Las sucesivas crisis económicas y medioambientales, el uso de las nuevas tecnologías, la mejora en las comunicaciones, el cambio en procesos y procedimientos industriales, la aplicación de nuevos materiales y los cambios demográficos han tenido gran repercusión en los territorios, especialmente en los de interior. Así, por ejemplo, áreas cuya actividad estaba centrada en la industria han experimentado una fuerte crisis, cambio y declive lo que ha comportado un declive económico, social y territorial, con el cierre de fábricas y minas, paro y emigración. Sin embargo, con el tiempo estos territorios han emergido con su propia resiliencia, produciéndose una reconversión de las actividades económicas, de modo que en algunos casos se han revertido o minimizado dichos impactos, estabilizando la población, mejorando su calidad de vida y aumentando la cohesión social interna. Este enfoque socio-ecológico de la resiliencia territorial, que ha sido abordado académicamente por autores como Hopkins (2008, 2010), Cork (2009), Edwards (2009), Hudson (2010), Polèse (2010) y Wilding (2011), establece nuevos escenarios de estabilidad social, económica y ambiental (Walker, Holling y Carpenter, 2004).
En el ámbito territorial la resiliencia puede definirse como la capacidad de un territorio para crecerse ante los retos (Amat, 2013). Un destino turístico es resiliente si se constituye en un espacio geográfico homogéneo, que sea atractivo para visitar, tenga una oferta estructurada de atractivos turísticos, presente una imagen de marca integradora y cuente con una planificación estratégica que favorezca el desarrollo y la promoción del destino desde el sector público y privado incorporando a la mayoría de los actores (Cànoves, et. al, 2014) (comunidad local, organizaciones empresariales, instituciones públicas, gobierno local y regional, asociaciones locales, centros de investigación y turistas) (Valls, 2004). Para Hopkins (2008) la resiliencia de un territorio está en función de la diversidad de los actores involucrados, los usos y estrategias, la modularidad (la gestión participativa) y su capacidad de retroalimentación. Sin embargo, para Hudson (2010) la resiliencia depende de la huella ecológica, la autosuficiencia y el grado de vulnerabilidad ante los impactos internos y externos9.
Para la Resilience Aliance (2007) la resiliencia depende de: los flujos metabólicos de la huella ecológica (bienestar para el consumidor-residuos); las dinámicas sociales, demográficas (densidad-migraciones-envejecimiento-dependencia) y socio-laborales (empleo-especialización-productividad-igualdad-formación); las características del medioambiente construido (usos del suelo-usos económicos-paisaje); y las redes de gobernanza (colaboración y participación de los agentes-participación comunitaria en la gestión local-distribución de los servicios-identificación autóctona). Como puede apreciarse, bajo este enfoque socioecológico la resiliencia da gran importancia a la conservación y equilibrio de los ecosistemas y a la calidad de vida, aumentando la participación de la comunidad local en la gobernanza del territorio y promoviendo un acceso equitativo a los recursos y servicios (Amat, 2013).
Otro enfoque es el economicista neo-liberal (Hudson, 2010; Méndez, 2012), que considera que el desarrollo económico de un territorio está sujeto a todo tipo de interrupciones y disfunciones, por lo que se producen recesiones económicas cíclicas, entradas de nuevos competidores, cierre de fábricas y cambios tecnológicos importantes (Simmie y Martin, 2010). Bajo este enfoque la resiliencia es la capacidad de volver a un equilibrio estable anterior o asentarse en un nuevo estado después de un disturbio (Christopherson et al., 2010; Méndez, 2012). Este enfoque se focaliza en las mejoras en el empleo, las tasas de crecimiento, el Producto Interior Bruto (PIB), la renta disponible, el consumo, las inversiones, la formación, la tasa de paro, la calidad de vida, el flujo demográfico, la productividad, la flexibilización y la diversificación industrial (Ficenec, 2010). Autores como Polèse (2010) añaden el buen clima empresarial y una buena posición del área de mercado.
