Esta, y no otra, es según creo la razón de la importancia de los principios en el razonamiento judicial, que forma parte del panorama de la teoría jurídica contemporánea (Dworkin, 1977; Alexy, 1986; Prieto Sanchís, 1992; Atienza-Ruiz Manero, 1996, por ejemplo) y que caracteriza el constitucionalismo. No hay razón aquí para la nostalgia, para un regreso a una especie de Villa Valeria jurídica. Una jurisprudencia de razones con reglas es lo más adecuado al derecho del Estado constitucional.
III. THE MORAL READING OF THE CONSTITUTION
Algunas veces se ha expresado la siguiente preocupación acerca de la era del constitucionalismo en el que vivimos: si las Constituciones tienen fuerza normativo para todos los órganos del Estado y están redactadas de modo que incorporan nociones valorativas y consideraciones morales, de manera que para ser interpretadas deben ser leídas de acuerdo con la moralidad que presuponen; entonces por un lado, el derecho tenderá a confundirse con la moralidad y será más difícil la crítica moral externa al derecho, al fin y al cabo una criatura contingente creada por los seres humanos y, por otra parte, el poder de los jueces devendrá de este modo insoportable9.
De un modo u otro esta crítica está presente en muchos de los análisis en la literatura constitucionalista, o bien escépticos o bien menos entusiastas con la lectura moral de la constitución, con el razonamiento a partir de principios y con la ponderación (por ejemplo, en Prieto Sanchís, 1999; Bayón, 2002; Comanducci, 2002; Raz, 2004; Shapiro, 2009; Marmor, 2011; Ferrajoli, 2012). Un análisis pormenorizado de estas cuestiones requeriría mucho más espacio. Por otra parte, tanto Luis como yo nos hemos referido a las dos objeciones en muchos lugares, que podemos denominar la objeción del moralismo y la objeción del activismo judicial. Por ello, tal vez baste ahora con dos cautelas que, de ser aceptadas, disminuyen la fuerza de la objeción del moralismo.
La primera cautela trata de responder a la objeción del moralismo: la lectura moral de la Constitución, se dice, tiene como consecuencia el constitucionalismo ético, la confusión entre validez y justicia. La tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral termina siendo la tesis de la justicia de nuestros concretos arreglos institucionales, de nuestras constituciones reales. Si esto fuese verdad, habría razones para sospechar de este constitucionalismo. Pero ni siquiera Ronald Dworkin, al que se atribuye esta posición, sostiene algo semejante. Dworkin sostiene que el derecho es diferente de la moralidad y que la integridad jurídica previene a menudo al jurista de hallar en el derecho lo que él desearía que éste contuviera y añade (Dworkin, 1996, p. 36):
Yo no leo la Constitución como si contuviera todos los principios importantes del liberalismo político. En otros escritos, por ejemplo, he defendido una teoría de la justicia económica que requeriría una redistribución substancial de la riqueza en las sociedades políticas opulentas. Algunas constituciones nacionales intentan establecer un grado de igualdad económica como un derecho constitucional, y algunos juristas americanos han argüido que nuestra Constitución puede ser comprendida como estableciéndolo. Pero yo no pienso de este modo, por el contrario, he insistido en que la integridad detendría cualquier intento de argumentar desde las cláusulas morales abstractas de la declaración de derechos, o desde cualquier otra parte de la constitución, hasta tal resultado. (notas al pie omitidas)
Y cualquier jurista competente diría que un extranjero que no ha adquirido la nacionalidad española no tiene derecho a votar en las elecciones generales (con arreglo a los artículos 13 y 23 del texto de la Constitución española), a pesar de que lleve más de un lustro viviendo y trabajando entre nosotros y, es más, a pesar de que sí tiene este derecho una persona, español por ius sanguinis, que nunca ha pisado el territorio de España. Una regulación que muchos de nosotros tildaríamos de injusta, aunque constitucionalmente válida10.
La segunda cautela guarda relación con la dimensión institucional del derecho a la que me refería, precisamente, en la nota anterior. Es esta dimensión institucional precisamente la que hace posible que las decisiones jurídicas finales, que tienen fuerza de cosa juzgada, que ya no pueden ser revisadas, no estén ya sujetas a lo que Dworkin denominó la lectura moral. Pueden ser decisiones equivocadas jurídicamente, pero son jurídicamente vinculantes. En este sentido, como quería Hart (1961), la práctica jurídica está anclada en nuestras prácticas sociales con independencia de la moralidad. Soy consciente de que mucho más debería decir sobre esta conjetura para hacerla plausible (algo dije en Moreso, 2010 y 2019). Pero deberá quedar para otra ocasión porque no es cuestión de enredarse en este texto en las intrincadas cuestiones de metafísica social que esta cuestión conlleva.
IV. A MODO DE CONCLUSIÓN: EL MERCADER DE VENECIA
Quiero concluir con una sugerencia sobre la que he pensado muchas veces pero que nunca me había animado a escribir. Habrá de quedar como una mera sugerencia a ser desarrollada en el futuro. Se trata de que la idea del derecho como un libro de reglas, interpretado y aplicado con extremo formalismo, se presta a menudo a la arbitrariedad. Parece un oxímoron, pero dado que cualquier ordenamiento jurídico alberga tantas reglas, siempre es posible seleccionar aquellas que convienen al aplicador e ignorar las que, en determinado caso, no convienen. Los que hemos vivido en dictaduras (yo, por fortuna, por poco tiempo, era un recién adolescente cuando murió Franco) que predicaban el dura lex, sed lex, sabemos cómo se maneja esta combinación de máximo formalismo y máxima arbitrariedad.
En esta situación de arresto domiciliario que ha producido la pandemia del coronavirus y, dicho sea de paso, en la cual las autoridades hacen bien en seguir los consejos de los expertos y los ciudadanos haremos bien en obedecer a las autoridades y activar nuestros deberes cívicos, un día de estos vi en la televisión una versión cinematográfica (dirigida por Michael Radford en 2004) de la gran obra de William Shakespeare The Merchant of Venice. Me pareció una versión muy lograda (a lo que ayudan los actores, Shylock es interpretado por Al Pacino, Antonio por Jeremy Irons, Bassanio por Joseph Fiennes y Portia por Lynn Collins). Pero me hizo reflexionar sobre lo que ahora digo: la pretensión de Shylock de conseguir el pago de una libra de carne, pegada al corazón, de Antonio, a lo que este se había comprometido en caso de no devolver un préstamo, una pretensión apoyada en una interpretación literal, y mendaz, del derecho veneciano aplicable, es eficazmente contrarrestada, por Portia —disfrazada de joven y erudito letrado— interpretando con el mismo tenor literal y rigor formalista otras disposiciones del derecho veneciano, que dejan a Shylock en la ruina económica. Cuando Shylock está a punto de cobrarse la deuda y asesinar al pobre Antonio, Portia razona de esta forma tan literal (Shakespeare 1596-1598: Act IV. Scene I):
Tarry a little, there is something else.
This bond doth give thee here no jot of blood.
The words expressly are ‘a pound of flesh’:
Take then thy bond, take thou thy pound of flesh,
But in the cutting it, if thou dost shed
One drop of Christian blood, thy lands and goods
Are, by the laws of Venice, confiscate
Unto the state of Venice.
Es