Di al preso el cigarro y el duro. Se los guardó, y dejando caer nuevamente los brazos, y recostándose en la pared, pareció hundirse poco a poco en uno de sus ensimismamientos. Le miré a la cara y le hablé; pero no pareció oírme ni verme. Su espíritu erraba quizás en el pavoroso valle de la sombra, hasta el que se abren camino a veces, durante su vida, los hijos de la tierra; pavoroso lugar donde no hay agua, ni mora la esperanza, ni vive más que el gusano imperecedero del remordimiento. Ese valle es un facsímil del infierno, y quien penetra en él sufre aquí en la tierra temporalmente lo que las almas de los condenados han de sufrir a través de las edades sin fin.
El francés fué ahorcado un mes más tarde. La bagatela por que estaba preso eran varios robos y asesinatos cometidos mediante una singular estratagema. De concierto con otros dos, alquiló una vasta casa en un barrio poco frecuentado, y a ella mandaba que le enviasen géneros de valor que compraba en los comercios para pagarlos en el momento de la entrega, y los que iban a entregar pagaban su credulidad con la pérdida del género y de la vida. Dos o tres cayeron en el lazo. Tuve vivos deseos de hablar privadamente con aquel hombre tan arrojado, y, por tanto, rogué al alcaide que le permitiera comer conmigo en mi cuarto; a esto, el gobernador, a quien me tomaré la libertad de llamar monsieur Bassompierre, por habérseme olvidado su verdadero nombre, se quitó el sombrero, y con sus habituales sonrisa y reverencias me replicó en el más puro castellano:
– Caballero inglés, y creo que puedo añadir, amigo mío: perdóneme usted, pero me es del todo imposible acceder a su petición, fundada, no lo dudo, en los más admirables sentimientos de filosofía. A otro cualquiera de estos caballeros que están bajo mi custodia se le permitirá, cuando usted lo desee, acompañarle en su cuarto. Incluso llegaré a mandar que le quiten los grillos al que haya de ir con usted, si tuviese grillos puestos, a fin de que pueda participar en la comida de usted con la comodidad y holgura convenientes; pero con el caballero de que se trata no puedo consentirlo: es el peor de toda esta familia, y seguramente en la habitación de usted o en la galería armaría una función para intentar fugarse. Caballero, me pesa; pero no puedo acceder a lo que pide. Si se tratase de otro caballero cualquiera, lo haría con mucho gusto; el mismo Balseiro, a pesar de lo que de él se cuenta, sabe conducirse como es debido; en su modo de proceder hay siempre algo de formalidad y cortesía; si usted quiere, caballero, irá a disfrutar de su hospitalidad.
Ya he hablado de Balseiro en la primera parte de esta narración. Hallábase ahora encerrado en el piso más alto de la cárcel, en un calabozo muy seguro, con otros malhechores. Había sido condenado, en unión de un Pepe Candelas, ladrón de no corta fama, por un audacísimo robo cometido, en pleno día, nada menos que en la persona de la modista de la reina, una francesa, a quien ataron en una tienda, robándole dinero y géneros por valor de cinco a seis mil duros. Candelas había ya expiado su crimen en el patíbulo; pero Balseiro, que era, en opinión común, el peor de los dos bandidos, había logrado salvar la vida a fuerza de dinero, un aliado con que su compañero no contaba; le conmutaron la pena de muerte, a que fué sentenciado, por la de veinte años de cadena en el presidio de Málaga. Visité al héroe y conversé con él un rato a través de la reja del calabozo. Me reconoció y me hizo recordar la victoria que obtuve sobre él en la disputa acerca de nuestros respectivos conocimientos en gitano cerrado, en el que Sevilla, el torero, no tenía par.
Al decirle que sentía verle en tal situación, me replicó que el asunto no tenía importancia, porque dentro de seis semanas le llevarían al presidio, y una vez allí, con ayuda de unas onzas bien distribuídas entre sus guardianes, se escaparía cuando quisiera.
– Pero ¿adónde vas a ir? – le pregunté.
