—Váyase a casa con su mujer y aproveche sus últimos días en Capital. Acépteme el consejo y deje todo en mis manos, amigo —concluyó el jefe de Soto en un último alarde de hipocresía que al teniente se le hizo bola en la garganta y tuvo que escupir literalmente al abandonar la comisaría.
Así que las últimas noches juntos Soto y su mujer se las reservaron en pareja, bebiendo y fumando en silencio, rumiando la pena por la separación cada uno a su modo.
No resulta entonces difícil imaginarles, a Soto y su mujer, uno al lado del otro la noche antes de la llegada de este a Villa, sosteniendo con una mano los cigarrillos que languidecen y con la otra las copas que amarillean a medida que el hielo se deshace, pensando ambos en lo que se les viene encima, la soledad más absoluta, algo a lo que no están acostumbrados, a pesar de lo que quieran aparentar con su mirada triste y su aspecto avejentado. No hay vergüenza en ellos; Soto sabía en lo que se metía y su mujer nunca se lo impidió. Cuando surgió el proyecto, pues así era como se conocían sus actividades en el departamento, todo eran ventajas.
—En poco tiempo reuniremos lo suficiente como para cubrir de sobra nuestras necesidades y concentrarnos en los caprichos, el pico más alto de la pirámide. Dejaremos atrás este tedio que nos consume —aventuró Soto; sin darse cuenta de la espiral de codicia en la que estaban entrando y de la que solo podían salir despedidos violentamente por la fuerza centrífuga del crimen. Ahora ya no les quedaba mucho más que decirse ni nada de lo que convencerse.
No, no resulta difícil imaginarles porque tuvo que suceder así. Y luego ella, la mujer de Soto, con sus ojos apagados de embriaguez, le condujo a oscuras hasta la cama tomando la mano peluda y áspera del hombre entre las suyas, esqueléticas y jalonadas por los surcos azulados de las venas secas. Se desnudaron mecánicamente y cayeron de golpe, con estruendo de muelles y chasquidos de huesos. El pelo pajizo y falto de nervio de la mujer fue recibiendo a intervalos crecientes la respiración entrecortada y ronca de Soto; hasta que este ya no pudo más y terminó por hundirse en ese olvido placentero, momentáneo y estéril con el que concluían siempre sus encuentros. Se habían convertido en fieras, en verdaderas fieras, en auténticas fieras que saciaban sus apetitos insaciables en cuanto estos se presentaban, sin preocuparse lo más mínimo por el trasfondo ni las implicaciones derivadas de los actos enloquecedores a los que se lanzaban. Entonces se separaron, empapados y a punto del infarto, cada cual ocupando su lado de la cama, a la espera de que el pulso retomara su ritmo normal y uno de los dos se atreviera a ser el primero en hablar.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Soto aun a sabiendas de que esa cuestión era absurda y provocativa, dado que la única maleta preparada, y que habían montado juntos, era la de él. No miraba directamente a su mujer; ni ella a él. Tendidos boca arriba en la cama, ambos detenían sus miradas bobaliconas en el techo infinito del dormitorio.
Era evidente que se marcharía solo y lo sabía. Solamente deseaba fastidiar; y por eso volvió a insistir ante esa renuncia muda a la pelea.
—¿Vendrás conmigo, sí o no?
Ella se giró en la cama, dándole la espalda, poniendo así fin a otro posible altercado repleto de insultos, gritos y lamentos. No quería darle el gustazo de verla llorar, porque sabía que eso era precisamente lo que Soto deseaba: una carga de emotividad final para satisfacer su ego, su vanidad masculina antes de la despedida final. Quería inocularla un injusto complejo de culpa, como si hubiese sido ella la responsable de la situación actual.
Estaba dolido, Soto, y pensó: «¿Y si la forzara a acompañarme? Podría apartarla de aquí como esos otros hacen conmigo, por crueldad e hipocresía, escudándome en la incongruente justificación de que eso es lo que más le conviene. Tendría que seguir una táctica infalible; ella ya conoce todos mis trucos. ¿Sería capaz de hacerlo?»
