Su inclinación por la filosofía no era nueva, desde muy temprano se vio cautivado por ella, adoptando como vestimenta la toga filosofal desde los trece años. La barba con la que aparece representado en su madurez fue también un signo de su profunda identificación con la filosofía, a la que hubiera deseado dedicarse íntegramente como manifiesta con cierto tono de lamento:
Si a un mismo tiempo tuvieses madrastra y madre, procurarías obsequiar a aquella, y, sin embargo, hacer continuas visitas a tu madre; imagínate, pues, ahora que éstas son para ti la corte y la filosofía: vuelve muchas veces a ésta, y con ella descansa con cuya existencia te parecerán soportables los asuntos ocurrentes en la corte, y te podrán tolerar a ti (VI. 12).
La filosofía dominante en Roma, y también la más prestigiosa, era el estoicismo. Pronto Marco Aurelio se vería cautivado por esta corriente de la mano de su maestro y filósofo estoico Junio Rústico. El emperador se deshace en elogios hacia él: por apartarle de la pura retórica y la sofística, así como de escribir sobre teorías (sólo concibe la filosofía como filosofía práctica); por mostrarle la necesidad de un enderezamiento moral del carácter; por enseñarle a leer con precisión sin dejarse llevar rápidamente por opiniones ajenas; o por descubrirle la grandeza de los textos de Epícteto.
Con veinticinco años de edad, el que está a punto de convertirse en emperador de Roma, ha decidido seriamente, ante la imposibilidad de una completa dedicación filosófica, adoptarla como forma de vida, lo que en términos del estoicismo significa vivir según el dictado de la naturaleza (VIII.1). No olvidemos que en esta época el estoicismo se había convertido fundamentalmente en una doctrina moral, sobre todo a partir de Séneca. Fueron sus maestros también: Apolonio de Calcedonia, que su padre adoptivo, Antonino Pío, había hecho venir a Roma para que impartiera docencia en su propia casa, y Sexto de Queronea, sobrino del neoplatónico Plutarco, cuya amistad y estima filosófica y moral perdurarían más allá de su llegada al trono. Su recuerdo de Sexto en las Meditaciones es un mosaico de virtudes morales (I.9).
En el año 161 muere el emperador Antonino dejando el imperio, como estaba estipulado, en las manos de quien a partir de entonces tomaría el nombre de Imperator Caesar Marcus Aurelius Antoninos Augustus. La sucesión por adopción del emperador no era extraña en Roma, fue práctica habitual desde el asesinato de Domiciano en 96. Nerva, su sucesor, iniciaría esta práctica intentando evitar las luchas intestinas por el poder, y perduraría hasta Marco Aurelio, que rompió la tradición nombrando a su hijo Cómodo. El recuerdo que Marco Aurelio tiene de su padre Antonino, que así le llama, sin matización, en el capítulo primero de sus Meditaciones, es una abrumadora enumeración de virtudes morales y éxitos políticos.
Sus primeras decisiones no tardan en desvelar su altura moral, al proponer al Senado compartir el trono con su hermano adoptivo Lucio Vero en cumplimiento de los deseos de Adriano, que no por obligación legal. Dos hermanos completamente distintos en su carácter, vividor y expansivo el uno, sobrio y reflexivo el otro. Lo que no impidió, sin embargo, que mantuvieran una respetuosa, cordial y leal relación hasta la muerte de Lucio en 168 a causa, probablemente, de la peste en el frente norte.
Los diecinueve años que le tocó regir el trono de Roma no fueron nada fáciles. Una sucesión constante de guerras y sublevaciones internas y externas jalonan su mandato, unidas a catástrofes naturales, peste y hambrunas. Su reinado fue el de un hombre entregado por completo a su deber, casi obsesivamente, a pesar de su secreto anhelo de una vida dedicada a la filosofía. «Lo mismo es el que tú cumplas con tu deber yerto de frío o bien abrigado, falto de sueño o harto de dormir, murmurando o alabado» (VI.2). Él lo concebía, en el marco del estoicismo, como la realización de su propia función en el orden global del cosmos.
