Lo que más gobernaba aquellas polémicas era cierto odio por las mujeres en general, pero sobre todo el rechazo ante la idea de unas mujeres acostumbradas a organizar su vida sin hombres, entregadas sin duda a amores entre ellas y sin frenos ante la lujuria, dadas a las tareas sucias y crueles de la guerra y capaces de esclavizar a sus amantes y aun de matarlos cuando les estorbaban. «Si algo está claro», dijeron, «es que la vida pecaminosa de aquella nación de hembras bárbaras es la peor expresión de paganismo de que se haya tenido noticia». (315)
Ya hemos visto cómo la ambigüedad que envuelve el choque de los conquistadores con grupos de mujeres desnudas y armadas en medio de la selva es un síntoma de la dificultad de los recién llegados para encajar ese mundo desconocido en su cosmovisión europea. Notemos ahora otro factor clave en la actitud de los españoles: la necesidad de reafirmar, frente a la extrañeza y el malestar que les produce la selva, su imagen de sí mismos como hombres civilizados. A este respecto, el empleo del mito griego de las amazonas como recurso explicativo tiene un efecto tranquilizador y otro perturbador. Si las indígenas selváticas son las amazonas, entonces no se trata de seres inconcebibles o radicalmente anómalos, sino que su existencia encaja en un sistema de coordenadas culturales familiar, respaldado por una larga tradición. El desasosiego de afrontar una realidad extraña e inaudita es apaciguado, aunque sea provisionalmente, mediante lo que, en el marco de una expedición por tierras ignotas, podía ser considerado una «hipótesis plausible». No olvidemos, además, que el carácter hipotético de tal explicación le dio paso enseguida a la convicción de los españoles de haberse enfrentado realmente a las amazonas, y que la noticia llega a Europa asistida por esa convicción. El problema es que la explicación misma es a su vez inquietante, y más para unos prelados, que, a diferencia de los soldados, no vivieron en carne propia la extrañeza de la selva. La inquietud surge porque, en la versión clásica, las amazonas representan una fuerza salvaje, rebelde a toda domesticación, hecho tanto más notable porque las mujeres eran para los griegos, como anota Bartra, «la encarnación misma de la vida doméstica». En su estudio sobre la figura del salvaje, Bartra enfatiza que las amazonas «combinaban rasgos salvajes femeninos con elementos notoriamente masculinos, como su amor por la guerra y su habilidad para montar a caballo», lo que es, a su juicio, «revelador de la forma en que los griegos concebían un espacio salvaje en el seno de su mundo» (1996: 32-33). Según este planteamiento, las amazonas son solo una de las versiones de otro mito de más amplio alcance: el del «salvajismo» —un mito esencial para el mundo occidental, ya que es por contraste con él que nuestra cultura define, desde la antigüedad, la noción de «civilización» (303-308). Después de todo, ¿no es de la existencia de núcleos de salvajismo de donde extrae su sentido el proceso civilizatorio?
