No puedo analizar aquí todo lo que presupone, en la filosofía de Condillac y en otras partes, este concepto de ausencia como modificación de la presencia. Notamos, aquí, solamente que éste regula otro concepto operatorio (opongo aquí clásicamente y por comodidad operatorio y temático) también decisivo en el Ensayo: trazar y retrazar [tracer et retracer]. Del mismo modo que el concepto de suplencia, el concepto de huella [trace] podría estar determinado de otra manera que como lo hace Condillac. Trazar [tracer] quiere decir según él “expresar”, “representar”, “recordar”, “hacer presente” (“es verosímil que la pintura deba su origen solamente a la necesidad de trazar [tracer] así nuestros pensamientos; y esta necesidad ha contribuido, sin duda, a conservar el lenguaje de acción por ser el que podía pintarse más fácilmente”) (“De la escritura”, p. 223) [§128]. El signo nace al mismo tiempo que la imaginación y la memoria, en el momento en que es requerido por la percepción presente dada la ausencia del objeto (“La memoria, según hemos visto, no consiste más que en el poder de recordarnos los signos de nuestras ideas, o las circunstancias que los han acompañado; y este poder no actúa sino en tanto que, por la analogía de los signos (Yo subrayo: este concepto de analogía, que organiza toda la sistemática de Condillac, asegura en general todas las continuidades y en particular aquella de la presencia a la ausencia) elegidos por nosotros y por el orden que hemos puesto en nuestras ideas, los objetos que deseamos retrazar se relacionan con algunas de nuestras necesidades presentes”) (Primera parte, Sección segunda, Cap. IV, § 39, [p. 45. Trad. esp. modif.]). Esto es verdad en todos los órdenes de signos que distingue Condillac (arbitrarios, accidentales e incluso naturales, distinción que Condillac matiza y, en ciertos puntos, pone en tela de juicio en sus Cartas a Cramer). La operación filosófica que Condillac denomina también “retrazar” [“retracer”] consiste en remontar por vía de análisis y de descomposición continua el movimiento de derivación genética que conduce de la sensación simple y de la percepción presente al complejo edificio de la representación: de la presencia originaria a la lengua del cálculo más formal.
Sería fácil mostrar que, en su principio, este tipo de análisis de la significación escrita no comienza ni termina con Condillac. Si decimos ahora que este análisis es “ideológico” no es, en primer lugar, no es para oponer las nociones a conceptos “científicos” o para referirse al uso a menudo dogmático –se podría decir también “ideológico”– que se hace de esta palabra de ideología tan raramente interrogada hoy en su posibilidad y en su historia. Si defino como ideológicas las nociones de tipo condillaciano, es porque, sobre el fondo de una vasta, potente y sistemática tradición filosófica dominada por la evidencia de la idea (eidos, idea), estas nociones cortaron el campo de reflexión de “ideólogos” franceses que, en el surco de Condillac, elaboraron una teoría del signo como representación de una idea que, en sí misma, representa la cosa percibida. La comunicación desde entonces transporta una representación como contenido ideal (lo que se denominará el sentido); y la escritura es una especie de esta comunicación general. Una especie: una comunicación que comporta una especificidad relativa al interior de un género.
Si nos preguntamos ahora cuál es, en este análisis, el predicado esencial de esta diferencia específica, nos encontramos con la ausencia.
Adelanto aquí las siguientes dos proposiciones o hipótesis:
1) Puesto que todo signo, tanto en el “lenguaje de acción” como en el lenguaje articulado (antes incluso de la intervención de la escritura en el sentido clásico), supone una cierta ausencia (por determinar), hace falta que la ausencia en el campo de la escritura sea de un tipo original si queremos reconocerle alguna especificidad a lo que sea el signo escrito.
2) Si por casualidad el predicado así admitido para caracterizar la ausencia propia a la escritura se encuentra conveniente para cualquier especie de signo y de comunicación, se seguiría un desplazamiento general: la escritura no sería más una especie de comunicación y todos los conceptos a cuya generalidad se subordinaba la escritura (el concepto mismo como sentido, idea o asimiento del sentido y de la idea, el concepto de comunicación, de signo, etc.) aparecerían como no críticos, mal formados o destinados, más bien, a asegurar la autoridad y la fuerza de un cierto discurso histórico.
