En relación con el caso de la argumentación fílmica, puede verse Jesús Alcolea (2009), “Visual arguments in film”, Argumentation, 23/2: 259-275.
11 La figura apareció en L’Illustration en febrero de 1909, con el rótulo: “El hombre de La Chapelle-aux-Saints: una reconstrucción exacta del hombre de las cavernas prehistórico cuyo cráneo fue hallado en el Departamento de Corrèze”. Fue reproducida en Illustrated London News el 27 de febrero de 1909, pp. 312-3, bajo el título: “Un ancestro: el hombre de hace veinte mil años”. Para más detalles, puede verse Cameron Shelley (1996).
12 Se publicó en Illustrated London News el 27 de mayo de 1911, p. 779.
13 Recuerdo que al hablar de “argumentación visual” en este caso no me he referido a una argumentación visual monomodal, solo gráfica —aunque podría haberla como puede haber argumentos únicamente lingüísticos—, sino a una argumentación visual polimodal, en la que pueden concurrir soportes y medios discursivos de diversos tipos (sin ir más lejos, visuales y lingüísticos o incluso gestuales en el ejemplo anterior de Esopo, vid. supra, nota 11).
14 Pueden verse otras muestras de esta campaña publicitaria de Reynolds, y detalles sobre su contexto, en Frans H. van Eemeren, Rob Grootendorst, Sally Jackson y Scott Jacobs (1997), “Argumentación”, recogido en T. A. van Dijk, comp. El discurso como estructura y proceso, Barcelona: Gedisa, 2008 3ª reimp., pp. 320-328. El propósito de salvar la cara o de presentar una buena imagen de la compañía ha sido especialmente destacado por E. Gamer (2000), “Comments in ‘Rhetorical Analysis within a Pragma-Dialectical Framework’”, Argumentation, 14: 307-314.
15 El anuncio es una espléndida muestra de la moderna tendencia publicitaria que trata de “vender” una buena imagen social o incluso ética de la marca, antes que, o incluso al margen de, la venta de sus productos.
16 “Sinister interests” es una expresión consagrada del estudio de las falacias políticas emprendido por The Book of Fallacies de Jeremy Bentham (1824, edic. de O. Bingham); véase infra Parte II, texto 6.
17 Recordemos la observación de John Stuart Mill (1859, 1869): «Permítaseme que haga una observación: lo que yo considero presunción de infalibilidad no consiste en sentirse seguro de una doctrina, sea cual sea, sino en la posibilidad de decidir en nombre de otros acerca de una cuestión, sin escuchar lo que pueda alegarse en contra», Sobre la libertad, Madrid: Edaf, 2004, cap. II, p. 78.
18 Procedía de una famosa alocución radiofónica del general De Gaulle: «Quoi qu’il arrive, la flamme de la résistence française ne doit pas s’éteindre et ne s’éteindra pas» (18 de junio, 1940).
19 Puede verse la presentación comprensiva de Douglas Walton, Chris Reed y Fabrizio Macagno (2008) Argumentation schemes. Cambridge. Cambridge University Press.
20 Baltasar Gracián (1647), Oráculo manual y arte de prudencia, aforismo 25. En la edición a cargo de L. Sánchez Laílla, Obras completas, Madrid: Espasa Calpe, 2001, p. 212.
Capítulo 2
Una brújula para orientarnos por el terreno
«El término ‘falacia’ no es un término preciso. Una razón es su ambigüedad. Puede referirse a: (a) un tipo de error en un argumento, o (b) un tipo de error en el razonamiento (incluyendo argumentos, definiciones, explicaciones y otras cosas por el estilo), o (c) una creencia falsa, o (d) la causa de cualquiera de los errores anteriores, incluidas las que comúnmente se conocen como “técnicas retóricas”».
Bradley Dowden, “Fallacies”,
Internet Encyclopedia of Philosophy < http://www.ip.utm.edu >-
Por desgracia, nuestros problemas de orientación con la fauna de las falacias no se limitan a los provocados por la presencia de remedos y de muestras artificiales o disecadas en su hábitat discursivo, y por el riesgo de que se confundan con ejemplares vivos o —digamos— “naturales” hasta suplantarlos en las “granjas” escolares. También tienen que ver con nuestros propios modos de discriminar y designar toda suerte de ejemplares y, en general, con la denominación misma de falacia, como ya hemos tenido ocasión de observar en el capítulo anterior y Dowden declara en el texto arriba citado. Más aún, el propio texto de Dowden sigue siendo vago o impreciso en otros sentidos, por ejemplo, en el de no recoger expresamente un aspecto y una dimensión determinantes del carácter falaz del tipo de error que aquí nos importa: no se trata solo de un fallo, un defecto o una equivocación de carácter discursivo o cognitivo; consiste además en un proceder incorrecto o ilegítimo y por lo tanto envuelve una dimensión normativa. Pues bien, con miras a procurarnos una especie de brújula conceptual para orientarnos por este terreno, podemos partir de las nociones siguientes.
1. A QUÉ LLAMAMOS ARGUMENTACIÓN FALAZ
Nuestros usos cotidianos de los términos ‘falaz’ y ‘falacia’ abundan en su significado crítico o peyorativo: insisten en la idea de que una falacia es algo en lo que se incurre o algo que se comete, sea un engaño o sea algo censurable hecho por alguien con la intención de engañar. Efectivamente, en los diccionarios acreditados del español actual, el denominador común de las acepciones de “falacia” y “falaz” es el significado de engaño y engañoso1. Son calificaciones que pueden aplicarse a muy diversas cosas: argumentos, actitudes, maniobras y otras varias suertes de actividades, tramas y enredos. Aquí vamos a atenernos a las actividades discursivas: solo éstas resultarán falaces. Ahora bien, dentro del terreno discursivo, la imputación de ‘falaz’ o de ‘falacia’ también puede aplicarse a diversos actos o productos como proposiciones (e.g. “el tópico de que los españoles son ingobernables es una falacia”), preguntas (e.g. “la cuestión capciosa «¿Ha dejado usted de robar?» es una conocida falacia”) o argumentos (e. g. “no vale oponer a quien se declara en favor del suicidio un argumento falaz del tenor de «Si defiendes el suicidio, ¿por qué no te tiras por la ventana?»”). Para colmo, no olvidemos que en el capítulo anterior hemos visto incluso representaciones o imágenes falaces.
Por otro lado, en ese vasto campo vienen a cruzarse y solaparse, amén de conchabarse, falsedades y falacias. Pero unas y otras son errores de muy distinto tipo: la falsedad tiene que ver con la falta de veracidad, en un sentido subjetivo, o con la falta de verdad, en un sentido objetivo; en el primer caso, lo que uno dice no se ajusta a lo que él efectivamente cree; en el segundo caso, lo que uno dice con referencia a algo no se ajusta a lo que esto efectivamente es. En cambio, el error del discurso falaz consiste en otra especie de