Al rato de sentarse y pedir su solitario café, un hombre con traje barato y zapatos desgastados le imitó; como un rato antes le había imitado en la humillante fila de compra de billetes, y bastante tiempo atrás, en el autobús que les llevó a la estación. La justicia desconfiaba: en eso consistía su verdadero trabajo. Quería cerciorarse de que el teniente se iba de verdad, sin artimañas. Alguien debió de pensar que Soto daría un paso en falso, que se autoinculparía por sentimentalismo o debido a su oscura educación cristiana. Pensarían que un desliz cometido en el último momento les daría la clave. Pero se equivocaban.
Mientras removía el azúcar en la espesura de selva de su café solo, el teniente Soto habló a media voz, intentado con esas palabras arrastradas que su sombra pudiera leerle los labios, pero sin atreverse del todo a establecer contacto con ella.
—Estoy ya cansado de vosotros, de todos vosotros, fantoches petulantes que os creéis tan importantes y que nunca os habéis ensuciado las manos, ni para lo bueno ni para lo malo. No os creáis mejores que yo porque no lo sois. Únicamente habéis tenido menos oportunidades de medrar.
Y ahora, ahí tenía delante a uno de ellos, ignorante de que le habían descubierto, copiando sus gestos y comportándose con una fingida naturalidad de autómata. Su poco astuta sombra de esta mañana, peor vestida aunque aparentemente más descansada, al trabajar con otras sombras en conjunto y por turnos, reprodujo con exactitud matemática todos sus movimientos, en un juego de simetrías especulares que no tenía nada de divertido, ninguna gracia; al menos Soto no se la veía. En cualquier caso, una vez hecho el descubrimiento y constatados los manejos predecibles de aquel torpe tipejo sin gusto, Soto se olvidó por completo de él, con la desgana de los niños, que se aburren enseguida. El protocolo decía que tendría que seguirle hasta Ciudad Costera, y una vez allí, comprobar también que llegaba hasta su destino final. Así que ambos tendrían que tomárselo con calma. Al menos Soto estaba dispuesto a cumplir con la parte que le correspondía y llegar hasta ese pueblo maldito. Por él no tenía que preocuparse nadie; era mayorcito y sabía cargar con el peso muerto de las consecuencias de sus actos.
Acomodado en el tren, dejándose vencer por el sopor nacido del traqueteo regular y la velocidad constante y apenas perceptible, Soto se quedó dormido en pocos minutos; después de elegir una postura cómoda que le evitase al despertar futuros dolores cervicales y que no le provocase ronquidos guturales y escandalosos durante el trayecto.
Antes de cerrar por completo los ojos, tuvo tiempo de vislumbrar a su sombra, petrificada a escasa distancia en uno de los asientos de tapizado hortera de su mismo vagón. Solo vio eso antes de dormirse. Eso y una cantidad exagerada y problemática de ancianos de ojos acuosos agrupados en torno a él, con sus interminables peregrinajes al cuarto de baño y sus respiraciones costosas. Tampoco le ayudaba a entretenerse el paisaje infinitamente plano que escondía la verdadera línea del horizonte. Dentro del sueño no se perdía gran cosa; ni en el vagón ni en el exterior.
Después de tres horas de viaje sumido en ese duermevela, Soto tuvo que aguantar una hora más hasta llegar a su destino; treinta minutos de espera y otros tantos de viaje en autobús, por una penosa carretera secundaria en la que el polvo levantado por el vehículo era lo único visible a través de la ventana. En esta ocasión no se durmió. Estuvo leyendo los informes que había traído consigo, en los que se detallaban las personas y las actividades más importantes y significativas de Villa; todo ello resumido con una minuciosidad que hacía pensar en esos habitantes no como simples seres humanos, sino como alienígenas de otra galaxia. Leyendo los nombres y las proezas de don Rafael, el doctor Riaza, el profesor Vargas, el juez Onil y demás miembros de aquella sórdida comunidad, consiguió que el tiempo se le fuera volando. Ni siquiera volvió a interesarse por el convidado de piedra que le acechaba.
Villa era la última parada y el comienzo de un nuevo trayecto polvoriento. El autobús quedó vacío, a excepción del títere cuya actividad dependía de la del teniente.
