Los apartados. Fernando García Maroto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernando García Maroto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412454055
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escaleras poco iluminadas que conducen hasta un corredor jalonado de puertas numeradas, divididas en pares e impares. Lo que sucede en la segunda planta es secreto, y cada cuarto es un agujero lujoso en el que el placer muere a contrarreloj. Para llegar ahí, Darío, un cancerbero musculoso y alcahueto, debe dar el visto bueno. Darío suplanta a los ojos de don Rafael en La Colonial. Las chicas pueden agarrar del brazo a quien prefieran, y dejarse invitar por todos. Incluso los jugueteos están permitidos por la dirección, siempre y cuando el cliente, por muy habitual que sea, no se sobrepase lo más mínimo. Pero es Darío, factotum irremplazable, quien permite el acceso, quien corona o degrada. Y solo se fía de su intuición de chulo. Darío es una especie de jefe de sala; aunque otras veces, según la importancia y el apetito del cliente, puede hacer las veces de cicerone o trozo de carne.

      A Darío todos le llaman el argentino, por su acento y sus maneras; pero a los que le prestamos atención de cuando en cuando, además de pedirle paso, nos desmiente.

      —No soy de allá. Más bien uruguayo. Pero aquí se trata de hacer felices a los que no lo son; y la mentira es parte importante de la dicha. Podría hacerle una lista, más larga que corta, de todas las chicas operadas; por cuenta del jefe, claro.

      Porque siempre está el jefe de por medio. Es él, por mediación de otros, quien capta a las chicas de fuera y convence a las de Villa, ya curadas de espanto ante tanta vergüenza ajena. Sabe cómo hacerlo; se gana la vida con eso. Quizá habla incluso personalmente con las madres de esas muchachas todavía adolescentes y les pinta un futuro negro y aciago a menos que entren a trabajar en su negocio, para él; y las pobres mujeres, asustadas, ceden a los impulsos de ese hombre que tan bien sabe llevar los designios de todo un pueblo perdido de la mano de Dios hasta haberlo convertido en símbolo y referencia de la provincia.

      Nada de eso vio Soto aquella noche. Se quedó afuera, contando mentalmente los coches que aparcaban en un descampado cercano a La Colonial y de los que luego salían hombrecillos temerosos, casados como él seguramente, que usaban como excusa los naipes y las fichas. Contempló la carrera apresurada de unos cuantos sin atreverse a juzgarlos. Cuando se cansó del espectáculo previsible, decidió irse.

      Hizo allí mismo un cálculo aproximado del poder y la influencia de don Rafael, dándose un margen de error suficiente hasta que entrara en ese sitio y diese entonces con la solución exacta, matemática.

      Capítulo 4

      Aquel primer día, después de bajarse del autobús y mucho tiempo antes de su paseo nocturno hasta La Colonial, el teniente Soto anduvo por las calles de Villa, dejándose ver, a esa hora en la que el incendio de cada día abrasaba inclemente las cosas sin llegar nunca a convertirlas en ceniza. El crepitar de las llamas invisibles se oía dentro de cada cabeza.

      Tenía que arreglar unos cuantos asuntos, el teniente Soto.

      Varios de nosotros le vimos a través de las sucias cristaleras de El Círculo, un bar con pretensiones y derecho de admisión reservado; también propiedad de don Rafael. La sola entrada al local era considerada un privilegio; muy distinto del de la entrada a La Colonial. Aquellos que tenían algo que decir en Villa, aunque no sirviera para nada ni nadie les escuchara, se congregaban en El Círculo, antes y después de las comidas; respetando con devoción y solemnidad las horas ociosas del aperitivo y la sobremesa. Un humo denso flotaba siempre en el lugar, volviéndolo tan sofocante como el ambiente exterior. Cada cual tenía allí su sitio favorito y una bebida preferida conocida por los camareros. Nunca se pagaba en el acto, sino que una cuenta con nombre y apellidos descansaba tras la barra acumulándose gulosa durante una semana entera hasta verse satisfecha los lunes, que era el día asignado para el cobro. Pretendía así el espíritu provinciano de don Rafael establecer a la fuerza una especie de club de caballeros, un salón de tertulia de amigos; con la sustancial y esencial diferencia de que los presentes en ese sitio mugriento poco teníamos de caballeros y mucho menos de amigos. Un aire de decadencia y desconfianza se mezclaba, volviéndose casi insoportable, con ese humo azulado de cigarros, pipas y cigarrillos.

