Esta propuesta central para hacer compatible la exigencia de legalidad y el cambio democrático se configura en el marco de un concepto positivista de constitucionalismo que, en la línea de algunas ideas de Luigi Ferrajoli, han servido de contrapunto a la versión principialista y pospositivista. Esta base positivista de su propuesta, en la que radica gran parte de su especial contribución al debate sobre el neoconstitucionalismo, se refleja en una interpretación funcional y lógica del papel que desempeña la noción de poder constituyente, pero no la emplea para extraer algunas consecuencias sociopolíticas que podrían haber permitido un uso crítico del concepto.
II. EL PODER CONSTITUYENTE COMO FICCIÓN
En la abundante literatura existente se califica indistintamente como “constituyente” tanto al acto de formación originaria e imposición de un nuevo orden constitucional, a la función de producir ese nuevo orden como al sujeto al que corresponde legítimamente el desempeño de esa función.
En el primer sentido, como afirmó Juan Carlos Bayón, la lógica de un proceso constituyente originario es la de un puro acto, coronado por el éxito, de auto-atribución de competencia para decidir (Bayón, 2004, p. 89). En este uso, el término “atribución” no significa nada, en cuanto el ejercicio de competencias supone siempre la previa existencia de normas (Carrió, 1990, pp. 254-257). La Constitución sería, así, el producto contingente de una acción originaria. Como concepto perteneciente al plano de los hechos, la versión kelseniana del poder constituyente se limita a explicar causalmente la génesis de la constitución. Pero el fundamento de la validez de esta no radica en ese hecho de instauración eficaz de un orden jurídico ni depende de la persistencia del acto volitivo constituyente (Kelsen, 1960, pp. 205-208, 223-224). Aunque Luis Prieto asume la contingencia de los preceptos constitucionales, no emplea la noción de poder constituyente en este sentido de acto que crea de hecho la Constitución vigente.
El empleo del término en su sentido de función, como poder con un objetivo o finalidad predeterminada, implica límites lógicos que lo alejan de un poder absoluto. El poder constituyente no es potencialidad indefinidamente abierta. Sus posibilidades están restringidas en cuanto poder con la función específica de crear unidad política en torno a unos valores y principios. Es esta la paradoja del poder constituyente: se presenta como soberano, con capacidad absoluta de decisión política, pero su función es la de producir un orden vinculante para los poderes constituidos.
Esta última es la idea central en el empleo del concepto por Luis Prieto. Para él, el poder constituyente es una ficción que sirve para fundamentar la supremacía constitucional. La idea de poder constituyente es una traslación de la idea de soberanía concebida como omnipotencia normativa no continuada1. La superioridad del poder constituyente sobre los poderes constituidos se justifica en la doble idea del fundamento democrático del titular del poder y de su sometimiento a límites evocado por la ficción del contrato social. Es expresión del acto fundacional de la comunidad política al tiempo que impone el respeto a límites sustanciales que son inescindibles del procedimiento constituyente (Prieto, 2003, p. 147-148). El poder constituyente está orientado a delegar potestades limitadas a los poderes estatales. Por eso, la ficción solo tiene sentido para la democracia representativa. El concepto no apela a un poder innovador y revolucionario que proyecta una profunda transformación social, sino un poder con función garantista que es la base legitimadora de los poderes representativos. El poder constituyente se atribuye al pueblo cuando este deja de ser el protagonista directo de la decisión política, pues en una democracia directa la soberanía pertenece al pueblo y carece de sentido atribuirle también la función constituyente (Prieto, 1990, p. 113).
La idea de poder constituyente supone que los poderes regulados por la Constitución no tienen su fundamento en esta en cuanto tal sino en cuanto traduce la idea de la soberanía del pueblo. Con ello, como afirma Böckenförde, se consiguen tres cosas: a) se refuerza la validez normativa de la Constitución, puesto que todos los poderes constituidos se ven sometidos a la Constitución; b) se reconoce la necesidad y la existencia de un poder legitimador supremo; y c) se restringe la capacidad de esa instancia política suprema para intervenir en cualquier momento sobre la Constitución por él legitimada” (Böckenförde, 2000, p. 170).
Como ficción referida a ese prius lógico fundante, no tiene sentido traducir la cuestión constituyente en un problema acerca del modo de articular efectivamente la voluntad popular en el texto constitucional. No se trata de determinar cómo hacer que la Constitución incorpore efectivamente los derechos y exprese la voluntad de la ciudadanía. Se trata solo de ofrecer la premisa democrático-liberal que está detrás de la idea abstracta de valor normativo y supremacía constitucionales, sin considerar el grado en que el proceso histórico de creación y evolución de la Constitución se adecúa al modelo normativo.
En ocasiones Luis Prieto habla de “acto” y de “decisión” constituyente (cómo de hecho se implanta una constitución), dotando a la idea de un sentido voluntarista. Llega a hablar de la “emoción constituyente” que se muestra con más o menos intensidad (Prieto, 2003, p. 143)2. La Constitución no es, a diferencia de las tesis del legalismo europeo, el orden interno del Estado, cuanto una decisión de la soberanía popular sobre el Estado (Prieto, 2003, p. 91). La idea del poder constituyente como fuente creadora que se sitúa fuera del Estado, en un plano político y no jurídico, supone que es una “realidad de hecho” y no un órgano institucionalizado (Prieto, 1990, pp. 112-113). Pero esa imagen realista del poder constituyente se queda en una metáfora que opera como presupuesto lógico. La asunción del carácter fáctico del momento de creación de la Constitución originaria no se refleja en el reconocimiento de la relevancia de un análisis histórico y de legitimidad que pudiera servir para determinar si tal acto o decisión ha generado de hecho un orden justo. La idea constituyente se queda en un ideal regulativo necesario para afirmar la limitación del poder político y la supremacía de los derechos.
Aunque afirma que el modo en que el constitucionalismo pueda dar satisfacción al programa garantista dependerá de los concretos contenidos normativos que tengan entrada en la Constitución (Prieto, 2003, p. 105), no es objeto de preocupación en sus escritos cómo deba ser esa decisión, cómo deba hacerse o cómo hacer que el resultado se aproxime al modelo normativo. Y ello a pesar de que considera que los límites de la argumentación jurídica derivan, en parte, de las imperfecciones, técnica y moral, del Derecho, también de la Constitución. Los resultados de la racionalidad legislativa y judicial que requiere la presencia de los principios, afirma, quedan siempre limitados debido a que junto al ejercicio de esa racionalidad “queda siempre un hueco para la decisión, para el acto de poder” (Prieto, 2003, p. 135)3. Si la corrección de las decisiones legislativas y judiciales depende también de la corrección del contenido de la Constitución, ¿no limita un mal precepto constitucional también la racionalidad de las decisiones legislativas y judiciales?4 ¿No supone, pues, el acto constituyente una decisión y un acto de poder? La posición positivista de la Constitución de Luis Prieto debería haber permitido un planteamiento más explícito de estas cuestiones. Pero para llegar a plantear esta cuestión debo antes exponer algunas ideas que plantea en su discusión sobre la necesidad de distinguir entre supremacía y rigidez constitucionales.
III. LA SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL Y EL AGOTAMIENTO DEL PODER CONSTITUYENTE
Si la justicia se separa de todo Derecho, incluida la Constitución, ¿qué es lo que dota a esta de vinculación prioritaria, siendo una norma resultado de un acto instituido más?5. Desde la posición positivista que mantiene Luis Prieto, el sometimiento del legislador a la Constitución no se fundamenta en su validez moral sino en la ficción de ser la expresión de la voluntad de los ciudadanos de que sus