No fue, sin embargo, un emperador bien comprendido. Su manifiesta aversión al circo sanguinario del Coliseo, tan querido por el pueblo llano, les distanciaba. Por otra parte, no eran menos los que recelaban de su amistad con gramáticos y filósofos, una pérdida de tiempo incomprensible para el emperador de Roma, Jefe supremo del ejército más poderoso. Y ello a pesar de haber sido un emperador magnánimo, preocupado por las garantías jurídicas y las condiciones de vida de los más humildes. Un emperador honrado a carta cabal, que subastó tesoros imperiales para sufragar los onerosos gastos de las campañas en Germania. ¡Qué lejos de aquellos emperadores que usaron su cargo para enriquecerse!
La situación de Marco Aurelio parece incluso empeorar en la segunda parte de su mandato, tras la desaparición del soporte que tenía en su hermano Lucio Vero. Desde el 166 hasta la muerte de Marco Aurelio en 180 todo será una constante concatenación de acciones bélicas —a excepción tan sólo de tres años de tregua— que el emperador vivirá en primera persona en el frente de batalla. Allí escribe sus Meditaciones, probablemente en los últimos diez años de su vida. Estuvo ocho años fuera de Roma, en el frente más abierto y peligroso del Imperio. Podía haber delegado el mando de las tropas en alguno de sus generales, pero no lo hizo. Aparentemente controlada la situación militar, y antes de regresar a Roma, dio un largo rodeo para pasar por Atenas (la capital del otro imperio, el que alimentaba su espíritu). Poco estuvo en Roma, un nuevo retroceso de sus ejércitos ante las acometidas germanas le llevaron de regreso al frente. Murió en él a los 58 años, cerca de Vindobon (actual Viena), probablemente a causa de la peste, como su hermano.
La historia le suele recordar como un emperador magnánimo que acalló los nombres de los responsables de un complot contra él y que desoyó, o quiso desoír, las voces que hablaban de las infidelidades de Faustina, su mujer. Él sólo tuvo palabras cariñosas para ella en sus Meditaciones. Su imagen para algunos aparece enturbiada por su persecución a los cristianos, a quienes consideraba fanáticos, necrófilos (XI.3) y, sobre todo, enemigos del Imperio. En este contexto debemos tener presente que el cristianismo representaba una amenaza para la religión romana, y no olvidemos que ella constituía uno de los pilares básicos imperiales.
La obra que hoy conocemos como Meditaciones es, por diversas razones, una obra excepcional: no sólo, ni fundamentalmente, por su estilo elegante y culto; o por ser el único testimonio escrito de una de las figuras más relevantes del estoicismo tardío; sino, ante todo, por la exquisita sensibilidad que destilan esas notas cargadas de autenticidad y humildad; por la fuerza introspectiva de sus reflexiones reveladoras de su radical identificación entre filosofía y vida; por su penetrante comprensión del desvalimiento y pequeñez de la condición humana en boca, y tiene su mérito, de quien siempre estuvo en la cúspide de la pirámide; por su implacable compromiso moral que aflora en cada reflexión (Stuart Mill lo alabó como «el proyecto ético más perfecto del espíritu antiguo»). En definitiva, uno de los libros de más honda sabiduría y más noble humanidad de cuantos se hayan escrito, frecuentemente calificado como el gran «evangelio pagano»; un monumento a la introspección humana, uno de los más tristes y desoladores. Nada hay en ellas de las gestas del emperador que las redacta, nada de sus dificultades políticas o militares, sólo las desnudas reflexiones de un hombre obsesionado con la virtud y la muerte. Redactadas en segunda persona, rememora el diálogo socrático (autor, por cierto, que más veces aparece en su obra), aunque su interlocutor sea él mismo como venimos diciendo. Porque, su soliloquio es, como fuera para Sócrates y Platón toda reflexión, un diálogo del alma consigo misma, un refugio, una fortaleza a resguardo de las pasiones (VIII.48). De ese modo entendía él la filosofía, como un refugio frente a las disputas, las batallas y los problemas que el imperio le deparaba (VI.12). Sócrates fue el gran referente para los estoicos ante todo por dos razones (dos grandes núcleos, por cierto, del saber antiguo) implicadas en lo antes dicho: por comprender, en primer lugar, que la filosofía no podía ser sino una forma de vida (antes que un corpus teórico al estilo moderno); y, por otra parte, por su asunción de la muerte como destino, como un suceso natural inscrito en la propia condición moral