La Biblia en España, Tomo III (de 3) O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península
CAPÍTULO XXXVI
Estado de los asuntos en Madrid. – Nuevo Ministerio. – El obispo de Roma. – El librero de Toledo. – Las espadas. – Las casas de Toledo. – La gitana abandonada. – Diligencias mías en Madrid. – Otro criado.
Durante mi viaje por las provincias del Norte de España, que ocupó una parte considerable del año 18371, sólo pude realizar una porción muy pequeña de lo que en un principio me había propuesto hacer. Los resultados de los trabajos del hombre son insignificantes comparados con los vastos designios que su presunción concibe; sin embargo, algo se había conseguido con mi reciente viaje. El Nuevo Testamento de Cristo se vendía ya tranquilamente en las principales ciudades del Norte, y contaba con el amigable concurso de los libreros de aquellas partes, especialmente con el del viejo Rey Romero, de Compostela, el más importante de todos. Además, había yo repartido con mis propias manos un número considerable de Testamentos entre individuos particulares, todos de las clases bajas, a saber: muleteros, carreteros, contrabandistas, etc.; de suerte que, en conjunto, tenía motivos bastantes de reconocimiento y gratitud.
Encontré nuestros asuntos en Madrid en situación nada próspera: en las librerías se habían vendido pocos ejemplares. ¿Qué otra cosa podía esperarse racionalmente en unos tiempos como los que acababan de pasar? Don Carlos había llegado a las puertas de la capital con un fuerte ejército; ante la amenaza del saqueo y de la degollina inminentes, la gente se preocupó más de poner en salvo vidas y haciendas que de leer ninguna clase de libros.
Pero el enemigo ya se había retirado a sus reductos de Alava y Guipúzcoa. Tuve, pues, esperanzas de que amaneciesen días mejores y de que la obra, bajo mi vigilancia, prosperaría, por la gracia de Dios, en la capital de España. El lector verá a continuación cuán lejos estuvieron los hechos de corresponder a mis deseos.
Durante mi viaje al Norte había sobrevenido un cambio total en el Ministerio. En lugar del partido liberal, arrojado del Gabinete, entró el partido moderado; por desgracia para mis planes, los nuevos ministros eran personas a quienes yo no conocía y sobre quienes mis antiguos amigos Istúriz y Galiano tenían poca o ninguna influencia. A estos señores se les dejó sistemáticamente aparte, y su carrera política pareció terminada para siempre.
Del nuevo Gobierno poco podía yo esperar: casi todos los hombres que lo formaban habían sido cortesanos o funcionarios del difunto rey Fernando, eran partidarios del absolutismo y no estaban en modo alguno dispuestos a hacer o permitir cosas que pudieran enojar a la Corte de Roma, a la que ansiaban tener contenta, esperando inducirla quizás a reconocer a la niña Isabel II, no como reina constitucional, sino como reina absoluta.
Ese partido se mantuvo en el poder durante lo restante de mi residencia en España, y me persiguió, menos por odio y maldad que por política. Sólo a la terminación de la guerra perdió su preponderancia y cayó con su protectora, la reina madre, ante la dictadura de Espartero.
El primer paso que di después de mi regreso, tocante a la difusión de las Escrituras, fué muy atrevido. Consistió ni más ni menos que en abrir una tienda para vender los Testamentos. La tienda estaba en una calle importante y animada: la calle del Príncipe, inmediata a la plaza de Cervantes. La amueblé muy bien con armarios de vidrieras y cornucopias, y puse al frente de ella a un gallego listo, de nombre Pepe Calzado, que todas las semanas me daba cuenta fiel de los ejemplares vendidos.
Al día siguiente de abrir el establecimiento, estaba yo en la otra acera de la calle, apoyado de espaldas en la pared, cruzado de brazos, contemplando la tienda, en cuyos huecos se leía en grandes letras amarillas: Despacho de la Sociedad Bíblica y Extranjera, y, sumido en mi contemplación, pensaba: «¡Qué inesperadas mudanzas trae el tiempo! ¡Ocho meses he pasado de aquí para allá en esta vieja España, tan papista, repartiendo Testamentos como agente de una Sociedad que los papistas tienen por herética, y no me han lapidado ni quemado! Ahora, en la capital hago lo que a cualquiera le hubiera parecido causa bastante para que todos los difuntos inquisidores y familiares enterrados dentro de sus muros se alzaran de sus tumbas gritando: “¡Abominación!”, y nadie se mete conmigo. ¡Obispo de Roma! ¡Obispo de Roma! Ten cuidado. Pueden cerrarme la tienda; pero qué signo de los tiempos es el hecho de que la hayan dejado existir un solo día. Se me antoja, padre mío, que los días de tu preponderancia en España están contados, y que ya no te consentirán saquearla mucho tiempo, ni mofarte de ella, ni flagelarla con escorpiones, como en épocas pasadas. Veo ya la mano que escribe en el muro un: “¡Mene, Mene, Tekel, Upharsin! Ten cuidado, Batuschca”.»