De este modo la resiliencia de un territorio depende de las estructuras heredadas (infraestructuras, equipamientos, empresas, nivel de formación), los agentes (empresarios, trabajadores, sector público, sociedad civil), los recursos (humanos, financieros, naturales, patrimoniales), la dinámica relacional interna y externa (generando capital social), la capacidad de absorber conocimiento y mejorar el grado de influencia, la competencia interterritorial, las inversiones externas, la innovación material y social y la gobernanza y las estrategias locales.
Otros autores, como Sancho y Vélez (2009) y Biggs, Hall y Stoeckl (2011), definen la resiliencia como la capacidad de los sistemas turísticos para recuperar los equilibrios ante cualquier perturbación o para absorber esfuerzos o fluctuaciones externas teniendo en cuenta sus habilidades autoorganizativas. Por su parte, Ficenec (2010) plantea una serie de factores orientados a una mayor resiliencia basados en la estructura económica de los territorios, como es la presencia de un capital humano altamente cualificado, el capital organizativo y el potencial de sus industrias; así como su diversidad y flexibilidad. Asimismo, para Méndez (2012, 2013), la capacidad de resiliencia de un territorio se compondrá, en primer lugar, de sus recursos materiales (sus infraestructuras y equipamientos, sus recursos naturales y culturales, su capital productivo en forma de empresas, o su capital humano en forma de niveles formativos). En segundo lugar se sitúan los actores (sector público, empresarial y sociedad civil), cuya densidad y presencia desigual condicionará las posibilidades de enfrentar las situaciones de crisis. En tercer lugar, las redes socioeconómicas (capital social y gobernanza) refuerzan la competitividad del entorno y facilitan la cooperación, ayudando a generar el sentido de comunidad e identidad e interconectándose con otras redes exteriores y multiescalares. En cuarto lugar, las estrategias locales y el esfuerzo innovador material y social, incluyendo una participación más activa de la población en las tareas de gestión.
Abundando en este tema, Amat (2013) indica que el crecimiento ilimitado es imposible («un crecimiento infinito es incompatible con un Planeta finito», Latouche, 2008) y la sobrepoblación urbana y una amplia urbanización territorial multiplican los flujos migratorios, produciéndose una gran modificación antrópica del suelo y creciendo el consumo de agua y energía, multiplicándose los residuos, expandiéndose el uso de las nuevas tecnologías, especialmente la informática y las telecomunicaciones, mejorando las infraestructuras y los transportes, aumentando el comercio internacional y la producción industrial a gran escala y produciéndose importantes cambios en el sistema ecológico, con un alto riesgo de sobrepasar su umbral de seguridad (cambio climático, acidificación de los océanos, perdida de ozono en la atmósfera, reducción de la cantidad disponible de agua dulce, pérdida de biodiversidad, cambios en la cobertura del suelo, contaminación química y atmosférica y cambios en los ciclos del nitrógeno y del fósforo) (Rockström et al., 2009). Por ello, en la actualidad se ha modificado el concepto de resiliencia territorial, la cual ha pasado a ser considerada como la suma de los dos enfoques económico y socioecológico, ya que un desarrollo sostenible no está ligado inevitablemente a un crecimiento sostenido y un cambio de rumbo puede también convivir con un decrecimiento (Taibo, 2009).
Ante esta situación se han desarrollado dos tendencias en la aplicación del concepto de resiliencia en los estudios territoriales. La primera corresponde a las respuestas que ofrecen los territorios frente a los desastres coyunturales de origen natural o humano, mientras que la segunda se refiere a la capacidad de las entidades territoriales para enfrentar procesos de declive y transformarse, iniciando una nueva etapa en la que se entremezclan rasgos heredados del pasado, transformados total o parcialmente, junto con otros nuevos (Polèse, 2010; Méndez, 2012). Por todo ello es fundamental que el desarrollo turístico de un destino sea sostenible medioambiental, económica y socioculturalmente, con nuevos productos que sean competitivos, satisfagan las nuevas demandas de los turistas y tengan la suficiente capacidad de atracción de los flujos globales de capital (Hudson 2010).
A nivel comunitario enfocarse en la resiliencia significa poner mayor énfasis en qué es lo que las comunidades (en nuestro caso los destinos y/o clústeres turísticos) pueden hacer por sí mismas y cómo se pueden fortalecer