La Biblia en España, Tomo III (de 3). Borrow George. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Borrow George
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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en todo este asunto desplegó Sir Jorge Villiers en pro de la causa del Testamento. Celebró varias entrevistas con Ofalia sobre esta cuestión, y en ellas le significó su juicio acerca de la injusticia y tiranía con que en aquel caso había sido tratado su compatriota.

      Tales quejas hicieron impresión en Ofalia, y más de una vez prometió hacer cuanto pudiese para complacer a Sir Jorge; pero luego los obispos le asediaban, y, poniendo en juego sus temores políticos, ya que no los religiosos, le impedían proceder en el asunto con justicia y honradez. Por indicación de Sir Jorge Villiers, tracé una breve memoria explicando lo que es la Sociedad Bíblica y sus propósitos, en especial los tocantes a España; Sir Jorge entregó personalmente esa memoria al conde. No cansaré al lector insertándola aquí, contentándome con observar que no intenté adular ni halagar, y me expresé con franqueza y honradez, como debe hacer un cristiano. Ofalia, al leer mi escrito, exclamó: «¡Lástima que esta Sociedad sea protestante, y que no sean católicos todos sus miembros!»

      Pocos días después me envió un recado con un amigo, pidiéndome, cosa que me asombró, un ejemplar del Evangelio en gitano. Permítaseme decir aquí que la fama de este libro, aunque no publicado todavía, se había esparcido por Madrid como fuego por reguero de pólvora, y todo el mundo ansiaba tener un ejemplar; varios grandes de España me enviaron recado con la misma pretensión, pero no les atendí. Al instante resolví aprovechar la coyuntura que me ofrecía el conde de Ofalia y me dispuse a visitarle en persona. Mandé encuadernar lujosamente un ejemplar del Evangelio, y, encaminándome a Palacio, obtuve audiencia en el acto. Era un hombre diminuto, mustio, entre los cincuenta y los sesenta años de edad, con dientes y pelo postizos, pero de muy corteses maneras. Me recibió con gran afabilidad y me dió las gracias por el regalo; pero cuando le hablé del Nuevo Testamento, me dijo que el asunto estaba rodeado de dificultades, y que la gran masa del clero se había puesto en mi contra; me exhortó a que tuviera paciencia y calma, y en tal caso dijo que trataría de buscar el modo de complacerme. Entre otras cosas, me dijo que los obispos odiaban a un sectario más que a un ateo. Contesté que, como los antiguos fariseos, se cuidaban más del oro del templo que del templo mismo. Durante toda la entrevista dió evidentes señales de un gran temor, y continuamente miraba detrás y alrededor de sí, como si temiera que alguien le escuchase; esto me hizo recordar el dicho de un amigo, según el cual, si hay algo de verdad en la metempsícosis, el alma del conde de Ofalia debió de pertenecer originariamente a un ratón. Nos separamos en muy amistosos términos, y me fuí maravillado del extraño azar que ha hecho de un pobre hombre como éste el primer ministro de un país como España.

      CAPÍTULO XXXIX

      Los dos Evangelios. – El alguacil. – La orden de prisión. – María la buena. – El arresto. – Me envían a la cárcel. – Reflexiones. – El recibimiento. – La celda en la cárcel. – Demanda de desagravios.

      Al cabo, la traducción del Evangelio de San Lucas al gitano estuvo lista. Deposité cierto número de ejemplares en el despacho y anuncié su venta. El Evangelio en vascuence, impreso también por entonces, fué igualmente anunciado. Hubo poca demanda de esta obra. No así del San Lucas en gitano, y con facilidad hubiera podido vender toda la edición en menos de quince días. Sin embargo, mucho antes de transcurrir este plazo el clero se puso sobre las armas.

      «¡Brujería!» – dijo un obispo.

      «Aquí hay más de lo que a primera vista parece» – exclamó el segundo.

      «Va a convertir a toda España valiéndose del lenguaje gitano» – gritó un tercero.

      Y luego surgió el coro habitual en esos casos:

      «¡Qué infamia! ¡Qué picardía!»

