Con todo, también es cierto que en los años 1880 se habían encendido algunas discusiones en torno a las paradojas y falacias, como las provocadas por Lewis Carroll a través de Mind1. En ellas despuntaban unos nuevos intereses del análisis lógico, en particular una orientación práctica y un tanto informal que presta atención al discurso común, cotidiano o especializado. En este contexto aparece el tratado lógico de Sidgwick (1884) titulado precisamente Fallacies, en cuya presentación el autor sienta la declaración de principios que ha servido de cabecera para la Introducción del presente libro: “sostengo que combatir la Falacia es la razón de ser de la Lógica” (Fallacies, 1884, 18902nd, Introd., p. 3)2. Aun tratándose de una orientación marginal, extemporánea y subterránea, no deja de emerger alguna vez más adelante, por ejemplo a propósito de los paralogismos en la Lógica viva de Vaz Ferreira (1910). Pero, desde luego, esta vía informal no tiene la menor oportunidad de desarrollo frente al irresistible ascenso de la nueva lógica formalizada, así que será una opción ocluida o descartada.
1.2 La segunda fase comienza, en parte al calor de un creciente interés por el lenguaje común y el discurso informal, algo avanzada la 2ª mitad del siglo XX. Se considera fundacional la aparición de Fallacies (Hamblin, 1970)3. Hamblin fija el estereotipo del que llama “tratamiento estándar de las falacias”, marcado por la idea de que una falacia es un argumento que parece válido, pero no lo es, de modo que la construcción de una teoría de las falacias se vería abocada a dos arduas tareas: la de construir una teoría sistemática de la invalidez y la de construir una teoría explicativa de la falsa apariencia. El libro contiene además una propuesta de dialéctica formal que luego inspirará algunos de los primeros análisis característicos del estudio moderno de las falacias, como los de Woods y Walton en los 80. Otro hito de los 70 es el libro de texto Logic and Contemporary Rhetoric de Kahane (1971) que, haciéndose eco de los debates y demandas del campus universitario usamericano, convierte el estudio crítico de las falacias efectivas e informales en el núcleo del texto4. No es casual que también surja por entonces la orientación hacia el llamado “pensamiento crítico (Critical Thinking)”, hasta iniciar una pronta institucionalización escolar en la década siguiente. La demanda de competencias reflexivas y críticas para hacer frente a las tensiones ideológicas y sociales que agitaban a parte de la sociedad —e. g. desde movimientos pacifistas contra la guerra de Vietnam hasta vindicaciones de igualdad de raza o género—, así como la creciente conciencia de las tácticas y estrategias políticas o comerciales, representan una especie de amas de cría de los dos gemelos, el estudio de las falacias y el “pensamiento crítico”, al menos en algunos campus universitarios. Con todo, los manuales al uso siguen manteniendo algunos hábitos tradicionales como la actitud clasificatoria, “naturalista”, que lleva a hacer y rehacer sucesivos catálogos de falacias, o como la motivación formativa y preventiva de estas clasificaciones. Pero no faltan ciertas variaciones, por ejemplo: (a) van desapareciendo algunas viejas falacias de la tradición escolástica, demasiado deudoras de su latín formulario; (b) se tratan con mayor atención y discernimiento algunas otras, como las variantes falaces y no falaces de la petición de principio, de la argumentación ad hominem o de la carga de la prueba; (c) se incorporan al estudio nuevos casos y modalidades de discurso falaz, como los propiciados por matrices socio-institucionales de inducción de creencias, disposiciones o acciones en la llamada “esfera pública” del discurso, dentro de una gama de manipulaciones que van desde la propaganda ideológica o política hasta la propaganda comercial pasando por diversas modalidades de uso perverso de la publicidad5.
