2. LA MOTIVACIÓN Y SIGNIFICACIÓN DEL ESTUDIO DE LAS FALACIAS
En términos algo sumarios podemos reducir a tres los tipos principales de motivos y razones: uno arraiga en la tradición, los otros dos responden a cuestiones más actuales.
2.1. Tradicionalmente se han atribuido al análisis de las falacias unas virtualidades tanto formativas, como preventivas. Hay quienes, hoy en día, añaden alguna lúdica: el juego con los hilos y las tramas del discurso de la provocación y de la réplica10. El motivo más socorrido, desde su fundación aristotélica, ha sido su contribución al dominio de las artes de la argumentación. En las falacias se incurre, cabe suponer, por inexperiencia o por incompetencia; así que su estudio contribuirá a adquirir la capacitación y las habilidades relacionadas con la lucidez y el discernimiento en los usos comunes y especializados del discurso argumentativo. ¿Y de tal formación y dominio no debemos esperar además una prevención o una inmunización específicas? He aquí una ilusión que todavía perdura. Pero me temo que a estas alturas de los tiempos hemos de dudar del éxito de cualquier método o cualquier fórmula preventiva, más allá de ciertos dominios restringidos: en general, como ya adelantaba bajo la forma de avisos para navegantes (cap. 1, § 4), no podemos aspirar a mucho más que a adquirir una sensibilidad más fina o cierto olfato con el aprendizaje y la experiencia reflexiva, y a adoptar actitudes de cautela y resistencia. Como ya observara Vaz Ferreira en carne propia, en algún desliz de su propio discurso11, la competencia técnica no nos pone a salvo de incurrir en paralogismos. Al igual que la competencia teórica tampoco nos libra de la tentación de vencer al oponente por medios ilegítimos si fuera el caso —según confesaba la Medea de Ovidio: «video meliora proboque, deteriora sequor [veo lo mejor y lo apruebo, sigo lo peor]» (Metam. 7, 20.21)—. Por otra parte, una moderna línea de investigación en neurociencia parece desmentir la confianza intuitiva en nuestro control de acciones a través de deliberaciones y decisiones precedentes, de modo que su incidencia tendría lugar más bien de modo indirecto, mediante la conformación de marcos de conducta que generen los estados que en realidad lo causan inconscientemente12. Más aún, puede que la pretensión de una prevención o inmunización cabal contra las falacias resulte no solo ilusoria, sino inconveniente. Y, en efecto, lo es en la medida en que nuestro aprendizaje en el terreno de argumentación, como en otros campos del conocimiento, constituye un proceso indefinidamente auto- e inter-correctivo a partir del reconocimiento y la gestión de los errores tanto propios como ajenos. Lo que nos hace buenos o mejores en este tipo de empresas discursivas, cognitivas y argumentativas, no es la imposibilidad de errar, una “infalibilidad” que no pasaría de ser estanca y estéril, sino la posibilidad siempre abierta de aprender de nuestros errores. Ahora bien, los errores que nos informan y nos hacen progresar en este sentido no solo son los que se prevén y rehúyen de antemano, sino más aún los cometidos y reconocidos. Desde luego, de ahí no se sigue que cometer errores sea recomendable. Pero cuando menos, si son inevitables, bueno es saber que en todo caso podremos sacarles algún provecho. Tampoco estará de más conocer los “secretos” de su eficacia para ponerlos al servicio de la buena argumentación y hacerla más atractiva y eficaz.
Pero, en esta línea tradicional, el estudio de las falacias también puede justificarse positivamente sobre la base de que hay buenas razones para conocerlas y evitarlas. Si tenemos buenas razones para hacer algo, las tenemos para poner en práctica los medios necesarios para tal fin. Tenemos buenas razones para evitar las creencias falsas y las decisiones equivocadas, así como para contar con creencias verdaderas y decisiones acertadas, en la medida en que nuestra supervivencia y nuestro bienestar dependen de ellas. Razonar bien es uno de los medios indicados para tales propósitos —no es una garantía de acierto, pero sí es un procedimiento fiable y el que nos permite aprender de nuestros desaciertos—. Así pues, tenemos buenas razones para razonar bien y, por lo tanto, buenos motivos para conocer las formas paradigmáticas de hacerlo mal y evitarlas.
