Con todo, no estará de más reiterar y resaltar el carácter parasitario de la mentira al acompañar, sin marcarlo, a un acto de habla. Así cabe decir que su eficacia es lingüísticamente parasitaria pues se alimenta de ciertas implicaciones pragmáticas del acto al que acompaña, e. g. de las presunciones de veracidad y sinceridad, si se trata de una aserción, o de las presunciones de compromiso y realizabilidad, si se trata de una promesa. También cabe suponer que la eficacia de la mentira es epistémicamente parasitaria de las expectativas de verdad que normalmente gobiernan nuestras interacciones informativas y discursivas. Si todos mintiéramos siempre, nadie se llamaría a engaño y nada obraría como mentira pues nadie sabría a fin de cuentas qué es verdad. Este supuesto de la eficacia de la mentira sobre la base de lo que podríamos llamar “un umbral de credibilidad” salta a la vista incluso en las ficciones y los artificios de falsificación que constituyen una especie de género sofisticado de invención literaria y comunicación. Suelen incluirse dentro del género del “hoax”, pero se sobreentiende que los destructivos propósitos de un “hoax” o un bulo interesado están sustituidos por el cultivo de la ficción como arte del engaño y de la impostura con sentido del humor. Sirvan de muestra la presentación y discusión de la obra de un filósofo inexistente, “Goldhauer (1769-1822)”, a través de las actas de un congreso justamente sobre su “contribución” a una filosofía de la impostura, o la publicación de un número de la revista Quimera, escrito de cabo a rabo por su director a través de veintidós seudónimos y la suplantación de varios colaboradores habituales31. Es obvio que la fortuna de estas ficciones, aunque pueda contar con la inteligente complicidad de los lectores y de hecho la busque, descansa ante todo y en general en nuestra disposición común a creer lo que se nos presenta como un cuerpo de información.
Por último, la mentira es una acción censurable en la medida en que atenta contra las virtudes y las posibilidades del entendimiento mutuo y la comunicación efectiva. Esta sanción moral tiene una larga tradición que condena toda suerte de mentira, entre otros motivos, por atentar contra la función o el sentido natural del lenguaje —como pensaban Agustín de Hipona o Tomás de Aquino—, o contra la libertad y la autonomía propias del hombre como agente moral y racional —a juicio de Kant—. Pero, por otra parte, no faltan consideraciones más liberales y pragmáticas —o utilitarias en la línea de H. Sidgwick—, que la consienten en determinadas circunstancias. Lo que nadie discute es la dimensión normativa inherente a su evaluación que, por lo regular, se juzga en términos negativos, como una violación o una desviación de la comunicación normal, aunque no deje de reconocerse al mismo tiempo la imposibilidad práctica de desterrar su uso. En suma, según la sabiduría popular, tan imposible sería mentir siempre como no hacerlo alguna vez32.
¿Son significativas la concepción y las características clásicas de la mentira para iluminar los conceptos relacionados con la falacia? En cierta medida sí, en particular por lo que concierne a la idea de sofisma. Cierto es que las nociones de mentira y de sofisma parecen discurrir en paralelo antes que entrelazadas, aunque un sofisma bien puede descansar en una patraña. Pero el paralelismo es apreciable en varios puntos. Para empezar, en su constitución intencional, consciente y deliberada, con el corolario de la dificultad del autoengaño tanto en uno como en otro caso: tan difícil puede ser que uno se mienta deliberadamente a sí mismo, como verse inducido subrepticiamente a engaño por el sofisma que uno deliberada y conscientemente se ha fabricado. Otro punto parejo es el de la manipulación discursiva que involucran ambos casos: manipulación que parte del intento de inducir al receptor a pensar o actuar de modo instrumental para los fines u objetivos del emisor, y procede de manera oculta, subrepticia u opaca, para no permitir al receptor conocer o estar al tanto de los planes y propósitos del emisor. Un tercer punto de coincidencia o al menos de semejanza es el carácter parasitario y derivado de las mentiras y de los sofismas, como procedimientos no marcados lingüísticamente que, sin embargo, para ser eficientes y tener éxito dependen de las condiciones pragmáticas y cognitivas de la comunicación inteligible entre agentes discursivos. También a propósito de los sofismas, o de la argumentación falaz en general, Teseo podría lamentarse de que los hombres no tuvieran dos voces distintas, dos discursos distintivos, para que supiéramos a qué atenernos ante cualquier argumento. Aquí hay, no obstante, una diferencia: si la mentira es, en primera instancia al menos, cancelable mediante una apelación a la veracidad: “lo siento, me he equivocado; pero lo he dicho de buena fe”, ya no ocurre lo mismo con el carácter falaz: el que incurre en una falacia puede disculparse con una apelación similar, pero con esto solo logra exculparse del cargo de sofisma a costa de confesar la comisión de un paralogismo. Y, en fin, otro punto común es la dimensión normativa que funda la valoración negativa de las mentiras y las falacias como recursos viciados y censurables, en la perspectiva del buen curso de la interacción lingüística y del desarrollo sostenible del discurso público. Pero, naturalmente, estas coincidencias no borran las diferencias existentes entre la falacia y la mentira o, incluso, entre una mentira falaz y una mentira no falaz: la primera suele envolver una intención deliberada de engañar a otra u otras personas en beneficio propio y, en todo caso, implica un uso o un servicio argumentativo.
Tras este largo —y espero que animado— paseo por el ancho mundo de los errores, los fallos y los fraudes discursivos, no estará de más recapitular y reiterar la idea básica y paradigmática de argumentación falaz. Entiendo por falaz en este sentido el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —o al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta a error o induce a engaño pues en realidad se trata de un falso (seudo-) argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. Recordemos también que el fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su expresión en el marco argumentativo dado —e. g. con vistas a lograr una convicción razonable o la resolución cabal de un debate o una justa decisión—, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosa. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. De ahí que las falacias sean un recurso no por más socorrido menos censurable, una tentación que hemos de vigilar en aras de la salud y el valor del discurso sea el nuestro propio, e. g. para cuidarnos de incurrir en paralogismos, o sea el de nuestras conversaciones y discusiones con los demás, para cuidarnos de los sofismas y de toda suerte de falacias en general.
1 Cf. por ejemplo el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, Madrid: Espasa, 2001 22ª edic.; el Diccionario de uso del español, de Mª Moliner, Madrid: Gredos, 1998 2ª edic., o el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, Madrid: Aguilar, 1999.
2 Entiendo “caso paradigmático” en el sentido empleado por Daniel J. O’Keefe (1982), “The concepts of argument and arguing”, en J.Robert Cox & Charles Arthur Willard (Eds.) Advances in argumentation theory and research, pp. 3-23. Carbondale IL: Southern Illinois University Press.
3 Por ejemplo, Walton 2011, “Defeasible reasoning and informal fallacies”, Synthese, 179, p. 378, afirma que el ser intencionado o no, es algo que no importa desde el punto de vista del análisis del argumento y de la determinación de su carácter falaz. Bueno, tal vez no sea un punto decisivo en este último caso, pues tanto los sofismas como los paralogismos son falaces; pero es importante para su análisis, evaluación y juicio, en los planos discursivo, cognitivo y argumentativo.
4 Cito El criterio (1843) según la edición “Balmesiana” de Jaime Balmes Obras completas, Madrid: BAC, 1948; t. III, pp. 551-755.
5 Vaz Ferreira (1910, 19454), Lógica viva, Montevideo: Biblioteca Nacional/Universidad de la República, 2008, p. 39. Las cursivas se encuentran en el original.