Recordemos que, a juicio de Parménides o a tenor de lo que la diosa declara, sólo cabe concebir dos caminos de investigación acerca del ser: (i) que es y no es posible que no sea, i.e. la vía de la verdad bien redonda, y (ii) que no es y es necesario que no sea, i. e. la vía de lo absolutamente incognoscible e inescrutable (28 B 2, 3-5). Por consiguiente, no queda sino un único camino pensable o practicable, que es y no es posible que no sea (28 B 8 1-2).
Pero, ni que decir tiene que, entre los dos extremos contrapuestos, caben efectivamente otros casos no considerados, como el de que no es necesario que algo sea y el de que no es necesario que algo no sea; casos que abren, en suma, la vía de la contingencia frente a las dos vías anteriores de la necesidad de ser y la necesidad de no ser. Así pues, lejos de ser contradictorios los extremos iniciales de lo que es y lo que no es, se limitan a resultar —dentro de su imprecisión— contrarios y, en definitiva, no llegan a determinar esa suerte de silogismo disyuntivo que el Poema pretende: no establecen la disyunción excluyente sobre la que Parménides quiere sentar, dada la imposibilidad absoluta del no ser, la imperiosa necesidad del ser7.
Ahora bien, la distinción entre sofismas y paralogismos tampoco ha de tomarse como una demarcación neta y tajante en todos los casos —salvo que la hagamos recaer en ese mismo vicio de la “falsa oposición”—. Hay argumentos en los que no sería fácil dictaminar si hay dolo, es decir sofisma, o simple culpa, es decir paralogismo, y aún son más frecuentes las situaciones en las que casos de uno y otro tipo se entretejen en la trama de un proceso discursivo falaz. Veamos alguna muestra de estas complicaciones.
Consideremos la argumentación siguiente, esgrimida con la pretensión de establecer precisamente la necesidad de argumentar:
«Que argumentar es una capacidad inherente al ser humano es algo sobre lo que no hay duda alguna. Es más, si alguien no estuviese totalmente convencido de ello, no tendría más remedio que ofrecer razones para, así, poner en claro que su opinión está bien fundamentada, y tratar, por tanto, de convencer al resto de la validez de su posición; se vería, por tanto, inevitablemente condenado a argumentar para justificar y fundamentar su posición. El ser humano asienta su vida, pues, en su capacidad argumentativa»8.
El argumento cuenta, en principio, con la ventaja de partir de una creencia común o, por lo menos, ampliamente difundida en el sentido de lo que Aristóteles llamaba éndoxon, i. e. algo que estima plausible todo el mundo o la mayoría de gente o los entendidos, a saber: la creencia en que argumentar es propio del ser humano9. Siendo así, la carga de la prueba podría recaer sobre el que ponga en cuestión este sentir común. Ahora bien, la tesis de que argumentar es una capacidad inherente y, más aún, inevitable porque solo puede cuestionarse argumentando, no deja de envolver una petición de principio. De entrada, cabe argüir que no consiste tanto en una capacidad inherente como en una habilidad tal vez distintiva, pero en todo caso adquirida, como el lenguaje, por ejemplo, y seguramente ligada a determinadas prácticas lingüísticas —recordemos los célebres casos de niños “salvajes” crecidos sin contacto ni comunicación humana, que luego se ven seriamente limitados, cuando no imposibilitados, en el ejercicio de sus “capacidades lingüísticas”—. En segundo lugar, tampoco es cierto que, si alguien cuestiona la necesidad de argumentar, se ve “invariablemente condenado” a hacerlo, a argumentar, para justificar su posición: por un lado, puede adoptar esa posición escéptica sin justificarla; por otro lado, la necesidad o el compromiso de argumentar solo se vuelven imperiosos una vez que está decidido el jugar a este juego; salvo circularidad, no son autofundantes ni autocomprensivos10. En cualquier caso, para terminar, la aserción final acerca del asentamiento de la vida del ser humano en su capacidad argumentativa resulta a todas luces una extrapolación tan infundada como desmedida, a pesar del marcador ilativo “pues” que trata de presentarla como recapitulación y consecuencia. Conforme a este análisis, la parte primera, destinada a establecer de modo concluyente la necesidad de argumentar, representa un paralogismo. Es un tipo de confusión no infrecuente en filosofía, propiciada por el uso y abuso de los que se han venido a llamar argumentos performativos, es decir: argumentos cuya conclusión no cabe negar sin caer en una contradicción, ni cabe establecer deductivamente sin caer en una petición de principio; son argumentos típicamente llamados a sentar tesis trascendentales. En cambio, la segunda parte, que se cierra con una especie de conclusión infundada pese a su aparente cogencia consecutiva y recapitulativa, podría considerarse engañosa o especiosa y, en esa medida, representaría un sofisma.