Meses más tarde, ya de regreso en Capital, reinsertado en su antiguo departamento como capitán y en puertas de un irónico ascenso a comisario, es seguro que Soto comentaría el incidente, fanfarroneando, agrupado en torno a sus antiguos compañeros, aquellos que le dieron la espalda, por prudencia o mezquindad, y ahora le recibían con honores de héroe, por idénticos motivos.
—Me quedé allí hasta que el autobús se puso en marcha; desafiando a aquel pobre diablo con la mirada. Le vi discutir con el conductor. El menda no quería bajarse del cacharro para no tener que enfrentarse conmigo. El muy estúpido blandió su credencial del gobierno como si fuera una admonición divina, hasta que el chófer, un analfabeto todavía temeroso de Dios, accedió a dejarle a bordo.
Y también es seguro que alguno de esos recién recobrados camaradas que en su día no dieron un paso al frente para demostrar su adhesión o al menos una raquítica forma de solidaridad entre bandidos le preguntaría entre risas al todavía teniente por Villa, por ese lugar y sus gentes malditas, por la evocación misteriosa que esconde todavía su simple mención. Entonces Soto callaría, cortando en seco las risas y las bromas, añadiendo más silencio a ese otro silencio que dejó atrás y pretende olvidar. Tendría que venir en su ayuda algún otro de los presentes, más avispado, menos curioso o simplemente más precavido, que alejara la tensión del ambiente y retomara con una frase banal el curso de la diversión chusca e intrascendente.
—Vuelva a contar otra vez lo del autobús, capitán. Y díganos cómo acaba.
Y es por eso que en la historia el autobús partió a su hora, con un único pasajero, mientras que otro hombre lo seguía con la mirada bajo un sol que ya empezaba a quemar demasiado. Ahora la sombra que nacía a sus pies era de verdad.
Capítulo 3
Villa no es un lugar real, sino una maldición limitada geográficamente. Es el infierno hecho a la medida de cada uno. En ella habitan los personajes imposibles de una ciudad inventada y flota el calor enervante que sienten por dentro los condenados. Porque eso es lo primero que se nota nada más llegar, incluso antes, cuando uno se va acercando a ese siniestro pueblucho, el calor asfixiante; ese calor tórrido que abrasa en verano y sobrevive en invierno, muy descarado, crecido por la humedad cómplice que viene directamente del mar cercano. La lluvia no tiene nada que hacer en este sitio; y cuando aparece, casi siempre efímera y torrencial, no hace sino aumentar la sensación de ahogo que atenaza al pueblo desde la mañana temprano hasta el principio de la noche. Apenas quedan entonces unas pocas horas para descansar. Nada más que eso, porque, a la mañana siguiente y desde que amanece, más pronto que en otros lugares por estar aquí más hacia el este, no importa mucho que uno se refresque la cara o se duche con agua fría: antes del mediodía el sudor ya se habrá pegado a la piel formando una película viscosa y brillante, un tanto voluptuosa, y la sensación de sofoco será tal que todo el mundo por la calle irá ahuecándose las camisas y los vestidos como si estos hubieran adquirido una pesadez pecaminosa.
Resulta imposible que más vida vegetal que la típicamente desértica pueda crecer en este paraje; y la animal se reduce a nosotros, una banda de seres humanos pringosos echados a perder por propia voluntad, con ayuda de esos continuos treinta y cinco grados a la sombra; además de las chicharras, que van aumentando el ruido y la furia de su salmodia a medida que sube la temperatura. A veces el canto deviene tumulto insoportable, más insoportable aún por la paciencia que se ha perdido conforme se mueve el sol. Entonces no es extraño que alguien, cualquiera, arroje una piedra con locura y sin saber muy bien adónde, contra un espíritu, tan solo guiado por ese barullo ensordecedor que viene de los matorrales y el monte bajo resecos que se mantienen vivos a duras penas.
Villa solo tiene una calle principal, bastante larga, que desemboca en la carretera de la playa, prácticamente abandonada a ambos lados y que corre durante varios kilómetros perpendicular a la línea de la costa, donde muere a medias. Rigurosamente hablando, Villa carece de playa. Solo Ciudad Costera la tiene, y alcanza hasta ahí, donde llega esa carretera fantasmal, mal iluminada y repleta