Es importante recordar que la vigilancia y la infiltración de organizaciones sociales y políticas, que efectuaba la policía política, tenía el propósito de impedir que se cometieran los delitos tipificados y penados por el Código Penal y la legislación sobre seguridad del Estado e identificar a los responsables. Esta legislación dejaba un margen estrecho al Poder Judicial para ejercer su independencia, al tensionar el resguardo del orden público, entendido como un bien común, por encima de la obligación legal de garantizar los derechos de las personas y las libertades públicas. Se agregaba además que los ministros de las cortes de apelaciones, designados por el Ejecutivo, se encargaban de los procesos de desafuero de los legisladores, lo que potencialmente coartaba «la libertad de los parlamentarios»316.
El Código Penal de 1874 había tipificado en su título segundo los delitos contra la Seguridad interior del Estado (arts. 121 a 136). En ellos se identificaban las distintas motivaciones, formas de participación, circunstancias y actuaciones de quienes promovieran y realizaran alzamientos contra el Gobierno legalmente constituido y se establecían las sanciones correspondientes. También se dejaba establecido en el artículo 128 que la autoridad debía intimar a los sublevados a deponer su actitud antes de usar la fuerza pública para disolverlos, pero esa prevención era innecesaria «desde el momento en que los sublevados ejecuten actos de violencia»317.
La ley 5.091, titulada «Sanciona Delitos contra la Seguridad Interior del Estado» fue promulgada por el presidente Juan Esteban Montero el 18 de marzo de 1932, cuando estaba en marcha la conspiración para derrocarlo. Estableció en su primer artículo las sanciones para quienes «indujeren a uno o más miembros de las Fuerzas Armadas o Carabineros, a la indisciplina o el desobedecimiento de sus superiores jerárquicos, o de los poderes constituidos de la República»318.
En su artículo 3º hacía referencia a la ley 4.935 promulgada por el presidente Carlos Ibáñez, el 3 de febrero de 1931. De acuerdo a esa ley, los crímenes y simples delitos contra la Seguridad del Estado eran delitos militares, señalando que «serán castigados en conformidad al Código Penal, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 261 del de Justicia Militar». Sancionaba expresamente los crímenes y delitos cometidos «en la persona del Presidente de la República» con penas hasta tres grados superiores según se tratara de una tentativa, delito frustrado o consumado y establecía que estos delitos serían juzgados por tribunales militares, considerando que el tribunal de primera instancia sería el consejo de guerra de más alta graduación. La sentencia sería apelable ante la Corte Marcial correspondiente en el momento de la notificación, no procediendo otro recurso en contra del fallo de la Corte Marcial que el de revisión. En su artículo 10, sin embargo, dejaba establecido que los delitos cometidos por civiles sin asimilación militar, los conocería un ministro de la Corte de Apelaciones respectiva y en segunda instancia el Tribunal en Pleno con excepción de ese ministro.
En el marco de esa ley, la competencia sobre el tribunal correspondiente para los delitos contra la seguridad interior del Estado sería disputada en muchas ocasiones, en particular al concurrir simultáneamente delitos militares. En la sentencia de la Corte Suprema en el caso «José María Fictis y otros, atentado contra la seguridad del Estado», en la que se aplicó la ley 4.935 y el Código de Justicia Militar (art. 13), la Corte Suprema declaró que era competente para conocer de un proceso «por delitos contra la seguridad interior del Estado el correspondiente ministro de la Corte de Apelaciones, no obstante, de aparecer después que uno de los inculpados había también cometido un delito sometido al fuero militar»319.
En la sentencia de este caso, la Corte reflexionó sobre la declaración de incom-petencia del juez debido a la circunstancia de concurrir un delito militar, dado que uno de los inculpados al ser aprehendido agredió con arma de fuego a un carabinero. Revisó la fundamentación del comandante en jefe del Ejército para este caso, en relación con las atribuciones que esta ley otorgaba a los tribunales militares. También analizó la doctrina jurídica sobre la consideración de que un ministro de Corte y la Corte en pleno constituían un tribunal especial para este tipo de casos, «jurisdicción que no pierde tal carácter por el hecho de ser ejercida por funcionarios del orden judicial ordinario»320.
