Jurisprudencia y derechos de los procesados
Con frecuencia diversos grupos políticos, principalmente los comunistas, eran considerados sospechosos de ser subversivos y no solamente eran vigilados. También eran detenidos por disposición del Poder Ejecutivo por expresar sus ideas políticas en reuniones y ámbitos públicos, promover la organización sindical, organizar paros, huelgas y movilizaciones en función de reivindicaciones económicas y demandas sociales. La represión de esas iniciativas se justificaba en nombre del orden público y de la seguridad del Estado procediendo a veces a la detención «preventiva» de los dirigentes y participantes, trasladándolos a distintos lugares del país o manteniéndolos en prisión según los casos.
En el contexto de una represión política rutinaria, la Corte Suprema dejaría en claro que la ley garantizaba algunos derechos a los detenidos y que los jueces debían exigir su cumplimiento. El 31 de marzo de 1932, al acoger el recurso de amparo presentado en favor de «Delfín Alcaide y otros», quedaría establecido que el mandato de detención o prisión requería «el nombre y apellido de la persona que debe ser aprehendida puesto que representa garantía de la libertad individual»308. Los acusados habían sido detenidos con una orden de detención general que no los individualizaba, por incitar «a la realización de un paro general en contravención a la ley». La Corte Suprema señaló expresamente que si se tenía sospechas contra determinada persona debía procederse a la denuncia y a «la procedencia de la orden de detención o prisión con todos los requisitos legales y muy en especial el de la individualización» establecida por el Código de Procedimiento Penal (art. 303). La sentencia señaló además que «se llama la atención del juez recurrido, don Ambrosio Rodríguez, hacia la irregularidad que importa expedir mandamientos de detención o prisión sin los requisitos establecidos»309.
Sin embargo, el Poder Judicial no siempre había procedido con el celo exhibido en la sentencia recién comentada. Desde el siglo XIX, se denunciaría con cierta frecuencia la aplicación de tormentos a los detenidos con la tolerancia de las autoridades y la indiferencia de los jueces310. Las denuncias judiciales de tales prácticas eran escasas, principalmente debido a la ineficacia de los recursos, las dificultades de la prueba y la levedad de las condenas. Se trataba de situaciones que se arrastraban por décadas, como lo denunciara el jurisconsulto Robustiano Vera en 1891, quien, en un breve artículo, describió la indefensión de los detenidos ante la impunidad de las prácticas policiales, debido precisamente a la colusión de los jueces con dichas prácticas311. Esa descripción se mantendría vigente, con pocas variaciones, al menos hasta cuarenta años después:
Los sindicados de un delito no son llevados en el acto de su captura a la cárcel, sino que se les deja en los cuarteles de policía. La pesquisa no la hace el juez sino los agentes de policía que están a las órdenes de cada juzgado. El juez los interroga y si no se le confiesa el delito a pesar de las amenazas, insultos, maltrato y de otro rigor, se entrega el presunto culpable a esos agentes para que le hagan confesar. Estos verdugos no llevan el preso al juez hasta que no van a decir lo que se le ha arrancado por el tormento. Si vuelve a negar, queda otra vez en manos de esos verdugos, que repiten la operación hasta que el infeliz dice lo que se le ha dicho que declare y se le hace reo muchas veces sin serlo. Los datos que da entonces se consignan por escrito, son los que en la tortura se le han enseñado; es una lección que repite por miedo a otro nuevo castigo, sino igual, al menos más terrible. Si después de esto el procesado es trasladado a la cárcel y denuncia la flagelación y retracta su confesión, el juez entonces llama a declarar a los que el reo ha indicado como autores del tormento, si es que los conoce o puede dar la filiación de ellos. Estos niegan y entonces queda establecido que la confesión es válida, porque no ha existido tormento y entre tanto las nalgas, brazos y muñecas de esos infelices, manifiestan que realmente han sido víctimas de esas flagelaciones nocturnas y sin más testigos que los mismos que las ejecutaron. [...]
