Como colofón de este estudio de casos, me permitiré una llamada a la deseable cohabitación y colaboración entre (a) las labores de catalogación gruesa, la inclusión y distribución de los argumentos en las clases tradicionales de falacias, y (b) las labores de detección sensible y fina, cuando no nos encontramos ya con falacias declaradas sino con argumentaciones sospechosas y con usos falaces de diversos tipos de discurso efectiva o pretendidamente argumentativo. Y la llamada no se debe a ninguna especie de prudencia ecléctica, sino a la necesidad de atender tanto los casos relativamente fáciles de los argumentos falaces de toda la vida, como casos más complejos e intrincados de argumentaciones que piden habilidades críticas más finas, más sensibles o más comprensivas.
AVISOS DE AUTOAYUDA
Ya hemos visto que a veces bajan claras, pero a veces se oscurecen y empantanan las aguas del discurso, y en ocasiones pueden arrastrarnos sin que nos demos cuenta. Así que, llegados al final de esta presentación de las falacias, me atreveré a aventurar los que me gustaría que fueran unos avisos para navegantes. Pero al ser unos avisos más bienintencionados que precisos, tal vez no dejen de pertenecer a la blanda categoría de avisos de autoayuda. Espero que resulten útiles, sin embargo. Como el número diez tiene su encanto y el número tres conserva su magia desde antiguo, serán diez los avisos y podrían distribuirse en tres grupos: en el primero apuntaré unas directrices generales (I-III); en el segundo, unas directrices algo más específicas (IV-VII); y en el tercero, aludiré a ciertos recursos defensivos o críticos frente a las falacias (VIII-X).
I. En el curso de una alegación o una discusión podemos emplear diversas estrategias discursivas: unas para vencer o convencer, otras para no vernos engañados o vencidos. El afán de victoria y el propósito de convencer atraen más a los polemistas. Pero está claro que, al menos en las confrontaciones a medio y largo plazo, las estrategias segundas, las de autodefensa, suelen ser más eficaces que las estrategias primeras, las agresivas, aunque con ningún recurso, ni en la defensa ni en el ataque, tenemos asegurado el éxito. En todo caso, bueno será recordar el sabio y precavido propósito con el que se presentan los Tópicos aristotélicos: «La finalidad de este estudio es hallar un método con el que podamos construir argumentos correctos [silogismos] sobre cualquier cuestión que se proponga a partir de premisas plausibles y gracias al cual, si nosotros mismos sostenemos algo, no digamos nada que sea inconsistente» [100ª18-20].
Antes que vencer, procuremos no vernos confundidos y vencidos.
II. En las discusiones o confrontaciones, además de servirnos de estrategias, hemos de atenernos a ciertas reglas del discurso y a ciertas normas éticas de comportamiento. Tanto unas como otras velan por el entendimiento y el buen curso de la conversación, por el debate racional y por el juego limpio.
Además de saber jugar, juguemos limpio.
III. Siguiendo la línea de la directriz anterior, conviene reparar en que tanto a los efectos de vencer y convencer, como a los efectos de no dejarse engañar y darse por vencido, el fin no justifica los medios. Menos aún cuando se trata de medios a desterrar en virtud de una finalidad propia del juego argumentativo: el reconocimiento o el restablecimiento de los poderes de justificación y convicción de la razón. Lo cual implica practicar por norma la buena argumentación frente a los ardides o las trampas del discurso.
No vale cualquier gato con tal de cazar ratones.
IV. Combatir las falacias es luchar no solo por la propia lucidez sino por la calidad del discurso público; es —digamos— velar por la calidad del aire que todos, en nuestra condición de agentes cognitivos y discursivos, respiramos.
Hagamos del discurso público un ecosistema saludable de desarrollo sostenible.
V. Como no es posible inmunizarse contra las falacias, conviene estar despiertos para detectarlas, pero también ser cautos a la hora de identificarlas. Un argumento no es falaz porque contravenga nuestros deseos o creencias, o porque sencillamente no nos guste. Pero tampoco faltan indicios, tanto técnicos como ordinarios, de que un argumento es falaz o resulta, al menos, sospechoso de serlo. Los indicadores técnicos son los que se esperan de la teoría de la argumentación falaz o, en su defecto, de las clasificaciones y los catálogos de falacias al uso. Otro indicio disponible y al alcance de todos, es que el argumento nos haga arrugar la nariz o nos deje estupefactos, “choque” contra el sentido común. De ahí no se sigue que el sentido común sea la instancia decisiva o constituya una guía segura: el sentido común puede llevar a veces a errores de apreciación. Pero la falta de sentido común induce a error casi siempre.
Tratemos de afinar y desarrollar nuestro olfato crítico.
VI. Las falacias, los malos argumentos que nos engañan o han sido construidos para engañar, suelen envolver errores lógicos o metodológicos, o violaciones de las reglas del juego de dar y pedir cuentas y razones. Pero, por lo regular, también suponen alguna concepción o actuación discutible de orden práctico en el plano ético, social o político, así como ciertos sesgos del discurso público, al menos, en la medida en que no son movimientos o alegatos diáfanos y desinteresados. En consecuencia, la detección, el análisis y la depuración de las falacias son cuestiones que importan no solo en un plano conceptual y teórico, sino también en el plano práctico y socio-institucional.
No solo nos engañan las argucias, sino los prejuicios erróneos y los “intereses siniestros”16.
VII. La liberación de las falacias no debe aspirar al éxito definitivo o a la victoria final. Éstos son, de suyo, objetivos inalcanzables, dado que siempre estamos expuestos a caer de modo involuntario e inconsciente en paralogismos. Aparte de que alcanzarlos sería, por otro lado, indeseable en la medida en que también aprendemos a argumentar de nuestros fallos y errores cuando caemos en la cuenta y reflexionamos sobre ellos. Pero el empeño crítico es una empresa incierta a la que no le viene mal cierta “moral de ánimo” o de confianza en que, por lo regular, los buenos argumentos derrotarán a los malos, incluidos los que inducen a error o se prestan a engaños. Ahora bien, lo que el empeño crítico necesita con seguridad y en cualquier caso es una “moral de resistencia” frente a las tentaciones de cinismo, oportunismo y juego sucio; en especial dentro de marcos institucionales cuya estructura misma las favorece, sea deliberadamente o no, debido por ejemplo a las condiciones de opacidad o de asimetría que determinan la comunicación y la interacción discursiva dentro de ellos —pensemos, sin ir más lejos, en el caso de una iglesia jerárquica que define la disidencia como herejía y atribuye a su jerarca máximo la infalibilidad doctrinal cuando habla ex cathedra17—.
“Pase lo que pase, no se apague nunca la llama de la resistencia” —rezaba un lema de la resistencia interior francesa durante la ocupación alemana, 1940-194418—. Sea además una resistencia activa que reivindique respetos y derechos básicos como el de no ser desoídos o engañados.
VIII. Probemos a desnudar el argumento que suponemos falaz: hagámosle mostrar sus vergüenzas, sus defectos o sus carencias constitutivas. Es una estrategia aconsejable sobre todo cuando el argumento se presta a una reconstrucción en forma estándar. Se emplea normalmente en el caso de las falacias llamadas “formales (o lógicas)” y, más en general, en los casos que caben dentro de las casillas de las clasificaciones escolares. Pero también puede extenderse y generalizarse esta estrategia a través del recurso informal de los esquemas argumentativos, con el fin de someter el argumento a las cuestiones críticas pertinentes19.
La lógica tiene, como un buen espejo, la doble virtud de ser