Esta lógica, que prefigura la separación conceptual de naturaleza y cultura tal como la conocemos en la modernidad, subyace al juicio adverso emitido por los prelados a propósito de las supuestas amazonas selváticas. Pero ese juicio está repleto de equívocos. Si el salvaje es el espejo invertido mediante el cual el civilizado se define a sí mismo como civilizado, entonces las amazonas, emblemas de un poder femenino natural y salvaje, son el espejo que le permite a los cardenales y obispos, emblemas de un poder masculino espiritual y culto, reafirmar su identidad, su superioridad. Solo que la relación entre ambos lados del espejo no es, como podría pensarse, de oposición, sino de complicidad; así como las amazonas tienen rasgos masculinos, el civilizado tiene rasgos que lo emparentan con el salvaje (al fin y al cabo, como dice Bartra, el salvajismo ha sido concebido en el seno de su mundo, es la cara oculta de su propio ser). Eso explica por qué el hombre civilizado, en sus exploraciones de regiones agrestes y en los choques con sus pobladores salvajes, experimenta a menudo el vértigo del reconocimiento, sea por atracción o por repulsión. Esto ilumina además el contraste, tan común en la narrativa de la selva, entre los espacios lisos de la espesura y los espacios estriados de las ciudades. La selva (lugar natural por excelencia) es así el espejo invertido de la civilización (lugar de despliegue de la cultura).10
En este orden de ideas, lo que está en juego en las polémicas a las que asiste Aguilar en Roma es la aplicación de la idea de salvajismo, situada en la base de la cultura europea, a las mujeres desnudas vistas por los españoles en la selva. No se trata en absoluto de saber si ellas en efecto son las amazonas —eso se da por sentado—, sino de precisar qué significa haber hallado a esas mujeres «salvajes», a esas «hembras-machos», en América. Por esta vía, la alteridad real que las mujeres indígenas implican es escamoteada, o pasa inadvertida, encubierta por la alteridad ficticia que los cardenales y obispos, reiterando el gesto de Orellana, proyectan sobre ellas —gesto en el que se trasluce, dicho sea de paso, la noción griega según la cual las amazonas moraban, al igual que otros seres raros o deformes, en los confines de la ecúmene—.11 El narrador mestizo, por su parte, desempeña con respecto a los prelados una función idéntica a la que desempeñaban los informantes nativos con respecto a Orellana durante el viaje amazónico. El mismo Aguilar nota que los prelados apenas escuchan lo que les dice: «Si permitían que yo siguiera allí, era para poder fundar en un testigo de carne y hueso sus propias fantasías sobre el mundo y sus ristras de dogmas, pero hacían lo posible por no oírme y la carta de Oviedo era apenas la semilla de sus encendidos debates. Ya lo sabían todo de antemano, y lo que ignoraban lo iban inventando al calor de la polémica, sin hacerles ninguna concesión a los hechos» (2008: 316). Orientados más por los mitos de su cultura que por los reportes de los nativos o del mestizo Aguilar, Orellana y los cardenales vaticanos ya saben lo que necesitan saber sobre la selva y sus pobladores.
Aunque la incomunicación es evidente, eso no impide que Aguilar, deslumbrado por los edificios, las reliquias y el espíritu de la ciudad eterna (305), tenga la sensación de que solo allí su experiencia se vuelve real: «Si para mí fue una aventura viajar a la selva y el río, en Roma viví la aventura de que todo aquello pudiera ser nombrado» (316-317). Los prelados no le prestan atención a su testimonio y, sin embargo, Aguilar siente que su travesía selvática solo adquiere consistencia contada en latín, la lengua que utilizan como puente para comunicarse, pues él mismo no habla italiano y los prelados no hablan español. Para Aguilar es claro que la realidad de la vida en Roma no se ajusta a la imagen idealizada que él tenía en la cabeza, basada en las descripciones que le hiciera su maestro Oviedo años atrás: «No era precisamente al jardín de la civilización a donde había llegado, allí también podía ver día tras día los peces grandes devorando a los pequeños, los delirios primando sobre los hechos» (323). No obstante, es en Europa donde la interpretación oficial de los hechos se establece. En su viaje de vuelta a América como secretario del marqués de Cañete, Aguilar recuerda las personas a las que les ha contado su viaje y constata que cada una tiene un foco de interés distinto. Para Oviedo, lo esencial eran las especies animales y vegetales nuevas; para los prelados en Roma, las amazonas y otros seres fabulosos; para el marqués de Cañete, las intrigas de los capitanes: «Si primero me había sentido como un alumno respondiendo un examen y después como un pecador confesándose ante un clérigo, ahora me sentía como un testigo en un estrado judicial» (341). En todo caso, más allá de esas diferencias, la asimetría «centro/periferia» que se instaura con el arribo de los europeos a América silencia a los pobladores de la periferia, mientras la imagen de la selva forjada en el centro, con la figura de las amazonas desnudas en primer plano, se instala como núcleo del imaginario. Refrendando este hecho, la serpiente de agua en cuyo lomo cabalgaron Orellana y sus hombres por varios meses es bautizada en las crónicas, los mapas y los documentos de la época con su nombre actual.
Se consuma así un proceso histórico jalonado por cinco etapas. La primera introduce la base empírica: los españoles divisan en la orilla del río un grupo de mujeres desnudas y armadas que adoptan