Dos horas permanecí apoyado en la pared, contemplando la tienda.
Poco tiempo después de abrir el Despacho en Madrid, monté de nuevo a caballo, y, seguido de Antonio, fuí a Toledo con propósito de difundir las Escrituras, para lo cual envié por delante con un arriero un cargamento de cien ejemplares. Sin tardanza busqué al principal librero de la ciudad, no sin temor de encontrarme con un carlista, o, al menos, con un servil, ya que en Toledo abundan tanto los canónigos, curas y frailes exclaustrados. Me llevé el chasco mayor de mi vida: al entrar en la tienda, espaciosa y cómoda, vi a un hombre atlético, vestido con una especie de uniforme de caballería, calado el morrión y un sable inmenso en la mano. Era el librero en persona, oficial de la Guardia nacional de caballería. Al saber quién era yo, me estrechó cordialmente la mano y dijo que con el mayor placer se haría cargo de los libros y procuraría difundirlos por todos los medios a su alcance.
– ¿No incurrirá usted en el odio del clero si hace eso?
–¡Ca!– respondió – . ¿Quién los hace caso? Yo soy rico, y mi padre también lo fué. No dependo de ellos. Ya no pueden odiarme más de lo que me odian, porque no oculto mis opiniones. Ahora mismo acabo de regresar de una expedición de tres días con mis compañeros los nacionales; hemos estado persiguiendo a los facciosos y ladrones de estos contornos; hemos matado a tres y traemos varios prisioneros. ¿Quién hace caso de los curas pusilánimes? Yo soy liberal, don Jorge, y amigo de su compatriota Flinter. Le he ayudado a cazar muchos curas guerrilleros y frailes salteadores que andaban en la facción. He oído que le han nombrado capitán general de Toledo: me alegro; cuando llegue se van a ver aquí cosas buenas, don Jorge. Le aseguro a usted que al clero le apretaremos las clavijas.
Toledo fué antiguamente capital de España. Su población es ahora de unas quince mil almas, aunque en tiempo de los romanos y también durante la Edad Media llegó, según dicen, a doscientos o trescientos mil habitantes. Está situado a unas doce leguas al Oeste de Madrid, y se alza sobre un cerro de granito que el Tajo rodea en todo su perímetro, salvo por el Norte. Encierra todavía muchos edificios notables, a pesar de que se halla en decadencia hace mucho tiempo. Su catedral, la más espléndida de España, es Sede del Primado. En la torre de esta catedral se encuentra la famosa campana de Toledo, la mayor del mundo, con excepción de la monstruosa campana de Moscou, que también he visto. Pesa 1.543 arrobas; su sonido es desagradable, porque está rajada. Toledo podía jactarse en otro tiempo de poseer los mejores cuadros de España; pero durante la guerra de la Independencia los franceses robaron o destruyeron muchos, y todavía más se han sacado por orden del Gobierno. El más notable de todos, acaso, aún se encuentra allí: aludo al que representa el entierro del conde de Orgaz, la obra maestra de Doménico, el griego, genio extraordinario, algunas de cuyas obras poseen méritos de altísima calidad. El cuadro a que me refiero está en la pequeña iglesia parroquial de Santo Tomé, al fondo de la nave, a la izquierda del altar. Si pudiera comprarse, creo que en cinco mil libras sería barato.
Entre las muchas cosas notables que se ofrecen en Toledo a la curiosa mirada del observador, se halla la fábrica de armas, donde se elaboran espadas, lanzas y otras armas destinadas al Ejército, con excepción de las de fuego, traídas del extranjero casi todas.
Es bien sabido que antiguamente las hojas de Toledo eran muy estimadas y se hacía gran comercio de ellas en toda la cristiandad. La fábrica actual es un hermoso edificio moderno, situado extramuros de la ciudad, en una planicie contigua al río, con el que se comunica por un pequeño canal. Dicen que el buen temple de las espadas se debe principalmente al agua y a la arena del Tajo. Pregunté a varios maestros de la fábrica