Soto comió en silencio, sin hacer muecas ni gestos bruscos, manejando con cuidado los cubiertos para no producir ruido alguno. Pidió café, que se tomó acompañado de un segundo cigarrillo. Y no volvió a mirar a la mujer. No fue necesario: tenía su rostro en la cabeza, había memorizado sus gestos y sus andares; reconocería incluso su olor y su ropa. Era como se había imaginado a través del fiable informe policial de Capital.
—¿No nos hemos visto antes? —preguntó Soto con cautela y timidez fingidas, como queriendo establecer un contacto precipitado y torpe, una especie de acercamiento prematuro de rotura de hielo que de todas formas ninguno de los dos necesitaba ni habría solicitado jamás del otro en vidas distintas, las que podrían haber vivido desde entonces hacia delante si nada de esto hubiese ocurrido realmente y todo hubiera consistido en el trance amargo de una pesadilla de la que uno despierta empapado en sudor, temblando, pero aliviado al mismo tiempo, sin importar ya la incongruencia ni el absurdo.
—No lo creo, señor —contestó la mujer, esquiva y seca. Y puntualizó—: Creo que me acordaría de ello.
Quiso de ese modo cerrar la conversación y abortar nuevas preguntas incómodas. Sin embargo, un estremecimiento recorrió el cuerpo de la mujer y esta quiso reconocer a Soto, recordar al hombre, extraer su presencia y rescatar su influencia de algún sueño porque no podría haber sido de otro modo: la visión repentina de aquel ángel exterminador vengativo tenía que ser falsa, fruto único y exclusivo del vientre de las ganas de justicia.
Antes de marcharse, el teniente Soto exageró la propina y la cortesía, alabando francamente lo exquisito de esa comida de rancho. Luego pronunció un hasta mañana con el que quería dar a entender su regreso al día siguiente. Que le quedase claro que él no estaba de paso, como habían estado otros. Que él se encargaría de su problema. Del de todos.
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