á dormir á pierna suelta; no quería pensar, no quería sufrir, era preciso dar descanso al espíritu, dando de mano á las preocupaciones, aun cuando no fuera más que por unas horas.
Claudia siguió dando noticias diariamente del niño; noticias que, si no avanzaban en el sentido optimista, tampoco retrocedían al atroz pesimismo de los últimos días de permanencia en Madrid. Jacinto contestaba cada dos ó tres días… por mor de la franquicia.
La esperanza llegó á germinar en el corazón del oficinista; mas, cuando ésta echaba raíces más hondas, una bomba vino á estallar sobre el cerebro del pobre Jacinto, haciendo saltar los sesos, destrozando el corazón y desgarrando las carnes: la carta de aquel día, de Claudia, era una verdadera bomba.
«Luisito se muere, Jacinto mío, el nene se nos va á todo escape» – decía Claudia demostrando su dolor en lo tembloroso de su escritura. – «El nene se nos va…» – decían aquellos renglones, que parecían sollozar. Jacinto necesitó leerlos veinte veces para convencerse de que lo escrito por Claudia quería decir eso… «El nene se muere… el nene se nos va».
Esta carta, recibida por Jacinto en la oficina, causó en todos los compañeros honda impresión.
– Váyase usted hoy mismo – dijo el Jefe – , y no se preocupe de la vuelta; tómese los días que necesite.
El permiso ya estaba; pero ¿y el dinero para el viaje? Jacinto, como una exhalación, dirigióse en busca del habilitado; éste, enterado de lo que le ocurría á Jacinto, se apresuró á facilitarle lo que pedía: diez duros. El compañerismo es uno de los pocos instrumentos que, en el humano concierto, suele dar notas dulces y afinadas.
Cuando el angustiado Jacinto llegó al pueblo, era tarde: «el nene se había ido ya». El pobrecito había volado al cielo sin poder ver á «papa», por el que había clamado incesantemente en sus últimos momentos; su cuerpecito inmóvil, rígido, pálido como la cera, estaba allí, encerrado en la cajita blanca, esperando los últimos besos de papa; su almita, que había salido de este mundo sin odios ni rencores, moraba ya en las regiones donde los unos se aman á los otros…
El tren corría con una velocidad espantosa; á lo menos, así lo creía Jacinto, en su deseo de no llegar nunca á Madrid. El matrimonio, con los dos niños, ocupaba un modesto departamento de tercera, el cual le ofrecía la única comodidad que podía ofrecer un cajón de madera: iban solos. Merced á esta dichosa casualidad, se habían podido instalar desahogadamente. Los dos chiquitines, echados en opuesto sentido, ocupaban uno de los bancos, que el amor maternal había procurado mullirles con algunas ropas; pero no eran ellos mozos que repararan en ciertas pequeñeces y dormían á pierna suelta, cubiertos ambos con una misma manta.
Claudia, en uno de los extremos del banco opuesto, reclinaba la cabeza en la pared del coche, cuya dureza soportaba, merced á le blandura que le proporcionaba su espléndida cabellera. Jacinto, en el otro extremo, daba vueltas y más vueltas en su magín al pavoroso problema que ya llevaba planteado á Madrid.
Dentro de cinco días cobraría su paga; pero ella vendría á sus manos mermada con el quinto del prestamista y los diez duros adelantados graciosamente por el habilitado. Con el resto, si es que resto podía llamarse á lo que quedaba, había que atender á un sinfín de necesidades. ¿Qué diría el casero, viendo que transcurría un mes más sin pagarle? Jacinto sudaba copiosamente al pensar en este capítulo…
¿Para qué se empeñaron sus padres en que estudiara, en que fuera señorito? ¿Por qué no le dejaron en el pueblo, entregado á las faenas del campo, como su padre? ¿Qué adelantaba él con saber, si ello no le servía más que para sufrir?
Llegaron á Madrid, llegaron á la silenciosa morada; corrieron los chicos en busca de sus juguetes, de sus cajas, de sus gorros de papel, de sus palitroques con cuerdas que hacían las veces de látigos, y sus alegres vocecillas ahuyentaron las sombras, el silencio que reinaba en ella. Ya no se les reñía porque jugaran; al contrario, los padres deseaban sus gritos, sus voces, sus carreras por el pasillo, sus lloriqueos, porque así les parecía más risueña la vida.
Descansaron aquel día sin contratiempo alguno; pero al siguiente, no bien se hubo levantado Jacinto para ir á la oficina, la portera cayó sobre ellos como maza de plomo que les machacara los cráneos.
El administrador había estado, dejándole encargado que, cuando regresaran, les advirtiera que de no pagar, por lo menos, un mes de los atrasados, se procedería al desahucio.
Jacinto sintió que el cielo se les desplomaba encima y le aplastaba.
La portera, una buena mujer que quería mucho á Claudia y á los niños, viendo á Jacinto tan apurado, se permitió darle un consejo.
– El señorito – dijo – debe ir á ver al propietario y hablar con él; tiene mejor corazón que el administrador, y quizá consiga un mes de plazo.
Jacinto asió el consejo como tabla salvadora, y fuése á la oficina, resuelto á ponerlo en práctica al salir de ella.
El recibimiento que le hicieron en la oficina fué por todo extremo cariñoso.
Pepe dijo que el chico ya no tenía remedio y que, por lo tanto, había que conformarse: á mal tiempo, buena cara.
Las horas transcurrieron para Jacinto lenta y penosamente, oyendo aquellas frases de ritual. ¿Quién les diría á sus compañeros que él, Jacinto, tenía que cometer la felonía de olvidar al chiquitín para pensar en el enojoso asunto que tenía que ventilar al salir de allí?
Llegó, por fin, el momento de abandonar aquel lóbrego Negociado, y Jacinto, á todo escape, sintiendo que el estómago se le subía á la garganta, como el día que fué á empeñar la pulsera, se encaminó á casa del propietario.
Una doncellita de ojos alegres y vivarachos le introdujo en el despacho, diciéndole que esperara… ¡Terrible espera!
Unos segundos después, un caballero anciano, de rostro sonriente, penetró en la habitación.
A las primeras palabras de Jacinto diciendo quién era, el rostro del caballero se estiró cuarta y media, adquiriendo una seriedad pavorosa.
«Él no podía hacer nada en el asunto; su administrador era el encargado de todo lo concerniente á las casas. Comprendía la crítica situación en que se hallaba Jacinto; pero eran tantos los que se hallaban en igualdad de circunstancias… que, sintiéndolo mucho, no podía demorar ni un solo día el desahucio… ¡Eran dos meses ya! ¡Por aquel camino iría derechito á la ruina, á verse en el mismo estado en que se hallaba Jacinto, y eso…!»
Inútiles fueron los ruegos y las súplicas del pobre oficinista, que ya veía á su mujer y á sus hijos en la calle…
Lentamente, limpiándose el sudor que brotaba copiosamente de su frente, bajó Jacinto las escaleras. En la puerta de la calle, detúvose unos momentos; miró para arriba, para abajo, á las casas de enfrente, como si se hallara en una ciudad desconocida, y, por fin, tomó calle arriba con paso reposado, cual hombre feliz que pasea sus