Antonio. —Mais qu’est ce que vous voudriez, mon maître? ¿No soy griego, y hombre de honor y muy susceptible? ¿Quiere usted que los cocineros de Scira y de Stambul se sometan en España a que los insulten los hijos de los condes, precipitándose en el templo con rebanadas de pan? Non, non, mon maître, usted es demasiado noble y, sobre todo, demasiado justo para pedir eso. Pero hablemos de otra cosa. Mon maître, no he venido solo: en el corredor espera una persona que ansía verle a usted.
Yo. – ¿Quién es?
Antonio. – Uno a quien ya se ha encontrado usted, mon maître, en sitios muy extraños y diversos.
Yo. – Pero ¿de quién se trata?
Antonio. – De uno a quien le aguarda un fin desusado, «porque así está escrito». El suizo más extraordinario que hay, el de Santiago: der Schatz Gräber.
Yo. – ¿Benedicto Mol?
– Yaw, mein lieber Herr– dijo Benedicto, abriendo del todo la puerta, que estaba entornada – . Soy yo. Me he encontrado en la calle a Herr Anton, y al oír que estaba usted aquí, he venido a visitarle.
Yo. – Pero ¿qué rareza es ésta, y cómo es que le veo a usted otra vez en Madrid? Yo creía que ya estaba usted en su país.
Benedicto. – No tema, lieber Herr; allá he de volver a su debido tiempo, pero no a pie, sino en coche de mulas. El Schatz se está todavía en su escondite, esperando que lo desentierren; ahora tengo mejores esperanzas que nunca; muchos amigos, mucho dinero. ¿Ha reparado usted cómo voy vestido, lieber Herr?
En efecto, llevaba ropas mucho mejores que nunca. La chaqueta y los pantalones, de crudillo, eran casi nuevos. Tocábase aún con un sombrero andaluz, de forma cónica, pero no viejo ni raído, sino nuevo y lustroso, y de inmensa altura. En lugar del tosco palo que llevaba en Santiago y en Oviedo, traía ahora una recia caña de bambú, rematada por una disforme cabeza de oso o de león, prolijamente tallada en peltre.
– Parece usted un buscador de tesoros al volver de una expedición fructífera – exclamé.
– Más bien parece – interrumpió Antonio – uno que ha dejado de trabajar por cuenta propia y busca tesoros a costa ajena.
Pregunté detalladamente al suizo por sus aventuras desde que le vi por última vez en Oviedo, donde le dejé para continuar mi viaje a Santander. De sus respuestas colegí que me había seguido hasta este último punto, pero invirtiendo mucho tiempo en el camino, debilitado por el hambre y las privaciones. En Santander me perdió el rastro. Ya se le había agotado el pequeño socorro que yo le dí. Pensó entonces irse a Francia, pero no se atrevió a aventurarse en las provincias Vascongadas, donde ardía la guerra, para no caer en manos de los carlistas, que hubieran podido fusilarle por espía. Como nadie le socorría en Santander, se fué pidiendo limosna por los caminos, hasta que se encontró en Aragón, no podía decir exactamente dónde. «Mis calamidades eran tantas – dijo Benedicto – que estuve a punto de perder el juicio. ¡Oh, qué horror, vagar por los agrestes montes y las vastas planicies de España, sin dinero y sin esperanza! Algunas veces, encontrándome entre peñas y barrancos, quizás sin haber probado alimento desde la salida hasta la puesta del sol, me enfurecía. Entonces levantaba el palo hacia el cielo, y, blandiéndolo, gritaba: Lieber Herr Gott, ach lieber Herr Gott, ahora más que nunca necesito tu ayuda; si tardas en socorrerme estoy perdido; ¡ayúdame ahora, ahora! Y una vez, cuando deliraba de ese modo, me pareció oír una voz – más, estoy seguro de haberla oído – que sonaba en la cavidad de una peña, muy clara y muy fuerte, gritando: «Der Schatz, der Schatz, no hay que desenterrarlo todavía; a Madrid, a Madrid. El camino del Schatz pasa por Madrid.» De nuevo la idea del Schatz se apoderó de mi ánimo; reflexioné en lo feliz que sería si pudiese desenterrarlo. ¡No más mendigar, no más errar por hórridas montañas y desiertos! Blandí el palo, y noté, con sorpresa, que mi cuerpo y mis miembros se reanimaban con nuevas energías; anduve a buen paso, y no tardé en salir al camino real; mendigué, y proseguí como mejor pude hasta llegar a Madrid.
– ¿Y qué le ha sucedido después de llegar a Madrid? – pregunté – . ¿Ha encontrado usted el tesoro en las calles?
De pronto, Benedicto se volvió reservado y taciturno, cosa que me sorprendió en extremo, porque hasta entonces se había mostrado siempre muy comunicativo en lo tocante a sus cuentas y proyectos. Por lo que pude sacar de sus medias palabras e insinuaciones, parecía que al llegar a Madrid cayó en manos de ciertas personas que le trataron con bondad, proveyéndole de dinero y ropa; no por puro desinterés, sino con los ojos puestos en el tesoro. «Esperan mucho de mí – dijo el suizo – . Después de todo, acaso hubiera sido más ventajoso sacar el tesoro sin su ayuda, con tal que hubiese sido posible.» No sabía o no quiso decirme quiénes eran sus nuevos amigos, salvo que tenían muchísima influencia. Dijo algo acerca de la Reina Cristina, y de un juramento que había prestado ante un obispo, sobre un crucifijo y los cuatro Evangelien. Pensé que había perdido la cabeza, y dejé de preguntarle. En el momento de marcharse, me dijo: «Lieber Herr, dispénseme usted si no le he hablado con entera franqueza, debiéndole tanto como le debo, pero no me atrevo; ahora no me pertenezco. Además, siempre es de mal agüero hablar una palabra acerca de un tesoro antes de tenerlo en nuestro poder. Una vez, en mi país hubo un hombre que cavó en el suelo hasta descubrir un caldero de cobre que contenía un Schatz. Al cogerlo por el asa, no hizo más que exclamar, en su entusiasmo: “¡Ya lo tengo!”, y eso bastó: desprendióse la caldera y se hundió, quedándose el hombre con el asa en la mano: eso fué cuanto ganó con tantos trabajos. Adiós, lieber Herr; dentro de poco me mandarán a Santiago para desenterrar el Schatz, pero vendré a verle a usted antes de marcharme. ¡Adiós!»
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