Algo más complicados y no menos ilustrativos pueden ser otros casos en los que sofismas y paralogismos se anudan y combinan como ingredientes interactivos dentro de un mismo proceso discursivo, por ejemplo, en el curso de una discusión. Valga como muestra el caso imaginario siguiente, que ya he utilizado en otras ocasiones11.
Manuel y Emi, marido y mujer, llevan discutiendo desde hace unos días el tipo de Centro al que van a enviar a su hijo para cursar la enseñanza secundaria. Manuel, que prefiere un colegio privado y confesional, ha puesto de relieve el peso de razones como la existencia de buenas instalaciones (laboratorios, aulas de informática, zonas deportivas, etc.), el seguimiento personal de cada alumno, la información puntual a los padres sobre cualquier contingencia, la seguridad, el trato con otros muchachos de buena familia. Emi, por su parte, prefiere una enseñanza pública y, dentro de lo que cabe, laica, impartida por profesores especializados que han superado pruebas de acreditación oficial de sus conocimientos, en un ambiente que al parecer fomenta la asunción personal de responsabilidades por parte de los estudiantes. La discusión ha llegado a un punto muerto en el que las diferencias sobre las prioridades en la formación del hijo y sobre el peso relativo de las razones enfrentadas se manifiestan difícilmente salvables.
«- ¿Y si preguntáramos al niño? -sugiere Emi.
– Te contestará lo de siempre, que él irá donde vayan sus amigos; no nos sirve -descarta Manuel para adoptar luego un aire de abatimiento y cansancio-. Insisto en que debemos llevarlo al colegio San Tal. Bueno, ya sé que no te convencen el ideario y algunas otras cosas. Pero, como ya te he dicho, me parecen cuestiones menores. Venga, Emi, apiádate de mí. Me gustaría que resolviéramos este asunto ya. El tiempo apremia y yo, por lo menos, no puedo seguir dando vueltas a un problema que no me deja ni dormir: te confieso que me tiene bastante inquieto y apurado, la verdad.
– Pero, Manuel -opone débilmente Emi-, no te pongas así. A mí también me preocupa, ¿sabes? Es una cuestión importante que no conviene decidir a la ligera, sin discusión, por las buenas.
– Ni por agotamiento, Emi. Si llevamos días discutiendo ... Yo, por lo menos, me siento abrumado y agotado, me tienes vencido.
– Pero preferiría convencerte -Emi mira a su marido, cabizbajo y hundido en el fondo del sofá, y se entrega a un sentimiento de lástima; le pasa la mano por los cuatro pelos lacios de la cabeza-. Venga, Manuel, anímate. En fin, quizás durante un curso podríamos probar con tu santo colegio ...
– ¡Claro que sí, Emi! -Manuel vuelve a la vida-. Tienes toda la razón: a fin de cuentas, un curso no es más que un curso. ¿Vale, entonces? ¿Sí? Pues, no se hable más, mañana inscribo al niño en el colegio».
Esta escena se presta, desde luego, a más de una interpretación. Pero como se trata de un ejemplo, la interpretación que voy a destacar es la siguiente. Manuel ha desistido de convencer a Emi con razones, pero no renuncia a la consecución de su objetivo y ensaya otra estrategia: la de dejar que a ella misma la venzan sus emociones. Para esto tiene que propiciar el estado de ánimo oportuno y un medio eficaz de lograr esa finalidad instrumental será cargar la suerte sobre el aspecto