El segundo capítulo, «De caparazones y costras. El Estado y la conciencia como obstáculos en las obras tempranas de Unamuno y Ortega», presenta una cata en la obra de dos de los intelectuales, ya nombrados así, más relevantes del entresiglo XIX-XX en España. En ambos se percibe claramente una actitud de disenso, una crítica persistente y algo fatalista al sistema en el que les tocó vivir, la I Restauración borbónica, y el anhelo de cambiarlo. Ortega ejerce primero como pedagogo que debe elevar a sus pupilos, los españoles, por medio de la educación. Por elevar él entiende explícitamente eliminar los impulsos simiescos del ser humano en «La pedagogía social como programa político» (1910). Ortega se perfila claramente como sabio depurado que intenta insuflar la humanidad por medio de la cultura en sus conciudadanos para generar una sociedad perfecta. Sin embargo, posteriormente, en el texto que analizo en detalle: «Vieja y nueva política» (1914), explica que se debe extraer del propio cuerpo social el dinamismo vital que todo sistema corrupto y mecánico asfixia. Cultura oficial frente a impulso vital del pueblo que debe ser guiado, eso sí, por el intelectual, en una línea similar a la que había expresado Unamuno en En torno al casticismo (1895). El intelectual modelando, capitaneando o concretando las aspiraciones del cuerpo social.
Se aprecia en la obra de ambos el cuestionamiento de todo sistema como esclerotizante para la vida. Y esa crítica se reafirma cuando leemos las opiniones de ambos, Unamuno y Ortega, sobre la subjetividad propia. En Nuevo mundo (1895) el vasco distingue entre alma y conciencia, y utiliza metáforas similares a la que esgrime para referirse al efecto paralizante de la Historia sobre la historia, o del casticismo sobre la casta. La conciencia es una costra que asfixia al alma. En un sentido similar se expresará Ortega, de nuevo en 1914, en «Ensayo de estética a manera de prólogo», cuando señale que el verdadero yo no es el de la conciencia, sino un complejo yo profundo al que esta se superpone.
Se adivina ya entonces la insuficiencia de ese modelo de subjetividad racionalista y depurada de pasiones y emociones a la que parecía acogerse el intelectual legislador. La oposición dicotómica res extensa frente a res cogitans está lejos de expresar de manera unívoca la posición personal y sociopolítica del intelectual. Tampoco les es aplicable a Ortega y Unamuno la oposición universalismo frente a nacionalismo. En ellos se aúna el impulso universalista del intelectual dieciochesco, pero también la remisión al nacionalismo como (re)generador del país. Lo que no varía, ni en Unamuno ni en Ortega, es el fatalismo del letrado y su melancolía, sea por no conseguir educar a sus conciudadanos, sea por no ser capaces de concretar su confuso impulso españolista.
En el tercer capítulo, «Autonomía, compromiso, dependencia. Figuraciones y funciones del intelectual moderno y posmoderno en España», centrado en el intelectual español durante el franquismo, ya están completamente dibujados los tres modelos recurrentes (aunque no unívocos) del siglo XX: universalista, nacionalista e internacionalista, y sus respectivos proyectos de intervención social. El intelectual universalista y el internacionalista tenían ejemplos destacados en la Europa de los años veinte, sobre todo Benda y Gramsci. El nacionalista, al que, por motivos históricos (tal vez por su crítica a los dreyfusards, los primeros intelectuales), se le ha negado tal nombre, mantiene su fuerza. En España es especialmente reconocible en el amplio y complejo espectro de la derecha nacional a partir de los años veinte ([ultra]católicos, monárquicos, fascistas y falangistas, entre otros). Un espectro que se enfrenta en bloque a universalistas (aunque tal etiqueta es difícilmente aplicable a los intelectuales españoles liberales, siempre a vueltas con España como problema) e internacionalistas, asociados normalmente al socialismo y al comunismo, a los que los falangistas llaman sencillamente «malos intelectuales».