– ¿No puedo irme a tierra de moros – replicó Balseiro – , o con los ingleses al campo de Gibraltar, o, si lo prefiero, no puedo volver a este foro y vivir como hasta aquí, choring a los gachós? ¿Qué me cuesta esconderme? Madrid es grande, y Balseiro tiene muchos amigos, especialmente entre los lumias– añadió con una sonrisa.
Le hablé de su malhadado cómplice Candelas, y su rostro tomó una expresión horrible.
– Supongo que estará en los infiernos – exclamó el ladrón.
La amistad del inicuo nunca es de larga duración. Los dos héroes regañaron, a lo que parece, en la cárcel, acusándole Candelas al otro de haber procedido con mala fe y haberse apropiado indebidamente, para su disfrute personal, el corpus delicti en varios robos cometidos en compañía.
No puedo resistir al deseo de contar las aventuras ulteriores de Balseiro.
Poco después de mi salida de la cárcel, Balseiro, con poca paciencia para esperar a que el presidio le ofreciese la ocasión de recobrar la libertad, agujereó el techo de la cárcel, y en compañía de otros penados se fugó. Volvió al instante a sus primeros hábitos, cometiendo muchos robos atrevidos dentro de Madrid y en los alrededores. Voy a referir el último, al que puedo llamar su crimen maestro, singular ejemplo de maldad. Los robos callejeros y el escalo no le satisfacían, y resolvió dar un gran golpe con el que esperaba ganar dinero suficiente para irse a vivir con lujo y esplendor a cualquier país extranjero.
Había cierto intendente de la Casa Real, llamado Gabiria, vasco de nacimiento y dueño de inmensas riquezas, que tenía dos hijos, dos guapos chicos de doce a catorce años de edad, a quienes yo había visto a menudo y hasta hablado con ellos en mis correrías por la orilla del Manzanares, su paseo favorito. Los dos muchachos estaban educándose, en aquel tiempo, en cierto colegio de Madrid. Balseiro, conocedor del cariño que su padre les tenía, determinó servirse de él en provecho de su rapacidad. Trazó un plan, que consistía ni más ni menos que en secuestrar a los chicos y no devolverlos sino mediante un rescate enorme. El plan fué ejecutado en parte: dos cómplices de Balseiro, bien vestidos, llamaron a la puerta del colegio donde estaban los chicos, y valiéndose de una carta falsificada, que dieron como escrita por el padre, arrancaron al director del colegio el permiso para llevarse a los chicos a pasar un día de campo. A unas cinco leguas de Madrid, Balseiro tenía una cueva, en un lugar solitario y agreste, entre El Escorial y un pueblo llamado Torrelodones; allí llevaron a los muchachos, donde quedaron bajo la custodia de los dos cómplices; Balseiro permaneció en Madrid con objeto de entrar en negociaciones con el padre. Pero éste, hombre de notable resolución, en lugar de acceder a las peticiones del bandido formuladas por carta, adoptó sin perder tiempo medidas muy enérgicas para recobrar sus hijos.
Envióse gente a pie y a caballo a recorrer la comarca, y antes de una semana descubrieron a los muchachos cerca de la cueva, abandonados por sus guardianes, que cogieron miedo al enterarse de la resolución con que los buscaban; no tardaron en detenerlos, sin embargo, y los muchachos reconocieron a sus secuestradores.
Balseiro comprendió que Madrid se ponía inhabitable para él, y quiso escaparse, no sé si a la tierra del moro o al Campo de Gibraltar; pero reconocido en un pueblo cercano a Madrid, fué preso, y sin tardanza llevado a la capital, donde a poco perdió la vida en el patíbulo con sus dos cómplices; Gabiria y sus hijos presenciaron la horrible escena a sus anchas, subidos en un carruaje.
Tal fin tuvo Balseiro, de quien no hubiera hablado tanto a no ser por lo del gitano cerrado. ¡Pobre desventurado! Conquistó el género de inmortalidad a que aspiran tantos ladrones españoles, mientras lucen su nívea ropa blanca pavoneándose en el patio. El rapto de los hijos de Gabiria le convirtió de golpe en ídolo de toda la cofradía. Un ladrón famoso, con quien más adelante estuve yo encarcelado en Sevilla, pronunció su elogio en esta forma:
– Balseiro