Tratemos pues, sin dejar de tomar nuestro punto de partida en este discurso clásico, de caracterizar esta ausencia que parece intervenir de manera específica en el funcionamiento de la escritura.
Un signo escrito se adelanta en la ausencia del destinatario. ¿Cómo calificar esta ausencia? Se podría decir que en este momento, cuando yo escribo, el destinatario puede estar ausente de mi campo de percepción presente. ¿Pero esta ausencia no es sólo una presencia lejana, retardada o, bajo una forma u otra, idealizada en su representación? No lo parece, a menos que esta distancia, esta separación, este retardo, esta différance deban poder ser trasladados a un cierto absoluto de la ausencia para que la estructura de escritura, suponiendo que exista la escritura, se constituya. Es ahí donde la différance como escritura no podría más (ser) una modificación (ontológica) de la presencia. Hace falta, si ustedes quieren, que mi “comunicación escrita” permanezca [reste] legible pese a la desaparición absoluta de todo destinatario determinado en general, para que tenga su función de escritura, es decir, su legibilidad. Hace falta que sea repetible –iterable– en la ausencia absoluta del destinatario o del conjunto empíricamente determinable de destinatarios. Esta iterabilidad (iter, de nuevo, vendría de itara, otro en sánscrito, y todo lo que sigue puede ser leído como la explotación de esta lógica que vincula [lie] la repetición a la alteridad) estructura la marca de la escritura misma, cualquiera sea además el tipo de escritura (pictográfica, jeroglífica, ideográfica, fonética, alfabética, por utilizar estas viejas categorías). Una escritura que no sea estructuralmente legible –iterable– más allá de la muerte del destinatario no sería una escritura. Si bien se trata aquí, al parecer, de una evidencia, no quiero hacerla admitir como tal, y examinaré la última objeción que se podría hacer a esta proposición. Imaginemos una escritura cuyo código sea lo suficientemente idiomático como para no haber sido instaurado y conocido, como cifra [chiffre] secreta, sino por dos “sujetos”. ¿Aún se diría que, en la muerte del destinatario, o incluso de ambos compañeros, la marca dejada por uno de ellos siempre es una escritura? Sí, en la medida en que, regulada por un código, aunque sea desconocido y no lingüístico, en su identidad de marca, está constituida por su iterabilidad, en la ausencia de tal o cual, en el límite, pues, de todo “sujeto” empíricamente determinado. Esto implica que no hay código –órganon de iterabilidad– que sea estructuralmente secreto. La posibilidad de repetir, y, por tanto, de identificar las marcas, está implicada en todo código, haciendo de éste una red comunicable, transmisible, descifrable, iterable por un tercero, luego, por cualquier usuario posible en general. Toda escritura, pues, para ser lo que es, debe poder funcionar en la ausencia radical de todo destinatario empíricamente determinado en general. Y esta ausencia no es una modificación continua de la presencia, es una ruptura de presencia, la “muerte” o la posibilidad de la “muerte” del destinatario inscrita en la estructura de la marca (es en este punto, lo anoto de pasada, donde el valor o el “efecto” de trascendentalidad se liga necesariamente a la posibilidad de la escritura y de la “muerte” así analizadas). Consecuencia quizá paradójica del recurso que, en este momento, estoy haciendo a la iteración y al código: la disrupción, en última instancia, de la autoridad del código como sistema finito de reglas; la destrucción radical, al mismo tiempo, de todo contexto como protocolo de código. Llegaremos a esto en un instante.
Lo que vale para el destinatario vale también, por las mismas razones, para el emisor o el productor. Escribir, es producir una marca que constituirá una suerte de máquina a su vez productora, que mi desaparición futura no impedirá principalmente funcionar y dar, dándose a leer y a reescribir. Cuando digo “mi desaparición futura”, es para hacer esta proposición más inmediatamente aceptable. Debo poder decir mi desaparición a secas, mi no-presencia en general, y por ejemplo la no-presencia de mi querer-decir, de mi intención-de-significación,