2.2. Hoy, además de los tradicionales, tenemos otros motivos para estudiar las falacias. Son motivos de diverso orden. Unos, más filosóficos, tienen que ver con la pérdida y la restauración de la confianza en la comunicación discursiva, con la sutura del tejido de la conversación que las falacias parecen romper o con la recuperación de la interacción razonable y responsable que parecen amenazar. Estas consideraciones no solo tienen relieve desde el punto de vista de la calidad del discurso, tanto privado como público, sino que pueden alcanzar a la calidad de vida intelectual si nos remitimos a algunas indicaciones platónicas sobre el papel del debate socrático en el desarrollo del discurso interior y en el mejoramiento del propio yo. Otros motivos, de distinto orden, residen en su significación teórica, puesto que a través del espejo de las falacias se reflejan y dejan ver varias de las cuestiones abiertas o pendientes en la teoría actual de la argumentación. Como serán motivos de ambos tipos los que alimentarán en buena medida las discusiones planteadas en la parte III de este libro, se irán precisando y desarrollando allí, en el contexto de esos problemas y al hilo de esos debates —e. g. sobre la relación entre marcos de discurso y acciones e interacciones argumentativas, o en torno a la integración de las actuales perspectivas teóricas del campo de la argumentación, o acerca de cuestiones de normatividad y “racionalidad”—.
2.3. Un tercer tipo de buenos motivos para ocuparse de las falacias es el que consiste en los servicios heurísticos, analíticos y críticos que hoy está prestando su investigación y confrontación con otras nociones vecinas o asociadas en las fronteras de la argumentación a otros estudios como los psicológicos y los cognitivos, o los dedicados al análisis crítico de diversos géneros de discurso, desde el publicitario hasta el político. Esta es, quizás, la proyección más cultivada y fructífera del estudio de las falacias fuera del recinto escolar de la lógica informal, pero sus propios éxitos ya nos empiezan a exigir un esfuerzo de diversificación y de precisión conceptual. Unas primicias en tal sentido han sido las ofrecidas en el apartado 3 del cap. 2, a propósito de algunas nociones vecinas o afines en este terreno cognitivo y discursivo, como las de ilusión inferencial, sesgo heurístico, planteamiento paradójico, maniobra o movimiento ilícito y argumentación falaz. Pero en la actualidad van medrando otras especies tóxicas que ponen en peligro la salud, siempre delicada, del discurso público. Me refiero, en particular, a la proliferación de bulos, a las estrategias y campañas de desinformación y, en fin, a la cobertura ideológica de la posverdad.
Por bulo cabe entender un contenido de apariencia informativa, pero intencionadamente falso, concebido con visos de verdad para engañar al público (cliente o ciudadano) y difundido por cualquier plataforma o medio de comunicación social 13. Desde luego, tanto esta como otras especies afines de distorsión y perversión de la comunicación, algunas tan populares como las fake news, cuentan con una amplia y arraigada práctica en la historia de las comunidades conocidas. Con todo, su desarrollo actual ha traído consigo algunas novedades bajo el sol, en especial las derivadas de la intervención de la inteligencia artificial y de los agentes artificiales (e. g. bots) en acciones y procesos de información y comunicación 14. La desinformación, a su vez, se distingue de la información meramente falsa o errónea y consiste en una falsa información que pretende pasar por auténtica15, responde a motivos o intereses ideológicos, políticos o socioeconómicos y envuelve alguna suerte de manipulación discursiva del público “informado”. Esta manipulación es una compleja operación falaz. No solo se propone unos objetivos como los siguientes: (i) actuar sobre el receptor de modo que éste no sea consciente de tal proceder, de sus propósitos y sus efectos; (ii) inducirlo a confusión o engaño con respecto al objeto de la manipulación; (iii) utilizarlo al servicio de los intereses del emisor o de la fuente del discurso. Además, a diferencia de las falacias y mentiras convencionales, no corre por lo regular a cargo de agentes individuales ni descansa en relaciones interpersonales, sino que suele ser obra de agentes y entidades sociales y moverse en espacios del discurso público. El tercer personaje de los nuevos tiempos es la blanda y acogedora cobertura que proporciona la posverdad. En principio y en línea con el DEL, es posverdad la distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y opiniones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Pero esta noción no tiene en cuenta dos rasgos distintivos del marco de la posverdad: uno es no solo el desvío sino la indiferencia hacia la verdad