Menos complejo resulta explicar, a pesar de que pueda sorprender, por qué el emperador de Roma escribió en griego sus Meditaciones. En primer lugar, no debemos olvidar que desde niño se hallaba perfectamente familiarizado con la lengua helena, lengua culta por excelencia. Pero, en segundo lugar, hay que comprender que el griego era entonces la lengua natural de la filosofía, como en el medievo lo será el latín.
El desconcertante rótulo con que encabezó Marco Aurelio sus notas filosóficas: Ta eis heautón, ha propiciado un variado elenco de títulos para sus numerosas ediciones a lo largo de la historia: Soliloquios; Pensamientos morales; Reflexiones morales; De Officio vitae («Del deber de la vida»); Commenaria quos ipsi sibi scripsit («Comentarios que él ha escrito para sí mismo»); Admoniciones; pero el más utilizado ha sido el de Meditaciones.
La obra consta de doce libros con dos partes bien diferenciadas: los libros II al XII contienen sus reflexiones filosóficas, un auténtico soliloquio espiritual; y, el libro I en el que Marco Aurelio recuerda a todas aquellas personas (familiares, amigos y maestros), que representaron algo importante en su vida. En su conjunto no es una obra de fácil lectura. Resulta desorganizada, inconexa y reiterativa (salvo excepción, tal vez, de los libros II, III y XII), a lo que se añade la inescrutable oscuridad de algunos fragmentos. Una oscuridad que procede tanto del uso de la terminología filosófica estoica (una clara influencia formal de Epícteto), como del carácter conciso y concentrado de unos apuntes privados. Seguramente no es casual su admiración por Heráclito, apodado el oscuro. Tampoco abundan en ella las frases agudas e ingeniosas, su estilo es austero, pero compensa con creces su honda sabiduría de la vida. Aunque constituida por reflexiones aisladas entre sí, dotadas de sentido autónomo, las Meditaciones adquieren unidad a la luz de sus presupuestos filosóficos y su intención moral. Por otra parte, aunque poco estructurada como obra (recordemos que no fue pensada como tal), sus reflexiones no son apresuradas, su cuidado estilo y sus oportunas y pensadas metáforas, así lo indican. En todo caso, para comprender su sentido debemos alejarnos de la lógica moderna del tratado sistemático. Marco Aurelio empleó el recurso literario que mejor se adaptaba a su objetivo de escribir un memorándum de las virtudes que deseaba guiaran su vida en todo momento. Por ello, junto a las reflexiones filosóficas sobre aquellas, se erige un monumento al recuerdo del legado espiritual de quienes todavía, años después, consideraba un ejemplo moral. Sus Meditaciones fueron, ante todo, un recurso terapéutico para sí mismo en su imperiosa y constante necesidad de autorrealización. Un propósito, por tanto, formativo, no informativo. Este y no otro es el sentido del rótulo que encabezaban sus notas. Un género literario, por cierto, con entidad propia en la Antigüedad denominado hypomnemata, con el que se designan las notas escritas para uno mismo. Consideradas desde esta perspectiva, se comprenden bien las reiteraciones y la falta de estructuración del texto.
Sus aforismos tienen forma sentenciosa, como ha sido históricamente característico en los escritos de contenido moral, y, en su caso, idóneo para recordar los principios estoicos de manera eficaz. Recurso expresivo que carga el texto de fuerza prescriptiva, de invocación a la acción moral, a lo que contribuye la utilización —a semejanza del Enquiridión de Epícteto— de la metáfora y la comparación. Siempre lejos de la desmesura y el lucimiento discursivo propios de la retórica, cuyo abandono agradece sinceramente a los dioses (I.17).
