El compromiso constitucional del iusfilósofo. Группа авторов. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

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Издательство: Bookwire
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isbn: 9786123251383
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de la equidad, la epiqueya5.

      La objeción de la equidad consiste en argüir que el seguimiento de las reglas, algunas veces, hace imposible resolver las controversias equitativamente, dando a cada uno lo suyo.

      Pues en aquella (ciudad) donde la ley tenga la condición de súbdito sin fuerza, veo ya la destrucción venir sobre ella, y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora de los gobernantes y los gobernantes siervos de la ley veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los dioses a las ciudades.

      fue también uno de los primeros en formular la objeción de la equidad (Platón, El Político 294a-c, 1988, p. 582-3), de este perspicuo modo:

      Que la ley jamás podría abarcar con exactitud lo mejor y más justo para todos a un tiempo y prescribir así lo más útil para todos. Porque las desemejanzas que existen entre los hombres, así como entre sus acciones, y el hecho de que jamás ningún asunto humano —podría decirse— se está quieto, impiden que un arte, cualquiera que sea, revele en ningún asunto nada que sea simple y valga en todos los casos y en todo tiempo (…) y la ley, en cambio —eso está claro—, prácticamente pretende lograr esa simplicidad, como haría un hombre fatuo e ignorante que no dejara a nadie hacer nada contra el orden por él establecido, ni a nadie preguntar, ni aun en el caso de que a alguna persona se le ocurriese algo nuevo que fuera mejor, ajeno a las disposiciones que él había tomado.

      Una objeción que Aristóteles, en un célebre pasaje de la Ética a Nicómaco (1137b, 1984, p. 83), formula arguyendo que no todas las dimensiones de las acciones humanas particulares pueden ser capturadas por reglas universales y para tratarlas debemos usar instrumentos no rígidos, y las reglas generales son rígidas, debemos usar reglas flexibles (reglas con defeaters, como veremos):

      Por eso lo equitativo es justo, y mejor que una clase de justicia; no que la justicia absoluta, pero sí que el error producido por su carácter absoluto. Esta es también la causa de que no todo se regule por la ley, porque sobre algunas cosas es imposible establecer una ley, de modo que hay necesidad de un decreto. En efecto, tratándose de lo indefinido, la regla es también indefinida, como la regla de plomo de los arquitectos lesbios, que se adapta a la forma de la piedra y no es rígida, y como los decretos que se adaptan a los casos.

      Una idea que la tradición escolástica preservaría y que llevó a Francisco Suárez a dedicar todo un volumen, el sexto, de su Tratado dedicado a las leyes, a la cuestión del lugar de la epiqueya aristotélica en la interpretación. Del siguiente modo (Suárez 1612-2012, cap. VI.1, p. 127):

      Hasta aquí hemos explicado la interpretación de la ley humana en cuanto a su sentido general por el que la ley crea obligación. Ahora vamos a hablar de los cambios que en ella acontecen en virtud de los cuales deja de obligar. En la ley se pueden concebir dos tipos de cambio: uno, de suyo, por así decir, e intrínseco porque falta alguna causa que lo mantenga en su valor o alguna consideración para que obligue. El otro modo es extrínseco, por la acción de un superior que lo introduce al hacer el cambio en la ley.

      Se trata de una advertencia muy relevante para el modelo de aplicación del derecho que surge de la modernidad ilustrada: una jurisprudencia de reglas, en donde sus aplicadores deben decidir siempre los casos conforme a las reglas. Una idea que suele ser asociada a Montesquieu para quien de este modo (1748-1964: XI.6., p. 587): ‘El poder de juzgar […] se convierte, por así decirlo, en invisible y nulo’.

