Está claro que la solución del problema no depende del ingenio o de la sabiduría de los jueces. Es la formulación misma de la ley la que determina la insolubilidad del caso, aunque su absurdo constitutivo solo se manifieste ante un tipo impertinente ‒¡mira que declarar su propósito de ir a que lo ahorquen!
Pero también pueden darse muestras algo más complicadas de regulaciones. Sigamos con nuestros clásicos del s. XVI: recordemos El mercader de Venecia de Shakespeare, acto IV, escena 1ª.
Nos encontramos en la sala de justicia del Dux de Venecia. El prestamista judío Shylock demanda el cumplimiento de un pagaré firmado por el mercader Antonio, tras haber vencido el plazo de reintegro. El pagaré da derecho al prestamista a «cortar una libra de carne del pecho del deudor en el sitio más próximo al corazón», si éste no satisface a su debido tiempo la deuda. Al no haber sido así, Shylock, indiferente a toda suerte de mediación y a todo ruego de clemencia, urge su cumplimiento. Entonces aparece Porcia disfrazada de doctor en leyes procedente de Padua, para intervenir en calidad de experto jurista.
«Porcia. — La demanda que hacéis es extraña y, sin embargo, de tal naturaleza legal que la ley veneciana no puede impediros proseguirla. (A Antonio) Caéis bajo su acción, ¿no es verdad?
Antonio. — Sí, es lo que dice.
Porcia. — ¿Reconocéis este pagaré?
Antonio. — Sí.
<…>
Porcia. — (A Shylock) Te pertenece una libra de carne de este mercader; la ley te la da y el tribunal te la adjudica.
Shylock. — ¡Rectísimo juez!
Porcia. — Y podéis cortar esa carne de su pecho. La ley lo permite y el tribunal os lo autoriza.
Shylock. — ¡Doctísimo juez! ¡He ahí una sentencia! ¡Vamos, preparaos!
Porcia. — Detente un instante: hay todavía alguna otra cosa que decir. Este pagaré no te concede ni una gota de sangre. Las palabras formales son estas: una libra de carne. Toma, pues, lo que te concede el documento: toma tu libra de carne. Pero si al cortarla se te ocurre verter una gota de sangre cristiana, tus tierras y tus bienes, según las leyes de Venecia, serán confiscados en beneficio del estado de Venecia».
Es discutible que una autorización del tenor del pagaré -a cortar una libra de carne sin derramar ni una gota de sangre- se ajuste a derecho y se vea amparada por la legislación veneciana en la medida en que también resulta literalmente inviable, aunque no ya por razones lógicas como la anterior ley de “la puente”, sino por causas anatómicas.
D/ Un caso muy distinto de los anteriores es el formado por los que podríamos llamar “ilícitos argumentativos”, entre los que pueden incluirse actuaciones tan dispares como los movimientos de bloqueo o ninguneo de las contribuciones del oponente en una discusión, las maniobras dilatorias en un debate parlamentario o el recurso a factores o condiciones matrices de la argumentación falaz —e. g. los determinantes de la falta de transparencia, simetría o reciprocidad de la interacción discursiva en el curso de una deliberación pública—. La clausura de la conversación entre el director del Centro y el tutor a la que asistimos en el capítulo anterior, i. e. la frase del director “Bien, no se hable más” y el gesto terminante que señala la puerta, representa por ejemplo un ilícito argumentativo. Se trata de un tipo de actuación censurable y corregible. Estos actos no constituyen naturalmente argumentos. Pero pueden formar parte de un proceso de discusión o de argumentación, o también conformar maniobras o estrategias falaces en un marco argumentativo.
E/ Casos complejos en los que concurren diversos recursos discursivos al servicio de la propaganda y la desinformación, como los empleados en la creación de estados amañados y deformados de opinión o, peor aún, situaciones de polarización o de crispación del discurso público23.
F/ Llegamos al fin a nuestras protagonistas, las falacias. Una falacia es, según hemos convenido, una acción discursiva en un contexto y con un propósito argumentativos. Las falacias resultan detectables, aunque también sabemos que a veces se dejan sentir con más facilidad que fijar y definir. Pero no siempre se pueden prevenir, ni mucho menos, a juzgar por la frecuencia de los casos de paralogismos. Más aún, según una opinión muy extendida entre los observadores críticos, el recurso a las falacias, al engaño o al autoengaño, se vuelve casi inevitable en las discusiones con alguien, incluido uno mismo. En cualquier caso, las falacias son censurables y se suponen corregibles, hasta el punto de que la detección de una falacia en una argumentación determina la refutación o anulación del pretendido argumento. Por ello se hacen acreedoras a un tratamiento normativo, no meramente descriptivo o taxonómico como mal parecen sugerir algunas clasificaciones al uso.
Según esto, no todo error o falsa apreciación de hecho constituye una falacia: la condición falaz envuelve un compromiso del agente discursivo. En este punto puede ser ilustrativo un ejemplo de la ya citada Lógica viva Vaz Ferreira. Al final de examen del paralogismo de la falsa precisión, esto es, la falsa medición de valores cualitativos o morales en términos numéricos mediante una correspondencia que se presume objetiva y exacta, Vaz recuerda los usos inevitables o convencionales de falsa precisión por parte de las aseguradoras o de los jueces cuando tienen que evaluar unos daños o lesiones para el efecto de fijar una indemnización y establecen ciertas cantidades de dinero de acuerdo con una tarifa. En tales casos no hay comisión de una precisión falaz porque se adopta como convención, pues siendo justa y obligada una indemnización se ha de arbitrar algún criterio al respecto, aunque nadie crea que las cantidades representan una medida cabal y exacta de los daños a reparar. Sería una creencia o compromiso de este tipo el que determinaría la responsabilidad de cometer el paralogismo de falsa precisión. Y, en fin, las falacias no son meros errores o fallos esporádicos, cognitivos o inferenciales, sino que más bien constituyen vicios discursivos comunes y relativamente sistemáticos que, aparte de obstaculizar el logro de los propósitos específicos de la conversación o de la discusión en que aparecen, pueden ser perniciosos en otros planos más generales al amenazar o bloquear
(i) en el plano discursivo: el entendimiento mutuo, de modo que pueden tener incidencia negativa en el curso de la conversación por su incumplimiento de ciertos supuestos pragmáticos de cooperación;
(ii) en los planos discursivo y cognitivo: la confianza mutua, con incidencia negativa sobre el propósito de la interacción (e.g. el debate de una cuestión, una investigación conjunta, la resolución de un asunto práctico de interés o de dominio público, etc.);
(iii) en el plano argumentativo: la confrontación misma de las proposiciones y propuestas sugeridas o sostenidas por los agentes involucrados.
Así pues, la gravedad de las falacias es cuestión de grados y el daño puede ir desde el más leve y reparable hasta el que determina su descarte total como argumento.
De acuerdo con esta caracterización, las falacias propiamente dichas suelen distinguirse de los ilícitos D —que también son acciones o actuaciones censurables— por la trama discursiva de las falacias y por su propósito específicamente argumentativo. Aunque, según el contexto de uso, dichas maniobras o movimientos bien pueden formar parte de una argumentación falaz y resultar por derivación falaces. Cabe incluso pensar en la existencia de una tradición más naturalista o cognitivista, dada a reconocer disposiciones o modos de proceder generadores de errores y falacias, como los ídolos denunciados por Bacon, que discurre en paralelo a la tradición principal procedente de Aristóteles, más lógica y analítica, dada a reconocer formas o casos de argumentos falaces, aunque a veces sus