Lo que más llama la atención al repasar las guerras de pacificación que comanda Ursúa y su fracaso en la busca de El Dorado es el fondo de violencia constante que marca el ambiente en el que ocurren los hechos, que relegan a un segundo plano los detalles relativos a la travesía por la selva. Esto no se debe solo a la abundancia de eventos sangrientos a los que se refiere el relato; se debe sobre todo a la sensación que inunda al lector de asistir a la reconstrucción de una época histórica en la que el recurso a la violencia no es excepcional, sino que constituye la norma, y en la que el uso excesivo de la fuerza es el ingrediente sin el cual no sería posible apuntalar el orden social surgido de la invasión de América. El proceso recreado por Ospina corrobora —a través de un ejemplo bien documentado: el de la conquista de la Nueva Granada— la tesis de Benjamin según la cual la violencia no es solo un medio para fundar las relaciones sociales de derecho, sino también para preservarlas, aun si el recurso constante a la fuerza socava la legitimidad del orden institucional que pretende conservar.17 Al igual que en otras partes del continente, también en la Nueva Granada la violencia fue la herramienta principal de los invasores para someter física y espiritualmente a las poblaciones amerindias, haciendo posible instaurar el aparato administrativo colonial. Pero en este caso la situación no abarcó solo el momento fundador del nuevo estado, sino que se alargó en el tiempo, haciendo de la conquista un proceso inacabado, al menos hasta inicios del siglo xvii, cuando se oficializó la destrucción de la nación pijao, principal foco de resistencia. En los tres cuartos de siglo transcurridos desde la fundación de Santafé de Bogotá por Jiménez de Quesada en 1538, la violencia impregna las relaciones entre invasores y nativos, en parte porque los españoles tienen el hábito de utilizar con frecuencia las armas, en parte porque las instituciones coloniales enfrentan a cada paso la amenaza de fuerzas rebeldes que aspiran a recobrar el control del territorio. En tal situación de guerra incesante, la violencia a la que se recurre primero como medio para el logro de unos fines específicos —la ocupación territorial, el sometimiento de los aborígenes— se puede convertir a la larga en un fin en sí mismo que ya no requiere justificación, un modus vivendi en virtud del cual la guerra se degrada —y degrada a quienes se dedican a ella—. Eso es lo que, según el narrador mestizo, le sucede a Ursúa:
Es verdad que la guerra envilece: y los que van a ella arrastrados por la necesidad, defendiendo su honor, pueden terminar convirtiendo en costumbre un ciego instrumento de supervivencia, convirtiendo en oficio lo que solo podía argumentarse como recurso momentáneo. La traición, el veneno, la trampa, al comienzo son tan solo instrumentos: ¿en qué momento nos convertimos en instrumentos suyos? (2012: 187)
Este protagonismo de la violencia es aún más llamativo si recordamos que el motivo central de la novela de Ospina es un viaje a la selva. En realidad, lo que domina la escena en La serpiente sin ojos es el sufrimiento causado por los excesos de la voluntad y la ambición humanas. Varios pasajes del texto aluden a la desmesura de Ursúa, acentuada por su deseo de poseer El Dorado. Así lo dice el narrador mestizo: «La locura mayor de esta edad del mundo la concibió temprano Pedro de Ursúa: la ambición desmesurada de conquistar la selva de las Amazonas y dominar la serpiente de agua que la atraviesa» (2012: 76). Al igual que en el caso de Pizarro, la violencia de Ursúa contra los nativos va ligada a la voluntad inflexible de subyugar el entorno ambiental para extraer sus riquezas. Pero esa voluntad enceguece: ajeno a los lúgubres vaticinios de Aguilar, deslumbrado por la visión de la ciudad dorada que oculta tesoros en la selva, el conquistador no advierte «que el destino había puesto en sus manos un tesoro verdadero, el jardín terrenal con la diosa en su centro» (199); menos advierte aún que, al llevar consigo a la selva a esa diosa mestiza —la bella Inés de Atienza—, la lleva hacia una muerte tan cruel como la que a él mismo lo acecha. La rebelión de Aguirre y su grupo merece atención, no solo porque cifra el desatamiento de una violencia de distinto cuño —la que surge por las discrepancias entre los propios españoles—, sino también por la repercusión que tiene sobre los imaginarios coloniales de la selva.
Estallidos de violencia como el de los marañones, aunados al dominio férreo que ejercían los conquistadores sobre los indígenas, desnudan el carácter arbitrario que tendía a asumir el uso de la fuerza en la periferia del Imperio español. Los intentos de regulación jurídica del proceso de conquista efectuados por la Corona española, entre los cuales se destacan las Leyes de Burgos de 1512 y las Leyes Nuevas de 1542, fueron gestos de autoridad cuya aplicación en la vida cotidiana de las colonias americanas fue limitada y dieron pie a rebeliones como la de Gonzalo Pizarro en el Perú, respaldada por los encomenderos que no querían renunciar a sus privilegios en calidad de clase dominante en América. El esfuerzo por neutralizar la violencia de los conquistadores sobre los amerindios generó así violencias intestinas que, sin eliminar aquella, pusieron en jaque el monopolio de la fuerza ejercido por la Corona española y ahondaron la degradación de la guerra. En este contexto, la rebelión de Lope de Aguirre en la selva se destaca, por cuanto ella contribuyó decisivamente al desarrollo del imaginario según el cual las zonas selváticas son una frontera geográfica en la que impera la irracionalidad y en la que ya no es posible garantizar el orden institucional. Aguilar expresa tal noción en La serpiente sin ojos: «En las puertas de la selva se comprueba por fin que los garfios de la ley son pequeños y torpes, que los instrumentos del poder resultan inhábiles» (2012: 189). En el núcleo de este imaginario late la suposición de que la selva desencadena las facetas más oscuras de la naturaleza humana, e incluso puede enloquecer a los civilizados que se internan en la espesura, transformándolos en monstruos.
Ospina ya había abordado años antes las cuestiones relativas a la génesis de ese imaginario en un poema de su libro El país del viento. Lope de Aguirre entona allí un monólogo que se abre con estas palabras: «Yo vine a la conquista de la selva, y la selva me ha conquistado» (1992: 28). El mundo selvático, según esto, puede dominar a quienes pretenden dominarlo. Tal idea, que resurge una y otra vez en las visiones de la selva como infierno verde, es relativizada sin embargo en el resto del poema. Aunque la selva es para Aguirre una entidad «que se alimenta de sí misma como un dragón de fiebre», y también el escenario de una lucha sin cuartel por la supervivencia en la que «no hay bien ni mal sino el zarpazo» (29), las luchas que sacuden a Europa no son, según él, menos despiadadas:
Si son crueles los monjes en los penumbrosos claustros de Espana,
Si son degolladores los reyes y envenenadoras las reinas
En sus artísticos salones llenos de lienzos y de lamparas,
Si son perversos los obispos y lascivos los papas en la nube de mármol de sus tronos romanos,
Si son despiadados los clérigos, que leyeron a Homero y a Séneca,
Si son salvajes los capitanes que comen la carne cocida,
Salpicada de jerez y de orégano,
Si bajo Europa entera aúllan las mazmorras,
¿Cómo puedo ser manso en estas tierras,
Ceñido por las selvas impracticables,
Lejos de esos palacios tapizados por la letra y la música? (1992: 28)
El monólogo de Aguirre indica, asimismo, que la selva trastorna a los marañones, no porque les haga perder la razón ni los vuelva monstruos, sino porque en ella la codicia y los resentimientos que llenan el alma de esos hombres tienen terreno bien abonado para