Adicionalmente, señaló que en este caso ambos delitos eran de «jurisdicción especial sometidos unos a los Tribunales Militares en tiempos de Paz (maltrato de obra a un carabinero) y otros a los Tribunales Especiales creados por la ley 4.935»321. La Corte fundamentó su decisión en la historia de la ley, concluyendo que: «Si se atiende a la historia fidedigna del establecimiento de esta ley, se llega necesariamente a la conclusión de que la creación de un Tribunal especial para juzgar a los civiles por delitos contra la seguridad interior del Estado, se inspiró precisamente en el deseo de sustraerlos a la jurisdicción militar»322. Finalmente la Corte resolvió que la competencia pertenecía a la Corte de Apelaciones de La Serena y señaló que se transcribiera esta resolución al comandante en jefe del Ejército323.
La ley 5.091 del 17 de marzo de 1932 estableció que cuando los delitos mencionados fueran cometidos exclusivamente por civiles, sin asimilación militar, «conocerán en primera instancia un Ministro de la Corte de Apelaciones respectiva y en segunda instancia el Tribunal Pleno con exclusión de ese Ministro», ratificando expresamente la doctrina establecida en las sentencias previas de la Corte Suprema basadas en la interpretación del espíritu de la ley 4.935 de 1931324.
La ley 5.091 otorgó al juez sumariante de la Corte de Apelaciones respectiva —como juez de primera instancia— una preeminencia en relación con el fiscal militar y el juez militar en este tipo de casos, cuyas facultades «se entenderán aplicables al Ministro sumariante». Dejaba establecido que las sentencias de primera como de segunda instancia, deberían dictarse en el plazo de tres días, contado desde que el proceso quedara en estado de resolverse. Según la ley, los mismos delitos cometidos «conjuntamente por militares y civiles, serán juzgados por los Tribunales Militares en tiempo de paz, en la forma ordinaria». Independientemente de las particularidades de las sentencias en estos casos, se hace evidente la sensibilidad jurídica y política de los ministros de las Cortes, de los gobiernos, y de los actores políticos respecto de la importancia del rol del Poder Judicial en el mantenimiento del orden público y la seguridad interior del Estado.
Conspiraciones e inestabilidad política
Las conspiraciones se multiplicarían durante 1932. La policía denunció a la justicia del crimen de Valparaíso lo que fue conocido como complot del ropero, que respondió a una conspiración en la que estuvo involucrado Carlos Dávila. El juez estaba dispuesto a llegar «al fondo de las cosas» y en un determinado momento dispuso la detención de Dávila, quien resultó inubicable. Pero el juez se hubo de declarar incompetente por tratarse de un delito de seguridad interior del Estado. Se designó a un ministro de la Corte de Apelaciones. Entonces reapareció Dávila y declaró ante el ministro, permaneciendo detenido algunas horas y luego se ordenaría su libertad incondicional325.
El caso requeriría de una investigación amplia. La sentencia se dictó el 2 de abril de 1932. En ella fueron identificados como responsables Filomeno Cerda y Carlos Brizuela «sindicados de preparar un movimiento contra la seguridad interior del Estado». Los antecedentes sobre este plan obraban en poder de la Sección de Investigaciones. La sentencia detalló cómo se había instalado un armario en el lugar escogido para las reuniones, al interior del cual se introdujo el teniente Carlos Herrera, quien conectaría una alarma para avisar a los demás agentes de Investigaciones. Se describía el plan que se expuso en esa reunión, lo que confirmaría la participación de los acusados en la conspiración para derrocar al Gobierno. La sentencia no incluyó las declaraciones que inculpaban a Dávila, omitiendo también la relación de los acusados con Dávila. Tampoco consideró las declaraciones de Cerda, quien habría dicho que el objetivo del movimiento era la vuelta de Ibáñez al Gobierno, aunque en otro momento se indicaría que se había acordado la «liquidación de Ibáñez»326.
Dávila negó que hubiera propiciado el derrocamiento del Gobierno y Cerda afirmó lo contrario en una audiencia conjunta.