      Y ahora es cuando nos enfrentamos con el problema de la aplicación de estas prescripciones generales. La concepción de las leyes como reglas generales supone que la generalización que contiene determina su aplicación. Los órganos jurisdiccionales deben decidir los casos individuales a la vista de estas generalizaciones. De hecho, la generalidad de las reglas, suele decirse, tiene dos dimensiones: referida a los destinatarios y referida al contenido de la acción (a veces, se dice, entonces que las reglas son abstractas, por ejemplo, Guastini, 1993, p. 22). Sin embargo, en realidad todas las prescripciones son generales en relación con su contenido, siempre una prescripción, incluso la prescripción más particular, puede ser cumplida por un indefinido conjunto de acciones individuales (Moreso, 2017), así lo decía una importante caracterización de la Rule of Law (Neumann, 1986, p. 212):

      La ley general se opone a cualquier tipo de orden individual. La diferencia es relativa. Es cierto que todas las órdenes de una autoridad superior a un órgano inferior de realizar cierto acto son, en relación con el cumplimiento de la orden, siempre generales y abstractas (...). Es indiscutiblemente verdad que el cumplimiento de cualquier orden deja a la persona a la que va dirigida un cierto margen de iniciativa. Desde este punto de vista, la orden individual puede ser contemplada como una orden general.

      Laporta (2007, p. 89), por ejemplo, sostiene que una norma general respecto a los destinatarios, pero no acerca del contenido podría ser aquella que ordena ‘a todos los vecinos de una localidad (norma general respecto de los destinatarios) que vayan a donar sangre a un hospital un día determinado y sólo ese día, como consecuencia de que se ha producido una catástrofe natural en la localidad’. Sin darse cuenta, al parecer, de que esta orden es genérica, abstracta, acerca del contenido. Los vecinos pueden ir a donar sangre por la mañana o por la tarde, en bicicleta o en coche o paseando, vestidos de un modo o de otro, etc. Y más aún, parece que también cumplen con la norma los vecinos que donan sangre sabiendo que están enfermos de hepatitis o están infectados con el virus de inmunodeficiencia adquirida. Por otro lado, parece que la obligación no alcanza a los residentes no censados en la población.

      Estas generalizaciones aparecen, como dice Frederick Schauer (1991, pp. 23-24) ‘atrincheradas’, opacas a la razón que las justifica. Lo que conlleva (Schauer, 1991, pp. 31-34) que habrá casos incluidos en la regla que conforme a la razón que justifica tener la regla no deberían estar incluidos: en el ejemplo de Laporta, los donantes enfermos de hepatitis, por ejemplo; y habrá casos también de infrainclusión, tal vez los que sin ser vecinos son residentes, en el anterior ejemplo. Suponiendo, como parece obvio, que el fin de la regla es conseguir sangre sana para poderla trasfundir a los heridos que la precisen. Aun así, hay razones para seguir manteniendo la opción de seguir las reglas. Podemos resumirlas en tres (presentes en Laporta, 2007; también Celano, 2016 y Moreso, 2016): a) nuestra racionalidad limitada: seguir reglas nos ahorra tiempo, recursos y nos permite eliminar nuestros sesgos a la hora de aplicarlas, b) hace la aplicación de las reglas predecible, respetando nuestra autonomía y c) asigna democráticamente el poder: el legislador crea las leyes generales y los jueces, sujetos a ellas, aplican las leyes generales a los casos individuales.

      Esta es, claramente, una cuestión normativa: ¿cómo debe ser nuestro derecho y como debe disciplinar la jurisdicción? En un extremo, tenemos lo que podemos denominar una jurisprudencia de reglas, lo que Laporta (2007, p. 83) denomina, un ‘libro público de reglas accesibles a todos’. En el otro extremo tenemos lo que Schauer (1987) denominó una jurisprudencia de razones, una concepción-derechos. Y Laporta añade: ‘La concepción del imperio de la ley que se mantiene en este libro es más bien la primera, es decir, la ‘concepción-libro de reglas’’, aunque añade: ‘se mantiene la convicción de que no es incompatible con la segunda [la jurisprudencia de razones]’.

      La primera concepción es totalmente deferente a la ‘autonomía semántica’ (Schauer, 1991, p. 53) de las reglas. La segunda concepción ignora dicha autonomía y está abierta siempre a argüir si el caso individual enjuiciado está o no abrazado por la razón que justifica tener la regla.