      Al fin, después de andar en bureo entre sí, corrieron a su instrumento el corregidor, o jefe político, como se le llama ahora, de Madrid. He olvidado el nombre de este personaje, a quien no conocí personalmente. Juzgando por sus acciones y por lo que se decía de él, puedo asegurar que era una criatura estúpida, testarudo, y además grosero, un mélange de borrico, mula y lobo. Como profesaba inveterada antipatía a todos los extranjeros, prestó oídos benévolos a la queja de mis acusadores, y sin tardanza dió orden de secuestrar todos los ejemplares del Evangelio en gitano que hubiese en el despacho8. La consecuencia fué que un nutrido cuerpo de alguaciles dirigió sus pasos a la calle del Príncipe, y se apoderaron de unos treinta ejemplares del libro perseguido y de otros tantos del San Lucas en vascuence. Con tales despojos, los satélites volvieron en triunfo a la jefatura política, donde se repartieron entre sí los ejemplares del Evangelio en gitano, vendiéndolos después casi todos a buen precio, porque el libro era muy buscado, y así se convirtieron sin quererlo en agentes de una Sociedad herética. Pero cada cual debe vivir de su trabajo – dice esa gente – y no pierde ocasión de hacer buenas sus palabras, vendiendo lo mejor que puede cualquier botín que cae en sus manos.

      Como nadie se ocupaba del Evangelio en vascuence, fué guardado sin tropiezo, con otras capturas invendibles, en los almacenes de la jefatura.

      Ya estaban secuestrados los Evangelios en gitano, al menos los que tenía en el despacho expuestos para la venta. Pero el corregidor y sus amigos pensaron que aún podía conseguirse mucho más mediante una pequeña combinación. Todos los días se presentaban en la tienda algunos ganchos de la policía, bajo disfraces diferentes, preguntando con gran interés por los «libros gitanos» y ofreciendo pagar los ejemplares a buen precio. Pero se fueron con las manos vacías. Mi gallego estaba sobre aviso, y a todo el que preguntaba le decía que por el momento no se vendían libros de ninguna clase en el establecimiento. Y así era la verdad, pues le había dado orden de no vender más, bajo ningún pretexto.

      A pesar de mi conducta franca, no me creyeron. El corregidor y sus aliados no podían convencerse de que, bajo cuerda, y por medios misteriosos, no vendía yo diariamente cientos de aquellos libros gitanos que iban a revolucionar el país y a destruir el poder del obispo de Roma. Trazaron, pues, un plan, mediante el cual esperaban colocarme en tal situación, que no pudiese en algún tiempo trabajar activamente en la difusión de las Escrituras, ya estuviesen en gitano o en otro idioma cualquiera.

      El 1.º de mayo (1838), por la mañana, si no recuerdo mal, un individuo desconocido se presentó en mi cuarto cuando me disponía a tomar el desayuno. Era un tipo de innoble catadura, de mediana talla, con todos los estigmas de la picardía en el semblante. La huéspeda le introdujo en mi aposento y se retiró. No me agradó la llegada del visitante; pero, afectando cortesía, le rogué que se sentara y le pregunté el objeto de su visita.

      – Vengo de parte de su excelencia el jefe político de Madrid – respondió – y mi objeto es decirle a usted que su excelencia conoce perfectamente sus manejos, y cuando quiera puede demostrar que sigue usted vendiendo en secreto los malditos libros cuya venta se le ha prohibido a usted.

      – ¿De verdad? Pues que lo haga sin tardanza. ¿Qué necesidad tiene de avisarme?

      – Puede que crea usted – continuó el hombre – que su señoría no tiene testigos; pues los tiene, sépalo usted, y muchos, y muy respetables además.

      – No lo dudo – repliqué – . Dada la apariencia respetable de usted, será usted uno de ellos. Pero me está usted haciendo perder tiempo; márchese, pues, y diga a quien le haya enviado que no tengo una idea muy alta de su talento.

      – Me iré cuando quiera – replicó el otro. – ¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que si me parece conveniente puedo registrarle a usted el cuarto, hasta debajo de la cama? ¿Qué tenemos aquí? – continuó; y empezó a hurgar con el bastón un rimero de papeles que había encima de una silla – . ¿Qué tenemos aquí? ¿Son también papeles de los gitanos?

      En el acto resolví no tolerar por más tiempo su proceder, y, agarrando al hombre por un brazo, le saqué del cuarto, y sin soltarle le conduje escaleras abajo desde el tercer piso, en que yo vivía, hasta la calle, mirándole fijamente a la cara durante todo el tiempo.

      El individuo se había dejado el sombrero encima de la mesa, y se lo envié con la patrona,


<p>8</p>

El 14 de enero de 1838 el jefe político, don Francisco de Gamboa, ordenó el secuestro.