En todo caso, Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair, nuestros relatores oficiales de la aparición y los primeros desarrollos de la lógica informal como alternativa a la disciplina establecida de la lógica formal, se han referido reiteradamente a la estrecha relación entre el estudio de las falacias y el despegue de la lógica informal, en particular sus primeros pasos en pos de una teoría de la evaluación crítica de la argumentación. En efecto, no dudan en declarar: «Dada la manera como se ha desarrollado la lógica informal en estrecha asociación con el estudio de la falacia, no es sorprendente que la teoría de la falacia haya representado la teoría de la evaluación dominante en lógica informal» (Johnson & Blair 2002, p. 369)6. Al margen de su uso no técnico del término ‘teoría’, esta afirmación cobra importancia si se repara en que las tres principales misiones que se han asignado tradicionalmente a la “teoría” de la argumentación son la identificación, el análisis y la evaluación de argumentos.
Las dos últimas décadas del siglo XX mantienen y desarrollan las líneas de trabajo antes mencionadas, en especial el estudio de falacias particulares, así como la confrontación de casos y usos argumentativos concretos. Estos desarrollos han favorecido no solo la discriminación analítica, sino la proliferación y dispersión de las variedades de una incontrolable flora y una amenazadora fauna. Han auspiciado incluso especies tan pintorescas como la de unas falacias que no serían falaces 7 y por tanto dignas de figurar en El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges. Así que, en suma, revelan la ausencia y la necesidad de mayor articulación y finura conceptual, y de cierta integración teórica. De hecho, otra línea de contribuciones al tema de las falacias, aunque menos sustantivas y más problemáticas que los análisis críticos, es la avanzada por las discusiones reflexivas, o digamos “meta-teóricas”, en torno a la caracterización, la viabilidad o, incluso, la conveniencia de la teorización en este terreno. Recordemos que, en la línea del “tratamiento estándar” del argumento falaz como argumento que no es válido, pero aparenta serlo, una teoría cabal de la falacia exigiría tanto una teoría de la invalidez, como una teoría de la falsa apariencia. Suele obviarse esta segunda arguyendo que es una tarea psicológica antes que lógica. Y por lo que concierne a la primera, su viabilidad se ha cuestionado en razón de una asimetría entre validez e invalidez: para establecer la validez de un argumento contamos con teorías sistemáticas y procedimientos de convalidación como los proporcionados por la lógica formal; para la invalidez, en cambio, no hay ni podría haber unos sistemas o unos métodos parecidos (Massey 1981). No es una crítica definitiva ni devastadora8, pero sí resulta sintomática de las dificultades de una teoría general en este campo, al igual que otros debates en curso a partir de los 80-90 como los provocados, de un lado, por las propuestas de reducción de las falacias a una forma básica o paradigmática de argumentación falaz, o como los suscitados, del lado opuesto, por la confrontación e integración de las diversas perspectivas tradicionales: la lógica, la dialéctica, la retórica, a las que cabe añadir la socio-institucional. Más recientemente, se ha discutido incluso la conveniencia de hacer prospecciones teóricas y filosóficas generales en este campo, dada su asociación con las cuestiones normativas y autorreferenciales de la racionalidad9. Basten por ahora estas indicaciones para formarse una idea de la situación. Luego, en la Parte III, veremos con calma las alternativas actuales y podremos intervenir en las discusiones al respecto.
Tras este breve repaso a la historia reciente de las falacias, hemos de reconocer que a pesar del renacimiento del interés por ellas y de las discusiones en torno suyo, más aún: a pesar de su papel decisivo en los primeros momentos de la nueva disciplina de la lógica informal, hoy las falacias no parecen ser un tema obligado en el estudio de la argumentación. Peor aún: hay quienes, ante la trivialidad de los catálogos escolares y la falta de entidad teórica de las instrucciones al uso, se preguntan qué sentido puede tener seguir ocupándose del asunto. Por lo demás, ¿acaso no es más importante aprender a argumentar bien que perder el tiempo con las innumerables formas de hacerlo mal? Esta consideración puede alentar una mala idea, a saber: la de prescindir del estudio de las falacias para concentrarse en los usos buenos y benéficos, racionales, del discurso. Es una mala idea, amén de impertinente, al no reparar en el carácter complementario del estudio de la mala argumentación con respecto a la buena, según había advertido Stuart Mill. En todo caso, no es en absoluto una buena idea, como tampoco lo sería retirar del campo de la medicina el estudio de