Le guardaba algo de rencor a su mujer porque se quedaba, podía quedarse, mientras él se veía obligado a huir, con la cabeza gacha de perro apaleado. A ella no la empujaban, no la amenazaban; le permitían continuar con su vida, no había caído en la desgracia del exilio. Y ella era tan culpable como él. Se habían apoyado siempre el uno en el otro; la única manera posible de sobrevivir en aquella ciudad espléndida y despiadada que les ahogaba con sus delitos, sus mezquindades y su brillo y contra la que habían apostado su existencia. Si ahora le apartaban de ella, de Capital, todo podría venirse abajo. No soportaba esa separación, ese destierro solicitado por la opinión pública, que no es más que la conciencia culpable haciendo de centinela. Le entraron ganas de agarrarla por los hombros y darle una paliza.
A pesar de todo, Soto cedió y fue tranquilizándose poco a poco. Llegó a la conclusión de que le venía bien, por interés personal y logístico, que su mujer se quedara: esa permanencia obstinada dotaría de provisionalidad a su marcha y de sentido a su regreso; además de permitirle tener a alguien de confianza que administrara ese dinero fraudulento que no podía llevar consigo.
La oyó dormirse y no la despertó cuando salió de casa bien temprano. Tampoco dejó una nota; no por olvido, sino por deseo expreso. Antes se hacían eso a menudo, dejarse notas, cuando tenían menos edad, también más entusiasmo, y pensaban que esos mensajes cifrados que solo ellos entendían durarían siempre, que nunca se les agotarían las frases que en este momento, bastante tiempo después, morían en la tierra yerma del cerebro del hombre antes de prosperar y perpetuarse fértiles sobre un papel. Sin darse cuenta habían derrochado todas las palabras.
En la estación central, un bullicio respetuoso y cabizbajo de funeral se había instalado en los vestíbulos y los andenes, llenándolo todo del ajetreo matutino y nervioso de una gran ciudad. Las escaleras mecánicas no daban abasto y los paneles informativos cambiaban sus letras fosforescentes a medida que voces asexuadas de ultratumba anunciaban las salidas y las llegadas por una megafonía gangosa apenas audible. Oleadas de hombres y mujeres afanados en comprar billetes y coger a tiempo sus trenes competían entre sí, en una carrera frenética de atletas amodorrados, sin pertenecer de veras a ningún equipo concreto; solo responsables y esclavos de sí mismos. Para ellos existía todavía el premio tangible del regreso inmediato, después de la jornada de trabajo; no así para Soto, que se movía lentamente entre la multitud, como si la cosa no fuera con él, desequilibrado por el peso enorme de su maleta. A diferencia de todas aquellas personas, grises y monótonas como él, el teniente no se alejaba por unos días, sino que le amputaban de Capital como se hace con los apéndices de grasa inútiles y fofos que lastran el resto del cuerpo. De esa manera no podía participar de la excitación del viaje. Además, debido a su escasa velocidad, la gente no parecía percatarse de su inquietante presencia.
—Es como si ya hubiese muerto para ellos. No existo en su mundo: habito en otra dimensión, la de los apartados —se dijo en voz baja, para que no le tomaran encima por loco. Luchó intensamente contra su deseo de gritarles—: Pero aún estoy vivo; aunque quieran enterrarme en ese lugar indescriptible al que me dirijo.
—¿Ida y vuelta? —oyó que decía indiferente el taquillero uniformado de la compañía ferroviaria cuando llegó su turno. Solo despertó de su letargo ese hombrecillo casposo para mirar incrédulo la cara de Soto cuando este le pidió el billete en un solo sentido y acto seguido quiso saber cómo podría llegar desde Ciudad Costera hasta Villa. En autobús, claro. Un sitio como ese no podía albergar una estación de ferrocarril. Sentado tras esa mesa, durante unos segundos nada más, Soto había encontrado a un sujeto perspicaz, alguien que comprendía: un adivino que entendía de miserias.
Ya con el billete en su poder, Soto se encaminó a uno de los establecimientos de la estación a tomar un café. Desmintiendo la realidad, allí parecía uno más entre todas aquellas personas que hacían tiempo delante de sus desayunos completos y ridículos, con zumos concentrados que se hacían pasar por naturales, solo gracias a la buena voluntad de los consumidores, y una bollería industrial que resplandecía como si la hubiesen barnizado.
Sin embargo, no era así, no era como esas gentes, porque él estaba obligado a desaparecer. No tenía opciones.
Eligió un sitio esquinado, alejado del tumulto de la barra, en una mesita aún sucia del último cliente,