Por ese motivo basta una sola carretera, tan endiablada y peligrosa como el purgatorio al que conduce. Y para venir ya está el autobús de línea, cuya frecuencia es más que suficiente tanto para el trayecto que cubre como para las silenciosas personas a las que favorece. Así el control fronterizo es exacto y seguro, marcial.
Son nulas las raíces del pueblo, y aquí el pasado tiende al olvido. Pero no porque no interese o se desconozca, sino precisamente por todo lo contrario: todo el mundo conoce al resto, quizá demasiado bien, y no abundan los secretos ni los misterios. La vigilancia entre nosotros es el mal endémico de esta aldea. Por eso es el infierno. Se ha conseguido así ese sueño de cárcel panóptica de un modo más sibilino que el de poner un centinela en medio: aquí no existe un guardián, sino que todos lo somos; además de jueces, testigos y verdugos. Nos conocemos hasta la médula. Y eso incluye las miserias más bajas y ciertas aberraciones inefables.
Pero lo mejor de todo es justamente lo peor de este sinsentido de pueblo, con nombre propio y densidad de población: la indiferencia hacia nosotros mismos y el rechazo de los de fuera. Llevando y estirando el absurdo hasta extremos insospechados, desarrollando ese desinterés de proporciones olímpicas y un nihilismo sin objeto ni rencor, el proyecto de una cárcel sin barreras parece haberse hecho realidad y carne en apenas una decena de kilómetros cuadrados.
Aquí vienen a parar aquellos que la sociedad, no tan correcta ni tan justa ella misma, considera que debe apartar de su lado por ser una mala influencia. No son estos los malos de verdad: simplemente son los que no interesan, de los que no se puede sacar ningún provecho. Somos los apartados.
En Villa coexisten explotadores de hijos, saqueadores de padres y herederos discutibles; embaucadores, prestamistas sin escrúpulos y bien armados, estafadores de poca monta y tahúres tramposos; exhibicionistas, proxenetas ambiciosos y prostitutas sin gracia. Cualquier ocupación, profesión u oficio del que se pueda obtener algo a costa de otros de la manera más vil tiene aquí su hogar. Incluso los más respetables conviven con sus delitos.
Don Rafael se lo dejó claro al teniente Soto la primera vez que este le visitó en su local.
—Aquí todos tenemos algo que confesar. ¿Somos culpables realmente? Eso no importa. Además, si alguien se empeñara en proclamar a gritos su inocencia, entonces parecería mucho más culpable. Sabemos que, si no de la culpabilidad, todos nosotros participamos al menos de la sospecha; y eso es más que suficiente.
Incluso el doctor Riaza compartió un día con él su opinión.
—Hemos sido arrojados a este pozo en el nombre de las buenas costumbres a través de cartas conminatorias, como en su caso, reuniones humillantes, como le pasó al profesor Vargas, anónimos puritanos, en lo que concierne al alcalde y su mujer, o llamadas telefónicas amenazadoras, como en mi caso; y una vez en este lugar, nos hemos agrupado en torno a la figura magnética y odiosa, paternal, de don Rafael.
Porque es don Rafael quien controla todo. Administra destinos como otros lo hacen con su calderilla. Anima a los jóvenes prometedores a ir a la universidad de Ciudad Costera, financia el periódico local, también dirigido por chavales, y rebusca entre la chusma, convencido de encontrar en ella auténticos talentos.
Con esa perspicacia nacida de su mala leche congénita, o quizá fuese al revés y esa mala leche naciera de una perspicacia insana, una clarividencia dolorosa que le hacía adivinar todo lo malo y abyecto de cada existencia, el teniente Soto caracterizó un día a don Rafael.
—Ese hombre que se cree Dios, don Rafael. Hablándoles a todos ustedes con palabras de mesías, de redentor. Y luego todos ustedes, sin excepción, como borregos, su rebaño de crápulas y meretrices, siguiéndole a ciegas, embebidos de su proyecto, que solo es el suyo y de nadie más. Porque nunca permitirá que nada ni nadie, y con eso saben perfectamente a lo que me refiero, se encumbre a su lado.
Aquel día perdió Soto su calma particular, esa flema cínica y a veces retadora que le hacía, como a su adversario, atractivo y odioso.