      Y fue desde ahí, a través de las sucias cristaleras de El Círculo, desde donde varios de nosotros le vimos.

      La extranjería del hombre nos llamó la atención; y una vez reconocido y clasificado el individuo alguien comentó:

      —Solo nos traerá problemas.

      Parecía un diagnóstico arbitrario y sacado de la manga, sin base alguna; y, sin embargo, todos estuvimos de acuerdo, acompañando en silencio nuestro asentimiento con movimientos lúgubres de cabeza. El juez Onil y el profesor Vargas aplazaron un momento su eterna partida de ajedrez: la diagonal de un alfil se detuvo en seco y el consiguiente gambito de caballo quedó suspendido unos segundos. Era como si siempre jugaran la misma partida y ninguno de los dos se atreviese a ganar, por temor a lo que ello pudiera significar en sus destinos. Ambos se asomaron unos segundos y tuvieron tiempo de ver al hombre cruzar la plaza del Ayuntamiento en dirección oeste. Conservaron en su memoria el rostro y la amenaza; y luego reanudaron el juego con la lentitud de los que tienen acumulada y gravosa toda la vida por detrás. Ellos no dijeron nada.

      Don Rafael no tuvo que moverse de su rancio sillón orejero, de su trono de cuero, porque el doctor Riaza se encargó de describirle al sujeto en cuestión. Plantado de pie delante del ventanal, Riaza no se entretuvo en el aspecto físico, ya que tarde o temprano tendría el cacique ocasión de admirarlo, sino que dedicó su parlamento a cuestiones de temperamento, subjetivas. Nos regaló sus impresiones engolando un poco la voz.

      —Es un hombre lento —sentenció el galeno—. Lento y desafiante; pero a propósito. Se sabe observado y no le importa. Yo creo que hasta le gusta. No tiene pinta de echarse atrás, ni de ceder. Y desde luego no tiene ninguna prisa. Como he dicho antes, sobre todo es un hombre lento.

      El profesor Vargas encendió su pipa, disimulando haber oído tal comentario, fingió que pensaba en una jugada ya largamente meditada y avanzó con solemnidad el único caballo, ya rendido, que le quedaba. Los jamelgos eran sus piezas favoritas; más que la reina o las torres: tenían elegancia y lamentaba su sacrificio. El juez Onil perdió un peón de cabeza gorda. Renegó en inglés, como si en los momentos trágicos la lengua de sus antepasados irlandeses tomara las riendas de la blasfemia. El hielo del vermú tembló en el vaso, balanceado por el vaivén improvisado de sus manos nudosas de anciano envejecido prematuramente por el alcohol.

      Entonces le tocó el turno de palabra a don Rafael. Un aro de humo expulsado con maestría y vanidad precedió a sus frases de profeta.

      —Quizá sea un hombre lento. Pero la velocidad de un individuo se puede cambiar. El freno y el acelerador están a nuestros pies; más bien en nuestras manos. Las humillaciones sucesivas frenarán aún más su paso y el miedo le obligará a correr.

      El jaque pronunciado por Vargas resonó con la ironía de un amén. El juez ni siquiera sabía por dónde salir. Veía la partida perdida, esa partida prolongada en el tiempo por su voluntad férrea de moribundo que iba ya a morir definitivamente. No hubo ni entierro ni réquiem: mañana, o esa misma tarde, empezarían otra, colocando de nuevo las fichas en posición de batalla y turnándose los colores.

      —Solo nos traerá problemas —volvió a repetir el alcalde, al que casi habíamos olvidado por completo, acurrucado solo en un sofá.

      Atravesó Soto varias veces la plaza del Ayuntamiento, sin ver pero siendo visto. Por sus gestos medidos y arrogantes era indudable que se sabía observado, espiado por futuros enemigos que él ya consideraba presentes y reales. Las personas anónimas con las que se había ido cruzando por las calles de Villa le miraron sin disimulo, catalogándole, y dibujaron mentalmente un retrato robot del individuo con vistas a ponerlo en común y contrastarlo con esos otros de sus respectivos conocidos en charlas improvisadas cuyo tema estrella sería el nuevo, el extranjero, ese huésped invitado a la fuerza que se movía con pasos lentos y el caminar desarraigado típico del exilio.

      El primer habitante de Villa que oyó su voz fue la encargada del puesto de correos. No duró mucho ese dudoso