La justificación de esa supremacía es la necesidad de preservar los derechos y de instituir las condiciones para la política democrática (Prieto, 2003, p. 138). Esto es, la noción de poder constituyente tiene un carácter funcional: sirve como instrumento de incorporación de los derechos y las condiciones de la democracia al orden jurídico. El reconocimiento constitucional de los derechos es un requisito de su existencia como obligaciones estatales (Prieto, 1990, p. 111). Esta fundamentación implica asumir la incompatibilidad del constitucionalismo con un concepto de soberanía popular como poder absoluto, ilimitado e inagotable, conforme al que la generación constituyente no tiene legitimidad para atar las manos de los ciudadanos en el futuro. Para Luis Prieto, la idea de un pueblo constituyente que ha consentido la Constitución es una ficción para representar un poder que solo se ejerce para reservar una cuota de poder intangible para los poderes constituidos y se agota en esa función. Por ello, su ejercicio no puede ser inagotable. Un poder constituyente abierto, que no se agota, pierde su sentido y la ficción pierde su razón de ser. En consecuencia, el autor rechaza cualquier concepción inmanente del poder constituyente conforme a la que persiste en el orden constitucional en tanto este habilite los procedimientos y condiciones para que el pueblo se auto-legisle. En la versión habermasiana de esta idea inmanente, la soberanía radica en el propio proceso complejo de formación de la voluntad común, aunque para el autor tal proceso no solo supone la institucionalización jurídica de formas de comunicación, sino que, además, ha de permanecer permeable a las corrientes de comunicación espontánea de la comunidad política6.
La idea clásica de soberanía es, pues, una idea de difícil encaje en el Estado constitucional, puesto que, por una parte, los órganos estatales no ostentan un poder originario ni absoluto, pero, por otra parte, el pueblo al que una teoría democrática debe remitir necesariamente el poder político último no es el que adopta ni directa ni ordinariamente las decisiones políticas. Lo que fundamenta la normatividad y supremacía de la Constitución vigente (podría decirse, lo que justifica en la práctica el uso de la ficción del poder constituyente) es un criterio doble: la institucionalización del proceso democrático y el valor de los derechos que integra y que sirven de límites al poder establecido (Prieto, 1997, p. 87). Sin embargo, la fundamentación democrática del propio proceso de creación de la Constitución no aparece como necesaria (Prieto, 2003, p. 144). Lo relevante no es que la Constitución sea el producto de un proceso democráticamente legítimo cuanto que defina y ordene la formación de la voluntad democrática. Aunque Prieto llega a hablar de “voluntad histórica” no dedica atención al problema de cómo es creada la Constitución o cómo debería serlo para ser más justa.
De este modo, no coincidiría con las concepciones más procedimentales de la democracia para las que el valor básico de los derechos de participación les otorga un cierto carácter supraordenado (Ruiz Miguel, 2013, p. 212). Este valor esencial de los derechos políticos demandaría, en los conocidos términos de Jeremy Waldron (2005, caps. X-XIII), la distinción entre la teoría sobre los derechos y la teoría sobre la autoridad que debe decidir sobre las cuestiones social y políticamente disputadas. Esta segunda es necesaria si se considera que la cuestión de la determinación de los derechos no puede estar sustraída a actos de decisión. Tal es el caso de las decisiones necesarias para determinar qué derechos incorporar al texto constitucional y con qué alcance, las decisiones acerca de cómo debe institucionalizarse la reforma constitucional y cuándo llevarla a cabo, y las decisiones acerca de cómo concretar los derechos incorporados en la Constitución y resolver las colisiones entre ellos (Bayón, 2004, p. 88). Y puesto que las decisiones son inevitables respecto de estos tres momentos, el constitucionalismo democrático estima que, en relación con la decisión constituyente, la legitimidad que otorga a la Constitución el pueblo como titular del poder constituyente depende de que el proceso de creación de la Constitución se desarrolle efectivamente en órganos representativos de la pluralidad política y social de la comunidad y cuente con la participación y aprobación indudable de los ciudadanos7.
IV. EL CARÁCTER EXPRESO DE LA REFORMA Y LA POSIBILIDAD DE UNA “FLEXIBILIDAD AGRAVADA”
Luis Prieto muestra su preferencia por una cierta flexibilidad de la Constitución. Considera que la irreformabilidad de la Constitución basada en la corrección material de sus disposiciones asume una especie de positivismo ideológico, al que denomina constitucionalismo ético, al sustraer el texto constitucional al debate crítico y la posibilidad de mejora (Prieto, 2013, p. 103). De este modo, se corrompería el propio sentido último del constitucionalismo -que no es otro que el sometimiento de la acción de quienes ejercen el poder a condiciones formales y materiales-, al identificar lo justo con aquello que han decidido quienes han detentado de hecho el poder de elaborar la Constitución. ¿Qué fundamenta que quienes hicieron la Constitución condicionen lo que decidan las generaciones sucesivas?
Coherentemente con su concepción positivista de la Constitución como construcción histórica contingente, asume que la flexibilidad de la reforma facilita que la ciudadanía conserve la facultad de revisar la Constitución por vía legislativa. Aparece así como un procedimiento más de expresión democrática que no debería reforzarse de un modo que haga impracticable el cambio. Esta es su posición para enfrentar la objeción democrática al constitucionalismo, que considera basada en una malinterpretación de la distinción entre supremacía y rigidez constitucionales. Defender la flexibilidad de la Constitución no supone renunciar a su supremacía: la posibilidad de cambiar democráticamente la Constitución no quiere decir que los representantes del pueblo estén autorizados para violar las disposiciones de la Constitución vigente (Prieto, 2003, p. 150-151). La crítica democrática no sirve para impugnar la supremacía constitucional sino para recomendar su mayor flexibilidad (Prieto, 2003, p. 139).
Puede pensarse que rigidez y supremacía sirven a un objetivo común: limitar la libertad política del legislador. Pero no es este la única función que puede atribuirse a la rigidez. Si se considera que la rigidez se orienta al fortalecimiento del sistema democrático debería regularse de modo que sirviera para reforzar la legitimidad de la deliberación o para garantizar que la decisión constitucional corresponde efectivamente con la decisión mayoritaria de los ciudadanos (mediante segundas votaciones, renovaciones del órgano legislativo o referéndum). Si, por el contrario, se considera que, como la de la supremacía, la función de la rigidez es limitar la acción del legislador, no habría inconveniente en que se tradujera en mecanismos tales como las mayorías cualificadas o las cláusulas de intangibilidad.
Luis Prieto vacila acerca de la función de la rigidez. En alguna ocasión afirma que no “cabe duda de que las distintas fórmulas que dificultan la reforma del texto contribuyen a fortalecer su vigor frente a los poderes constituidos” (Prieto, 2016, p. 267). Pero, en otras ocasiones, parece considerar que la regulación de la rigidez debería orientarse en el primero de los sentidos, esto es, aquel favorable a su faz más democrática, rechazando la existencia de normas inmodificables por la mayoría y asumiendo su versión más débil como mera declaración expresa y solemne de reforma (Prieto, 2003, p. 154)8. Esta segunda concepción es coherente con dos tesis del autor: en primer lugar, con su concepción de la Constitución como producto contingente de una decisión originaria, en la medida en que esa contingencia hace inadecuado que existan preceptos constitucionales que escapen a un replanteamiento en el futuro. De acuerdo con esta concepción positivista de la Constitución, el texto vigente no incorpora sin más el modelo moral ideal y crítico. En segundo lugar, es coherente con su concepción difusa y deliberativa del papel de los jueces