—No se extrañen si un día tienen que erigirle una estatua en medio de la plaza del Ayuntamiento; una estatua bien grande e intemporal, inaugurada por todo lo alto. Un homenaje en vida, a mayor gloria del creador y menor dignidad de cada uno de ustedes.
Aquel día, sí, perdió el teniente Soto su calma particular, pero no la razón. Porque las cosas eran así. No había necesitado más que unos pocos meses de verano, los más calurosos, para acostumbrarse a lo insoportable. Para acostumbrarse y para sentir en todo su ser que él también podría pertenecer a este mundo. Y era eso lo que le exasperaba, lo que le desquiciaba. Lo demás le traía sin cuidado.
Pero si existía algo en Villa que definía con frialdad a don Rafael y lo clasificaba mejor que las palabras rabiosas de Soto, eso era La Colonial. Su creación más personal e intransferible; más aún que su casa o su esposa, quien se dejaba ver más bien poco desde la desafortunada desaparición de su hijo. Desaparición esta que todos en Villa conocíamos y que en igual número no nos creíamos. Sin embargo, nadie decía nada porque ahí estaba La Colonial, hecha para olvidar y desentenderse, levantada como consuelo y bálsamo de heridas profundas y soledades incurables.
Siguiendo la carretera que sale del pueblo y llega hasta el mar, uno va a darse de bruces con aquel local desproporcionado y ocioso, ideado para el recreo y la cópula, cada cosa en su lugar y a su tiempo. Situado en el límite entre Villa y Ciudad Costera, es precisamente de las gentes de esta última de quienes se nutre esa bestia arquitectónica. Turistas, gentes de paso o habitantes de Ciudad Costera visitan esporádicamente o con asiduidad ese lugar de lenocinio nido de ludópatas enfervorecidos y adictos al sexo. La policía de Ciudad Costera tiene a gala ser bastante estricta, y por eso en Villa necesitamos un jefe de policía permisivo y condescendiente, sobre todo con ese tipo de delitos. O eso, o alguien que se pueda comprar; perfil que, a ojos de don Rafael, le iba como anillo al dedo a Soto.
La primera noche el teniente Soto avanzó por el camino angosto en forma de carretera abandonada y silenciosa, mineral hasta llegar a La Colonial. Se quedó largo rato contemplando desde fuera el edificio, sin atreverse a entrar. Ya tendría más adelante tiempo de hacerlo. Desde su posición solo pudo ver la fachada principal y el enorme, pantagruélico jardín anterior; ambos del estilo que da nombre al tugurio.
Sin embargo, una vez dentro la cosa cambia. Si hubiese entrado en ese instante, Soto habría accedido, una vez franqueada la puerta de entrada, custodiada por dos gorilas armados y semianalfabetos, al amplio recibidor de decoración recargada, barroca, donde uno puede deshacerse, si lo desea, de la chaqueta, el sombrero o cualquier otro complemento. De allí habría pasado al salón de la planta baja, también enorme, pues carece de tabiques o paredes que limiten la visión, albergando en su lugar espejos en el techo que doblan las distancias. Es la sala de baile, atendida por las chicas. Luego está la sala de juego, con multitud de mesas enmoquetadas en verde encima de las cuales corre despreocupado el dinero en apuestas ilícitas al compás de las cartas, los dados, el billar o la ruleta. También las máquinas tragaperras, siempre a pleno rendimiento, siempre bien calientes, absorbiendo dinero con ansia de recién nacido, componen una sinfonía estrepitosa de cancioncillas absurdas y brillos cegadores. La caída de las monedas, cuando algún jugador afortunado consigue superar el ritmo lento del goteo de la limosna de las figuras desiguales, los avances o las parejas de frutas y alcanza el premio gordo del trío de campanas o ases, es un vómito de metal por la borrachera de la codicia. Una barra de bar acristalada y pegajosa por los licores derramados ocupa todo uno de los muros, atendida esta vez por camareros uniformados y discretos que hacen señas a chicas sugerentes, propiedad de don Rafael, todas sonrientes y carnales, que se pasean a la caza y captura del ganador del momento, con la intención de exprimirle en la segunda planta el jugo ganado con sudor en esa primera, o de los perdedores de oficio, deseosos de gastar sus últimos billetes en un juego vergonzoso al que nunca se pierde.