La actividad turística también constituye un marco en el que entran en contacto personas con bagajes culturales y socioeconómicos muy diferentes, produciéndose impactos socioculturales. Entre los positivos destacamos: la valorización, preservación y rehabilitación de monumentos, edificios y lugares históricos; la creación de museos de interés cultural; la revitalización de formas de arte (música, literatura, teatro, danza, etc.), tradiciones locales (artesanía, festivales, folklore, gastronomía, etc.) y el intercambio cultural entre visitantes y residentes. Entre los negativos: un posible aumento de los problemas sociales (prostitución, drogas, robos, etc.); una mercantilización extrema de las tradiciones locales, sus creencias, valores sociales y normas; y una tematización-artificialización de los lugares más emblemáticos del territorio.
Además, el turismo también suele incidir sobre el medio ambiente en destinos que en muchos casos presentan unos ecosistemas frágiles, que corren el riesgo de una rápida e irreversible degradación. Así, entre los impactos positivos se puede destacar: la creación de reservas naturales; la restauración de hábitats; y la preservación de senderos. Entre los negativos: los problemas relacionados con el tratamiento de los residuos; el masivo consumo de energía y agua; la contaminación de las aguas y del aire; la contaminación acústica, visual y luminotécnica; la erosión de los suelos (causando compactación y aumento de escorrentía superficial, aumento de riesgo de desprendimientos y daños a estructuras geológicas); los daños a edificios de valor patrimonial; la destrucción de hábitats naturales; cambios en la diversidad de especies y en las migraciones; eliminación de animales por la caza o para el comercio de objetos de recuerdo; los daños en la vegetación por pisadas o por el tránsito de los vehículos; el agotamiento de las aguas subterráneas; la proliferación de incendios; un aumento de la desertización; y una urbanización masiva no integrada con el entorno, el paisaje y la arquitectura tradicional del país, pudiendo todo ello provocar importantes cambios en el en el paisaje y en territorio.
Por ello, en estas últimas décadas se ha extendido el concepto de desarrollo sostenible, que se basa en asegurar las necesidades actuales de la población sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer sus propias necesidades, tal como se especificó en 1987 en el Informe Brundtland (OMT, 1998). De este modo, a partir de los conceptos de sostenibilidad y desarrollo sostenible, aparece el concepto de «desarrollo sostenible del turismo», con el objetivo de que esta actividad pueda mantenerse en el tiempo, para lo cual es necesario obtener la máxima rentabilidad posible pero, a la vez, protegiendo los recursos naturales y patrimoniales que lo sostienen e involucrando a la comunidad local (Pérez de las Heras, 2008; Vera et al., 2011). La OMT (2008) define el desarrollo sostenible del turismo como «la satisfacción de las necesidades de los turistas y de los territorios, protegiendo y mejorando las oportunidades del futuro», es decir, conseguir la permanencia a largo plazo dentro de un mercado de referencia.
El desarrollo sostenible del turismo no solamente ayuda a conservar los recursos sino también los antecedentes económicos, sociales y culturales del territorio (Vera et al., 2011). Para ello es necesaria la participación de todos los sectores de la sociedad en la toma de decisiones y en la diferenciación de responsabilidades (Butler, 2011). Se trata de un nuevo paradigma que intenta descolonizar el imaginario colectivo, abandonar el crecimiento por el crecimiento, recuperar la autonomía y la participación local en las tomas de decisiones, reducir la huella ecológica, impulsar la economía local, administrar las limitaciones de los ecosistemas consumiendo solamente lo necesario y mejorar la equidad social (Cooper et al., 2008; Amat, 2013). Este enfoque se alinea con la postura de Hunter (2002), que sustituye la concepción idealizada de un sistema en equilibrio por un paradigma flexible y adaptable a las circunstancias específicas de cada lugar.
Ante esta nueva situación, el desarrollo turístico de un destino debe ser equilibrado y sostenible. Equilibrado para erradicar la desigualdad causada por la deslocalización industrial y el despoblamiento de los territorios en declive económico. Sostenible para utilizar de manera racional los recursos existentes en el territorio (naturales, patrimoniales, económicos y sociales), dejando la suficiente capacidad de carga para uso y disfrute de las futuras generaciones (Sabaté, 2004), generando nuevos ingresos para las economías locales, recuperando y valorizando espacios abandonados o degradados, creando otros nuevos para el ocio y la recreación y ayudando a mejorar el entorno medioambiental y el paisaje (Fullana y Ayuso, 2002; Priestley y Llurdés, 2007; Vargas, 2009; Pardo, 2010; Vera et al., 2011).
2.1.4. Clúster turístico
A continuación analizamos el concepto de clúster; que puede definirse como una concentración espacial de empresas e instituciones que están interconectadas y relacionadas a través de un determinado sector o producto, generando complementariedades y beneficios comunes (Porter, 1990). Dichas empresas pueden competir entre sí pero también cooperan. En el caso de un clúster turístico, puede considerarse un espacio geográfico en el que interactúa de forma estable e interrelacionados un grupo de agentes alrededor del producto turístico. De este modo, un clúster no es una unidad estática sino que a lo largo del tiempo surge, se transforma y puede desaparecer.
Tal como indican Cruz y Teixeira (2010), el estudio de la evolución dinámica de los clústeres y de las fases de su ciclo de vida ha sido tratado recientemente por la literatura y generalmente desde una perspectiva industrial (Brenner, 2004; Suire y Vicente, 2009; Crespo, 2011; Martin y Sunley, 2011; Wang et al., 2013). Los estudios desde la economía geográfica (Crespo, 2011; Boschma y Fornahl, 2011) ponen el énfasis en la conceptualización del clúster como un todo, profundizando en los aspectos económicos y/o territoriales. Por su parte, Menzel y Fornahl (2010) analizan la evolución del clúster teniendo en cuenta la interacción de la heterogeneidad de las organizaciones, sus diferentes bases de conocimientos y sus capacidades de aprendizaje. A su vez, autores como Boschma y Wenting (2007), Belussi y Sedita (2009) o Hervás-Oliver (2014) señalan que la evolución del clúster depende de las estrategias desarrolladas, la dinámica relacional de los agentes y la capacidad de formación y transformación de las empresas allí localizadas, además de los aspectos contextuales de los territorios en los que se alojan. Por su parte, Weidenfeld, Butler y Williams (2011) analizan el clúster desde el punto de vista de la cooperación entre los actores y las complementariedades así obtenidas y, mientras que Parra y Santana (2011) lo hacen focalizándose básicamente en la innovación turística, Gormsen (1981, 1997) trabajaba ya el proceso evolutivo a partir de los resorts turísticos litorales.
Las características de las etapas del ciclo de vida de un clúster varían según los autores que analizan el fenómeno (Van Klink y De Langen, 2001; Lorenzen, 2005; Menzel y Fornahl, 2010), aunque todos coinciden en que las fases fundamentales son: inicio, crecimiento, madurez y declive. Así, al principio de su desarrollo el clúster suele estar formado por pequeños establecimientos poco relacionados entre sí. Después, la mayor cooperación entre los establecimientos, el aumento de las relaciones con los otros agentes presentes en el territorio y la propia competitividad ayudan a su consolidación. En consecuencia, en la fase de inicio aún no se ha definido un punto focal, por lo que cada establecimiento entrante incrementa la heterogeneidad del clúster, la cual sólo se reduce cuando éste alcanza una determinada masa crítica. El reducido número de establecimientos presentes hace que no existan todavía fuerzas de aglomeración y que las redes relacionales