Luego, la definición de reforma constitucional, indirectamente formulada por Schmitt, es la siguiente: constituye genuina reforma constitucional todo cambio en el texto constitucional siempre que «queden garantizadas la identidad y la continuidad de la Constitución considerada como un todo». Una sedicente reforma constitucional que no presente esta propiedad sería, por definición, ya no una mera o genuina reforma, sino fuente de «una nueva constitución», quedando la anterior anulada o “destruida” (Schmitt 1928, 119).
Esta perspectiva —una concepción sustancialista de la reforma constitucional que presupone, a su vez, una concepción igualmente sustancialista de la constitución— parece ser la fuente de inspiración de todos aquellos juristas y jueces constitucionales que incansablemente se preguntan sobre la identidad de la constitución.
Se supone, entonces, que el poder de reforma constitucional está “implícitamente limitado por naturaleza” (Roznai, 2017, 156): limitado desde un punto de vista sustantivo, por supuesto1. Se asume que la reforma constitucional no puede llegar tan lejos como para alterar la identidad de la constitución, lo que equivaldría a sustituir la constitución vigente por una nueva constitución.
Pues bien, me parece que el concepto de identidad constitucional es utilizado para construir dos normas constitucionales (o, tal vez, meta-constitucionales) no expresadas, que se entienden implícitas en la constitución. La primera norma prohibiría toda reforma que, incluso si fuera producida cumpliendo con todos los procedimientos, pretendiese alterar la identidad de la constitución. La segunda norma, en cambio, autorizaría a los jueces constitucionales a declarar la inconstitucionalidad de tales reformas. Subrayo, se trata de dos normas distintas: la una circunscribe o limita el poder de reforma constitucional; la otra atribuye una competencia a los jueces constitucionales. Esta segunda norma, por cierto, no está implicada por la primera: la prohibición de efectuar determinadas reformas podría perfectamente no estar respaldada por ninguna garantía jurisdiccional.
Se trata, pues, de aquella (mala) jurisprudencia de conceptos que pretende inferir normas (no expresadas), no ya de los textos normativos, sino precisamente de los conceptos elaborados en sede dogmática2. En suma, es uno de esos casos en donde la doctrina no se contenta con hacer ciencia jurídica: prefiere hacer política del derecho, sin mostrarla como tal. Ello, en contraste con la recomendación de Kelsen, según la cual “la ciencia jurídica no puede ni debe —ni directa ni indirectamente— crear derecho; debe limitarse a conocer el derecho creado por los legisladores [en sentido material], por los órganos de la administración y por los jueces. Esta renuncia, innegablemente dolorosa para el jurista (...), es un postulado esencial del positivismo jurídico que, oponiéndose conscientemente a toda doctrina del derecho natural, sea explícita o no confesada, rechaza decididamente el dogma de que la doctrina sea una fuente del derecho” (Kelsen, 1928, vii)3.
No obstante, el problema de la identidad de la constitución4 puede ser tratado como un problema estrictamente teórico, es decir, puramente conceptual. En este sentido, el primer paso es reconocer que la identidad de la constitución puede ser reconstruida en no menos de cuatro modos diversos5.
II. IDENTIDAD TEXTUAL
En primer lugar, podría decirse que toda constitución tiene una identidad “formal”, en un sentido textual.
Desde este punto de vista, una constitución no es más que un texto normativo. Un texto normativo, a su vez, es un conjunto de disposiciones, formuladas en un lenguaje natural. Y un conjunto, cualquier conjunto, puede ser modificado en tres modos diversos (Bulygin, 1984, 332 ss.):
(a) agregando un elemento (en este caso, una disposición);
(b) suprimiendo un elemento; y
(c) sustituyendo un elemento.
Se entiende que la sustitución es una combinación de adición y sustracción. De otro lado, la adición, la sustracción, o la sustitución de una o más palabras en una disposición, cuenta como sustitución de la propia disposición.
Ahora bien, los conjuntos se definen extensionalmente, esto es, por enumeración de los elementos que lo componen6. De modo que toda modificación de un conjunto da lugar a un conjunto diverso: ello es así porque el conjunto originario ha perdido diacrónicamente su identidad (Bulygin, 1981, 79).
Identificar una constitución según su identidad textual (sincrónica) es una operación axiológicamente neutra: no requiere juicios de valor de ningún tipo. Y no permite inferir nada sobre los límites de la reforma constitucional. Aunque pueda parecer paradójico, cualquier reforma constitucional, incluso mínima, incluso marginal, da lugar a una “nueva” constitución (desde una perspectiva diacrónica)7.
Visto de este modo, si alguna vez se quisieran establecer límites a la reforma constitucional —asumiendo que la reforma constitucional no pudiera alterar la identidad de la constitución— entonces se debería prohibir la reforma en cuanto tal, sin más. Pero, por otra parte, sería extraño considerar como instauración de una nueva constitución a cualquier reforma, aunque fuere mínima o marginal.
III. IDENTIDAD POLÍTICA
En segundo lugar, toda constitución tiene una identidad “política”, en el siguiente sentido.
Toda constitución, por definición, debe contener un conjunto de normas sobre la así llamada “forma del Estado” (Staatsform, frame of government)8, entendida como la organización —horizontal y vertical— de los poderes públicos, y, en particular, sobre la producción normativa. Si ello no formare parte de su contenido, no diríamos que se trata de una “constitución”9.
Se trata de las normas que establecen órganos, especialmente los órganos supremos del Estado (el órgano legislativo, el órgano ejecutivo, eventualmente el órgano de justicia constitucional, etc.); las normas que establecen (al menos en parte) los modos de formación de estos órganos; las normas que les atribuyen competencias; y las normas que disciplinan las relaciones recíprocas entre aquellos.
Desde este punto de vista, sin embargo, la identidad de la constitución es bastante elusiva: la forma del Estado, entendida en el modo que ha quedado dicho, es algo indefinido, pues los confines entre los diversos tipos de organización política son débiles.
Es fácil mostrarlo con algunos ejemplos sencillos. Introducir, o respectivamente suprimir, el control de constitucionalidad de las leyes ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, la relación de confianza entre el gobierno y el parlamento ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, el sufragio universal en la designación del jefe de Estado ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, la temporalidad del mandato del jefe de Estado ¿altera o no la identidad política de la constitución?
Es bastante evidente que cualquier respuesta a preguntas de este tipo supone una valoración política. De ello se sigue que la defensa de la identidad de la constitución —eventualmente confiada al juez constitucional— constituye en sí misma una empresa no axiológicamente neutra sino, por el contrario, eminentemente política.
Sin embargo, todavía cabe preguntarse si resulta (políticamente) sensato limitar el poder de reforma constitucional hasta el punto de inhibirlo para la modificación de la organización política, lo que equivaldría, más o menos, a reducirlo a cero.
IV. IDENTIDAD JURÍDICA
De acuerdo con una conocida doctrina, algunas constituciones tienen asimismo una identidad que llamaré “jurídica” (Ross, 1958, 78 ss.; Ross 1969, 205 ss.).
Me refiero a la tesis según la cual