No concebimos como se pueda tener incomunicada a una persona más de un mes, y se la deje expuesta a contraer una enfermedad o sufriendo rigores innecesarios. Solo esto se explica por desidia del juez en no agitar el sumario o porque quiere hacer sufrir a esa persona abusando de ese derecho312.
La tortura como tema judicial
Aunque los casos encausados por delitos de tortura eran muy pocos, la Corte Suprema condenó a algunos funcionarios policiales responsables de tormentos aplicados a los reos. Así ocurrió en el proceso contra el subcomisario de Investigaciones de Carabineros de Valparaíso, Celedonio Cáceres González y otros agentes, quienes fueron denunciados por Carlos Beltrán, Ismael Gana y José del Carmen Alarcón al 2º Juzgado del Crimen. Los denunciantes dijeron haber sido acusados de un robo de lapiceras y haber sido flagelados salvajemente y que el juez los había dejado en libertad incondicional, comprobando su total inocencia.
El subcomisario fue inicialmente condenado por aplicación de tormentos a tres años y un día de cárcel, lo que implicaba la expulsión del Servicio. Apeló de la sentencia. La Corte Suprema tuvo a la vista el testimonio de los denunciantes que relataban la brutalidad de las torturas. Estas se prolongaron durante dos días y fueron certificadas por un médico legista, quien comprobó las heridas y contusiones de los detenidos. La Corte Suprema condenó al subcomisario a presidio menor por dos años y a la separación del Servicio de Carabineros. En la sentencia de 1º de abril de 1932, la Corte Suprema consideró la irreprochable conducta anterior y el celo funcionario como atenuantes para la rebaja de la pena, no obstante reconocer que se trataba de delitos reiterados. El subcomisario negaría hasta el fin haber flagelado a los prisioneros, los que habían resultado absueltos de los delitos de los que se les había acusado313. La reducción de las penas a esos funcionarios, probadamente culpables de flagelaciones, reflejaba la tolerancia de la autoridad y el saber común de que se maltrataba rutinariamente tanto a los detenidos por simples delito como a los «enemigos» de la República.
Poder Judicial y seguridad interior del Estado
En la década de 1930, los redactores de las leyes y decretos leyes de seguridad interior del Estado tenían claro el papel esencial del Poder Judicial. En la dictación y la modificación de la legislación relevante se debatía intensamente la jurisdicción de primera instancia y los procedimientos judiciales aplicables a los delitos políticos, sobre todo los delitos contra el orden público y la seguridad interior del Estado. Entre la caída de Ibáñez en julio de 1931 y la elección de Arturo Alessandri como Presidente de la República en octubre de 1932, varios decretos leyes asignaron jurisdicción en dichos casos a los Tribunales Militares, las Cortes de Apelaciones, y hasta «Tribunales Especiales» (creados por la ley 4.935 de 3 de febrero de 1931). Además, debido a la complejidad de la legislación, se presentaban dudas sobre cuál sería la instancia «correcta» para procesar algunos casos314.
El siguiente caso ilustra esos dilemas. El 31 de marzo de 1932, la Corte Suprema resolvió que el ministro de la Corte de Apelaciones de Concepción, don Humberto Bianchi, debía continuar el proceso. El ministro se había declarado incompetente en la causa seguida contra Ramón Sepúlveda Toro y otros «por un atentado contra la Seguridad del Estado», porque los inculpados antes de ser aprehendidos ofendieron públicamente a Carabineros, delito militar sancionado en el artículo 287 (b) del Código de Justicia Militar. El juez militar sostenía, a su vez, que uno de los delitos a investigar y sancionar era el delito tipificado por el Código Penal en su artículo 123 y «contemplado, en consecuencia en la ley 4.935, como es el de incitar al pueblo al alzamiento, ya que no otra cosa significa anunciar la proximidad de la revolución social y ponderar los beneficios que consigo traería para las clases trabajadoras y obreras» y que correspondía hacerlo al tribunal militar, subordinando este delito a los sancionados por el Código de Justicia Militar315. La Corte Suprema estableció en este caso la preeminencia