Mi tercera máxima —afirmaba— fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder sino nuestros propios pensamientos.
El célebre precepto de «vivir según la naturaleza» —procedente, por cierto, de la ética cínica, otro de los referentes de la Stoa— adquiere desde aquí todo su significado: obedecer a la razón universal inscrita en cada ser. La aceptación de nuestro destino, fundada sobre la vinculación inexorable del hombre al universo, constituye una de las ideas nucleares de la moral estoica y, en consecuencia, de Marco Aurelio.
El hombre, a diferencia de los animales, está dotado de inteligencia (nous), que nos permite descubrir ese designio, ese logos inscrito en la naturaleza. La inteligencia es nuestro principio rector, un elemento divino que los dioses han legado a los hombres en exclusiva. Marco Aurelio alude en numerosas ocasiones a este principio rector, expresión con que los estoicos identifican al alma racional humana y a su capacidad para comprender nuestros actos, discernir su conveniencia y controlar los impulsos negativos. Es patente el desprecio de Marco Aurelio por todo lo corporal, legado, obviamente de Platón: «Desprecia tu cuerpo, que es tan sólo sangre, unos huesecillos y un tejido de nervios, de pequeñas venas y de arterias» (II.2). En palabras de Epícteto, que asume el emperador: «Tú, alma mía, no haces más que llevar sobre ti un cadáver» (IV.41). El alma debe ser purificada de lo sensible. Ceder al deleite o a la turbación es humillar su grandeza. «¡Si llegaras alguna vez, oh alma mía, a ser buena, sencilla, uniforme, sin rebozo y más patente a los ojos de todos que ese cuerpo de que estás vestida!» (X.1) Platón omnipresente.
El principio rector, núcleo del alma racional humana, es tan poderoso que el estoicismo fundamenta en él todo bien y toda verdad, negando la necesidad de volcarnos en el exterior. El logos universal está en nosotros. «Busca en tu interior. Dentro de ti está la fuente del bien, que puede manar de continuo si profundizas en ella» (VII.59). El corolario inevitable a esta exhortación con claras resonancias místicas es el repliegue hacia el interior que protagonizó la filosofía estoica, y que Marco Antonio llevó hasta sus últimas consecuencias: la virtud como refugio, como esa ciudadela interior (para utilizar la afortunada expresión de Pierre Hadot), donde hallar la paz en este conflicto sin pausa que es la vida.
Una de las máximas más reiteradas de Epícteto, que hace suya Marco Aurelio, es la que aconseja apartarnos de lo que no depende de nosotros. Y ello porque el bien se dice únicamente respecto de lo que está en nuestra mano, pero también porque lo externo en nada nos afecta. Hay aquí un argumento terapéutico (X.3): no debemos temer a ningún acontecimiento puesto que si sucede de tal forma que puedas naturalmente soportarlo, no te turbará; pero si sucede lo contrario, tampoco te irrites, porque nada podrás hacer. Si logramos comprender esto actuaremos en consecuencia: soportando todo acontecimiento, aceptándolo como algo inevitable. Es absurdo rebelarse o irritarse contra lo que no depende de nosotros. La ataraxia (o imperturbabilidad) estoica está servida: «Ser semejante —nos aconseja— a un promontorio contra quien las olas de la mar se estrellan de continuo y él se mantiene inmóvil» (IV.49). Y en sintonía con esa ataraxia también la autarquía (o autonomía), —ambas de raíz cínica— como requisito de toda virtud y de toda eudaimonía (felicidad): «Es mendigo el que precisa de otro y que en sí mismo no tiene todo cuanto es útil para la vida» (IV.29). Este desprecio de lo externo rige tanto para los bienes (riquezas, placeres, honores, etc.), como para los males (la muerte, las enfermedades, los temores, los insultos, etc.).
Su vida fue más la vida de un asceta que la de un emperador, austero en su vestimenta, sencillo en sus costumbres: «Mira bien, no te transformes en César de pies a cabeza, ni te revistas de este carácter de soberanía y majestad, como suele suceder» (VI.30). ¿Quién diría que rubrica estas palabras un emperador? Era frugal al extremo en su dieta (a penas una vez al día y un poco de triaca que le proporcionaba Galeno), y con escasas horas de sueño iniciaba el nuevo día. Consérvate, pues, en un aire de simplicidad, de bondad, de entereza, de gravedad, de seriedad.
Conviene, no obstante, puntualizar al este respecto que la ataraxia no comporta una actitud insensible, algo de lo que con cierta frecuencia se ha acusado al estoicismo. Séneca respondía indignado que ninguna escuela sentía mayor amor por la humanidad, no tendría mérito soportar con valentía aquello que no se siente.
Para Marco Aurelio la virtud es el único fruto verdadero de nuestro paso por la tierra (VI.30). No hay para el sabio mayor desdicha que la incoherencia moral (de nuevo, Sócrates en el horizonte). Una coherencia que Marco Aurelio siempre asoció al bien común. La búsqueda del bien común y la participación en sociedad se hayan para él inscritas en la ley natural que a todos nos gobierna y justifica nuestra integración en el cosmos. Formamos parte de un todo, por ello, lo que me conviene a mí conviene a todos, y viceversa. «Lo que tiene el primer lugar en la condición humana es lo que mira a la común sociedad» (VII.55) —afirma—. «Hemos nacido para ayudarnos mutuamente» (2.1). Por ello, para él, la virtud suprema es la justicia (XI.10), como para Platón, aunque para este emanaba de la ley y para Marco Aurelio de la propia naturaleza. En ella se resumen todas las demás y de ella dependen. Virtudes estoicas que él persiguió denodadamente como la prudencia, la magnanimidad, la reflexión, la veracidad, el sentido comunitario, la condescendencia, la imperturbabilidad, la mesura, la fortaleza, la decencia, la libertad, la valentía, la autosuficiencia, la disciplina… Un auténtico decálogo moral, base de una triple preceptiva: frente a los deseos, frente a la acción y frente a los juicios.
El Marco Aurelio emperador buscó con ahínco la justicia, que para él llevaba aparejadas la benevolencia y la entrega a los demás, con la conciencia de la contradicción entre el espíritu del filósofo y el del guerrero. Siempre descreyó de la síntesis platónica de política y filosofía: «¡Pero cuán despreciables son estos políticos y hombrecillos que, según su parecer obran filosóficamente, estando llenos de presunción» (IX.29). No era esta una contradicción menor, ante ella Marco Aurelio no pudo sino construir un baluarte interior, fortificar su alma con las más altas murallas para preservar lo único que está en nuestra mano: la reflexión libre de pasiones. El emperador vivió con angustia la difícil conjugación de ambos mundos, entre la vida del amante de la sabiduría y la del gobernante, robando al sueño horas para su mayor placer: la lectura. Una tensión tanto más difícil de disolver cuanto él sólo entendía la filosofía como forma de vida. La armonía entre ambas, o cuando menos, el modo de sobrellevarlas sin desmayo, la halló en la doctrina estoica del deber. «Yo hago y cumplo con mi deber, las demás cosas no me llaman la atención». (VI.22)