Las Meditaciones de Marco Aurelio representan uno de los hitos fundamentales del estoicismo romano, y, a decir de algunos, la última gran obra de esta corriente. Sirvan las breves referencias históricas y doctrinales que siguen para ubicarla. La escuela estoica fue fundada por Zenón de Citio allá por el siglo III a.C. en Atenas. Figuras como Cleantes y Crisipo continuaron sus enseñanzas en lo que se conoce como estoicismo antiguo. Su corpus doctrinal abarcaba tres disciplinas: física, lógica y ética. Muy pronto llegó a Roma de la mano de filósofos como Panecio de Rodas o Posidonio, a los que se uniría, desde dentro, Cicerón, donde caló con gran facilidad por su cercana idiosincrasia al pueblo romano. Fue el llamado estoicismo medio (siglos III a I a.C.) que ya había consumado el giro hacia la temática moral. Una característica que se acentuará en el último período de la Stoa, el llamado estoicismo nuevo, durante los siglos I y II d.C. cuyos tres grandes referentes fueron: Séneca, Epícteto y Marco Aurelio.
La obra de Marco Aurelio está imbuida de un profundo pesimismo. No sólo por su obsesiva preocupación por la muerte y el paso del tiempo, sino también por la perpetua distancia entre lo real y lo ideal, distancia que su estoicismo moral percibe como un inevitable desgarro, llamados como estamos a alcanzar la virtud y condenados a la par al fracaso. La vida es breve y oscura, «una guerra perpetua y la corta detención de un peregrino» (II.17). Un pesimismo no exento de nostalgia por lo que en otro tiempo fue grandioso y hoy ya ha sido olvidado: «todas las cosas son caducas, y presto vienen a hacerse fabulosas, y es que un pronto y total olvido las cubre y sepulta» (IV.33). Lo mismo es vivir mucho que poco, la muerte nos iguala a todos: «¿qué viene a ser el espacio de un día que había de mediar? Del mismo modo piensa que no debe reputarse por cosa grande el que mueras al cabo de muchísimos años o mañana mismo» (IV.47), porque todo se repite en un eterno bucle sin fin, una y otra vez. Veríamos lo mismo en diez años que en doscientos (II.14). No debemos ansiar vivir por vivir, ansiar una vida larga, al final, todos acabamos igual. La muerte, por otra parte, como dijera Epicuro —otro referente ineludible—, no es un mal para uno mismo porque nunca estará mientras esté yo, y cuando ella esté, ya no estaré yo. Sólo la muerte ajena es vivida. «Cíñete al tiempo presente» (VII.29), nos aconseja, pero no porque el presente sea grandioso, al contrario, es insignificante, sólo lo pasado y lo porvenir es infinito, pero es lo único que tenemos. «Todo el tiempo presente es un punto en la eternidad; todas las cosas son de poco momento, caducas, perecederas, vanas.» (VI.36). No debemos temer a la muerte, hay que aceptarla en tanto obra de la naturaleza. Marco Aurelio se inscribe así en esa larga tradición que concibe la filosofía como meditatio mortis (Platón, Cicerón, Séneca, y, posteriormente, Schopenhauer o el existencialismo contemporáneo). Si la muerte no es ninguna desgracia frente a la insignificancia de la vida, ¿qué es lo que te retiene aquí? (V.33), se pregunta Marco Aurelio. Mientras el cuerpo que mantiene la vida no ceda, no debe el alma renunciar tampoco. Pero cuando ya no podamos «disponer de nosotros mismos», habrá que valorar si no sea el momento de «expulsarse uno mismo» (expresión eufemística del suicidio, que el emperador siempre vio como una opción legítima tras una decisión racional (XI.3). En todo caso, no se trata de un deseo de muerte, sino de su aceptación como algo natural. Una meditación que, para el estoicismo (y frente a chatas interpretaciones), nos reconcilia con la vida porque nos impulsa a volcarnos en cada instante y vivirlo intensamente: «que cada día transcurra como si fuera el último».
Detrás de esta concepción del tiempo y la muerte se percibe con toda nitidez la influencia de Heráclito, uno de los ejes del estoicismo y autor admirado por Marco Aurelio. La lúcida concepción heracliteana de lo real como un torrente fugaz y caduco se encuentra omnipresente en sus Meditaciones. Véase si no esta célebre frase tan cercana al de Éfeso, incluso en las metáforas: «El tiempo de la vida del hombre no es mas que un punto, su esencia fluye, (…) todas las cosas propias del cuerpo son a manera de un río, que siempre corre; las del alma vienen a ser un sueño y poco de humo; la vida una guerra perpetua…» (II.17). Se distancia,