La falacia de apelar a la ignorancia como prueba de una tesis suele incluir dos maniobras incorrectas: en primer lugar, se traslada al adversario el peso o la carga de establecer su negativa o su alternativa a la tesis en cuestión; en segundo lugar, se toma la ausencia de respuesta definitiva en ese sentido por parte del adversario como una demostración positiva de la tesis propia: “Yo sostengo la tesis T; pruébame tú la contraria. Ahora bien, no pareces estar en condiciones de probar no-T. Luego, al no probarse no-T, mi tesis T queda demostrada”. En los casos más relevantes, estas dos maniobras se inscriben en una estrategia argumentativa. Reparemos en cómo funciona esta estrategia en el ejemplo anterior al trasluz de la crítica de Spinoza. Comprende cinco momentos o fases: [1] Recurso al procedimiento argumentativo de endosar al adversario la tarea de establecer la tesis opuesta mediante preguntas acuciantes que pueden dar la impresión de una genuina búsqueda de causas —por qué, y por qué entonces, etc.—. Esta impresión es doblemente engañosa: por un lado, trata de obtener la ausencia de respuesta en una línea de causas naturales; por otro lado, está encubriendo la tesis que procura establecer y que supone precisamente el bloqueo o el sinsentido de la investigación de tales causas. [2] Este procedimiento falaz es obligado pues la tesis que se quiere establecer carece de otro medio más fuerte de defensa: la tesis de que todo cuanto ocurre, se produce por voluntad y por designio divinos, no cuenta con pruebas directas y positivas —sería muy difícil demostrar que uno tiene hilo telefónico directo con la divinidad—. [3] En esta tesitura, el defensor de la tesis convierte la ignorancia en conocimiento y hace de la serie posiblemente indefinida de eventos y de causas una prueba terminante de su definición causal divina; lo cual supone dar otro paso ilegítimo: tomar lo no probado en favor de la tesis opuesta —sin que esta sea una posición absurda de suyo o inviable lógicamente— como elemento decisivamente demostrativo de la tesis propia. [4] Este proceder falaz, pautado por [1]-[3], es un patrón estratégico de argumentación que no sólo se aplica al caso considerado inicialmente, sino que cubre otros muchos casos desde la admirable fábrica del cuerpo humano hasta los milagros, según apunta Spinoza. [5] La estrategia se complementa con otro género de recursos y medidas, como declarar impíos y herejes a los que persistan en la investigación de causas naturales; declaración que, de ser empleada en este contexto argumentativo, también resultaría falaz por eludir la cuestión planteada y por cancelar deliberadamente el curso ulterior de la discusión —un curso posible en previsión del futuro desarrollo de nuestros conocimientos sobre el mundo natural—.
La contextualización en términos de estrategia le permite a Spinoza denunciar, en fin, dos intenciones o propósitos que guían a los defensores oficiales de la tesis de la voluntad y del designio divinos: (i) la intención, entre implícita y explícita, de bloquear el cultivo de la orientación opuesta, el estudio y la investigación de las causas naturales; (ii) el propósito, más bien tácito, de preservar su autoridad como intérpretes de la naturaleza y de los designios divinos subyacentes y activos en ella. A nadie le costará reconocer el aire de familia que la estrategia “providencialista” de tiempos de Spinoza guarda con ciertos discursos “creacionistas” de hoy en día.
Si del campo de la discusión filosófica pasamos al terreno del discurso común, nos encontraremos con muestras de muy diverso tipo y grado de elaboración. Veamos cuatro ejemplos que nos permitan una idea comprensiva al respecto: dos de ellos tendentes a los extremos opuestos de la ingenuidad y de la sofisticación, y otros dos de nivel intermedio, si bien de distinto carácter, uno más ideológico y el otro más técnico.
