Wolf Lepenies (1969, 2007) es otro de los autores que le ha buscado precedentes al intelectual moderno. Lanzó una teoría muy sugerente que los relacionaba con la melancolía y la utopía, y la rastreó hasta los inicios de la modernidad. Melancolía, nostalgia de un lugar incierto; utopía, anhelo de otro lugar no menos incierto. El hombre de letras, desubicado y descontento, intenta crear un mundo alternativo, ordenado y justo. Lepenies desarrolla esta idea en el marco de su teoría sobre las tres culturas (1985): ciencias, letras y ciencias sociales como disciplina intermedia.2 Me interesa el tratamiento histórico que hace de las dos primeras, o mejor dicho de sus representantes: los científicos y los letrados, a los que define como «hombres de buena conciencia» y «hombres que piensan demasiado», respectivamente (2007). Ambas figuras las encarna desde los albores de la modernidad el Homo sapiens europeaus, que Carlo Linneo identifica en su Systema naturae (1735-1758) como variante superior del Homo sapiens, y lo define como levis, argutus e inventor (ágil, elocuente e inventivo).
Lepenies (2007) recurre a la teoría de los humores para distinguir estas dos variantes. El científico sería el tipo sanguíneo, que es seguro y agresivo, y quiere convencer, convertir y conquistar el mundo porque cree estar capacitado y legitimado para hacerlo sin que ello le genere conflicto moral alguno. Su figuración literaria es Fortimbrás, príncipe de Noruega en Hamlet, un hombre de acción que ofrece un futuro esperanzador para Dinamarca al final de la obra. Frente a este, descubrimos al hombre de letras. Atrapado en el pensamiento abstracto y asaltado por las dudas, encontraría en el propio Hamlet su primera gran plasmación literaria.
Hamlet representa el prototipo de homo sapiens europaeus intellectualis, inclinado irremediablemente a la reflexión y, por ello, a la tristeza, la desazón ante un mundo que considera desordenado e injusto. Este es el modelo del que derivaría el intelectual moderno. Valéry reuniría melancolía e intelectualidad en las palabras: «malheureux qui pensent», porque la felicidad es irreflexiva.3 El propio autor francés en «Propos sur l’intelligence» (1925) ya se había burlado de la especie del intelectual: «Cette espèce […] se plaint; donc elle existe» (OEuvres I: 1051).
No es de extrañar que el melancólico homo europaeus intellectualis tenga otro de sus prototipos en los utopistas del siglo XVII, entre ellos Robert Burton, autor de The Anatomy of Melancholy (1621-1651), donde, tras innumerables textos introductorios, nos ofrece una utopía, una sociedad casi militar, a decir verdad, cabalmente ordenada y en la que estaría prohibida la melancolía. El utopista es un creador de mundos alternativos, perfectos y felices, regidos por ideas de verdad, orden y justicia, que le sirven para ahuyentar la tristeza que le ocasiona el desorden que percibe en el mundo circundante, en la sociedad en la que se integra.
La melancolía, que se acentúa en el Renacimiento/ Barroco, la época en que Lepenies inicia su rastreo, era, sin embargo, una afección bien conocida desde la Antigüedad. La palabra que la nombra viene, al fin y al cabo, del griego, melaines koles, «negra bilis», en referencia al exceso de ese determinado humor en el organismo y a los desórdenes que provocaba en el individuo que lo padecía. El primer pasaje amplio sobre el tema se le atribuye a Aristóteles. Es el número 30 de sus Problemata, y el apartado dedicado a la melancolía, el primero, es el más extenso del volumen. De ahí surgirán no pocas de las citas y lugares comunes que encontraremos en textos posteriores.4
Agamben, en Stanze (1977), rastreó la relación entre melancolía y acedia en la Edad Media. La acedia parecía remitir, a su vez, a la pereza, debido a la similitud entre ambas disposiciones, pero la variación era esencial y estaba explicada ya por la teología medieval. En la Summa Theologica (parte II-IIae, cuestión 35) Santo Tomás glosa la patrística para definir la acedia como una suerte de tristeza. Tristeza, puntualiza Agamben, «guardi ai beni spirituali essenziali dell’uomo, cioè alla particolare dignità spirituale che gli è stata conferita da Dio» (1977: 10). El ser humano es una criatura excepcional, por poseer alma y ser la favorita del creador. La acedia se apodera de él al frustrarse su deseo de ver a Dios, un mal que le genera desesperación y un abatimiento similar, pero no equivalente, a la pereza:
È questo disperato sprofondare nell’abisso che si spalanca fra il desiderio e il suo inafferrabile oggetto che l’iconografia medioevale ha fissato nel tipo dell’acedia, rappresentata come una donna che lascia desolatamente cadere a terra lo sguardo abbandona il capo al sostegno della mano, o come un borghese o un religioso che affida il proprio sconforto al cuscino che il diavolo gli porge (Agamben, 1977: 12).
Se trataba en realidad de la parálisis del ánimo ante una situación sin salida. Sin embargo, a la acedia no le correspondía únicamente una consideración negativa, porque esta postración era causa y consecuencia de una búsqueda incansable motivada por el deseo insatisfecho. La acedia era en realidad una tristitia salutifera, un estímulo del alma, virtuosa en tanto en cuanto busca a Dios, aunque no lo encuentre. Es muy probable, piensa Agamben, que el descubrimiento en la patrística de esa doble polaridad de la acedia terminara siendo transferida a la melancolía, y contribuyera a preparar el terreno para la revalorización renacentista del temperamento atrabiliario.
La melancolía, sometida a un proceso gradual de moralización, se convertirá en heredera laica de la tristeza claustral del acidioso. El melancólico hombre de letras del que nos habla Lepenies sería el sucesor secular del monje que anhelaba un orden superior. Ni el acidioso ni el melancólico mostraban pereza o carencia de deseo, sino la desesperación ensimismada del que se sabe incapaz de alcanzar lo que busca.
Muchos siglos antes, Aristóteles, como señalé más arriba, ya se había preguntado por qué precisamente este temperamento era el más frecuente entre los grandes poetas, filósofos, artistas e incluso políticos. Se lo preguntaba sin llegar a ofrecer una respuesta concluyente, como sucede a menudo en los Problemata, un volumen de autoría discutible. En la Florencia de Lorenzo el Magnífico, el cenáculo de Marsilio Ficino retoma la indagación del estagirita. En Theologia platonica de animarum immortalitate (1482), y especialmente De vita libri tres (1489), Ficino, que se incluye a sí mismo entre los melancólicos, explicó su propensión al recogimiento y al conocimiento contemplativo, al furor de conocimiento, que comparte con el religioso aquejado de acedia, abundando en su relación entre los dos tipos y en su doble polaridad negativo-positiva.
A nivel astrológico, el signo del melancólico estaba claro, y el propio Ficino lo certifica en De vita libri tres: Saturno con ascendente en Acuario.5 La melancolía, como había sucedido con la acedia, atenúa su condición de «complexión pésima» precisamente por el ejercicio reflexivo elevado al que se entregan los atrabiliarios,