La función y el anhelo de este modelo triple no varían, insisto: modelar el cuerpo social con una ideología de distinto alcance. Tampoco desaparecen el disenso ni la melancolía, causadas por un sistema, el franquista, con el que no comulgan por diversas razones, o por simple interés. Los liberales lucharán denodadamente por «reconstruir la razón», según un conocido marbete de Vázquez Montalbán; los internacionalistas o comprometidos de izquierda se verán incapaces de emancipar utópicamente a las masas; y los nacionalistas, sobre todo los falangistas, primeros ideólogos del régimen, que ellos querían orientar hacia un Estado fascista, se quejan por haber sido utilizados y desplazados progresivamente del núcleo político y cultural del franquismo. No es de extrañar que la futura democracia se fragüe en la evolución y los conflictos y afinidades de estos tres grupos (o mejor dicho su confrontación triple y cada vez más abierta contra el franquismo). Todos ellos obligados a ceder en no pocas de sus premisas. Todos ellos orientados hacia el pragmatismo que permita el regreso de la democracia, gracias a una monarquía parlamentaria que terminará condenando a muchos de ellos al puro interés o al amargo desencanto.
Esos tres grupos, representantes del triple modelo de intelectual del XX, contribuyen a la restauración de la democracia, nos guste o no, insisto, por la vía de la negociación, el pragmatismo y el provecho propio, desplazando sus propios ideales. Un triple modelo que sufrirá además una profunda crisis en su legitimidad y su función en los años sesenta y setenta, a causa de la posmodernidad y el posestructuralismo, y su desembarco en España gracias a la filosofía neonietzscheana de los Savater, Trías o Rubert de Ventós. Es entonces cuando entra en crisis definitiva, además, un determinado modelo de subjetividad, derivado de los presupuestos de la «thèse de l’exceptionnalité humaine» historiada genealógicamente por Schaeffer (2005 y 2007). Se criticó entonces, además, la existencia de valores universales o sencillamente identitarios estables, derivados en última instancia de una determinada concepción de ser humano de raíz teológica, así como la equiparación entre capitalismo y democracia, frente a la que parecía impotente toda utopía socialista-comunista.
Resurgirán viejos conceptos románticos, que son los que había reactivado Nietzsche cien años antes, por cierto, como la primacía del sentimiento sobre la razón, de la vida sobre la cultura, y del cuerpo sobre la mente, en un escenario trepidante a nivel cultural y contracultural, como es el de la España de los setenta. Sin embargo, como veremos, nos movemos en códigos antiguos, que se presentan como novedosos por la simplificación del pensamiento moderno. Ya intelectuales de la talla Ortega o Unamuno habían demostrado la vigencia y la dificultad de afrontar y superar estas dicotomías, y las habían aplicado a la función sociocultural del intelectual.
El pragmatismo de la izquierda y la derecha colaboró, pues, en gran medida en la llegada de la democracia a España tras más de treinta años de dictadura. Consenso necesario en circunstancias complejas y amenazantes, al que se sumaron los intelectuales, por compromiso y también por interés. España, siguiendo el modelo francés, se transformó en un Estado cultural, porque la cultura, especialmente la oficial y la de los mandarines adeptos al socialismo gobernante entre el 82 y el 96, permitió que se consolidaran las libertades. Con los campos político, económico, cultural y simbólico, siguiendo las teorizaciones de Bourdieu (1984), alineados, parecía haber poco lugar para la autonomía y la capacidad crítica de la intelectualidad frente al sistema. Los intelectuales, o al menos buena parte de ellos, devinieron «sacerdotes», de nuevo con Bourdieu, lector de Weber, es decir, figuras institucionalizadas que afianzaron el sistema en lugar de discutirlo.
Recientemente hemos asistido a críticas feroces contra el estamento intelectual surgido de la Transición política, sobre todo a raíz de la crisis económica de 2008, que una lectura algo reductora achaca a las democracias occidentales, arrodilladas frente al capitalismo. La ecuación es simple: la democracia se vuelve a igualar al capitalismo, y los intelectuales aparecen como legitimadores de semejante estratagema.