El primer ejemplo podría estribar en una confusión asociada al derecho a la opinión en nuestras sociedades democráticas. Según una versión relativamente ingenua rezaría: «En una sociedad libre y democrática, todo el mundo tiene el mismo derecho a expresar y defender su opinión; pues bien, yo creo que el sol gira en torno a la tierra —o, para el caso, yo creo que la verdadera causa de la Guerra Civil española (1936-1939) fueron las insurrecciones y revoluciones izquierdistas de 1934—; luego, yo tengo el mismo derecho a mantener mi opinión que la comunidad científica de los astrónomos −o, para el caso, de los historiadores− que sostienen lo contrario». Aquí son flagrantes los equívocos que obran en los alegatos de “tener derecho” y “tener el mismo derecho” desde la primera premisa hasta la conclusión, aparte de algún otro deslizamiento. La raíz de los equívocos podría hallarse en el confuso credo que reza: “en una sociedad democrática, todo el mundo tiene derecho a pensar, decir y sostener lo que quiera” —en versión folclórica—: “todo el mundo tiene derecho a su verdad”. A juicio del agudo lector/a, ¿por qué resulta confuso este credo? ¿O le parece justo, preciso y claro? Por otro lado, el derecho no solo a expresar sino a sostener una opinión ¿no implica el deber de justificarla, máxime si se opone a otras más plausibles o presuntamente justificadas?
Como segundo ejemplo, de nivel intermedio, podría servir una muestra bastante más elaborada pero no menos palmaria de discurso falaz: un artículo de J. A. Martínez Camino, entonces Secretario general de la Conferencia Episcopal Española, publicado en el periódico ABC el 17 de junio de 2005, bajo el título “La razón del apoyo de los obispos a la manifestación”. Bastará un extracto tan elocuente como generoso:
«No es nada habitual que los obispos muestren su apoyo a una manifestación convocada por una organización civil. Sin embargo, así ha sucedido en el caso de la que discurrirá por las calles de Madrid mañana, sábado, día 18, bajo el lema de “La familia sí importa” [a iniciativa del Foro Español de la Familia]. <…> El cardenal arzobispo de Madrid, el arzobispo de Toledo y otros han anunciado que participarán ellos mismos en la marcha.
Esta conducta episcopal excepcional corresponde a una situación aún más excepcional. El desafío al que se enfrenta la sociedad española con la reforma del Código Civil que se prepara es de magnitud histórica. La Iglesia Católica nunca se ha encontrado en los dos mil años de su existencia con nada parecido. Porque ninguna legislación ha pretendido jamás ignorar que el matrimonio es la unión de un hombre y de una mujer.
Es justo que determinados grupos minoritarios quieran vivir según sus puntos de vista sin ser por ello discriminados por las leyes. Pero, ¿qué es lo que en realidad va a suceder en España con la mencionada reforma del Código Civil? ¿Es verdad que significará tan sólo la eliminación de la supuesta discriminación que sufren quienes quieren “casarse” con personas del mismo sexo, sin que esto comporte imposición ni daño alguno para las mayorías, que seguirán prefiriendo hacerlo con personas de sexo diferente?
Pues no, no es verdad. La reforma del Código Civil dejará sin reconocimiento y sin protección legal específica al matrimonio que se supone que seguirá siendo el de las mayorías. El matrimonio ya no será en nuestras leyes la unión de un hombre y una mujer, sino cualquier tipo de unión. <…> No son las uniones de personas del mismo sexo las que se equiparan al matrimonio, sino que es el matrimonio el que se desvanece para dar cabida a todo. Esta eliminación legal del matrimonio no se ha dado hasta ahora –que sepamos– en ningún país del mundo. <…> El matrimonio, en su realidad propia, queda fuera de la ley. ¿No perjudica esto a la gran mayoría de las personas y a la sociedad en su conjunto? <…>
La Iglesia reconoce la realidad humana de la unión del varón y la mujer como la base antropológica del sacramento del matrimonio. Esa unión no siempre es sacramento cristiano, pero siempre es una realidad humana sagrada. <…> Pues