—¡Las amazonas!
Todos miraron en la dirección indicada. Efectivamente, entre los guerreros indios, habían surgido algunas mujeres. Estaban casi desnudas, pues solo llevaban un taparrabo. Parecían furiosas e instaban a los hombres a perseguir a los blancos. Disparaban sus flechas contra estos, sin darles un momento de tregua. Los españoles, con la excepción de Orellana, dudaron. ¿Eran estas las amazonas? ¿No serían, únicamente, las mujeres de esos indios?
El Capitán no cesaba de insistir:
—¡Son las amazonas! ¡Lo sé, como que estoy en mi río! (268)
Los dos momentos detallados en el texto corresponden a fases distintas de desarrollo del tema, una que describe el imaginario y otra que lo somete a un ejercicio de desmitificación. En el primer viaje, las amazonas forman parte del horizonte de promesas que sirve como vapor de la expedición y su desnudez aparece nimbada por el hálito de la leyenda.5 Mientras las amazonas combaten con los soldados, en el fuero interno de estos últimos se libra la lucha entre el temor a ser dominados por unas mujeres salvajes y el deseo masculino de dominarlas. En el segundo viaje, desvanecidas las ilusiones, el escepticismo se instala entre los soldados, que apenas ven un grupo de mujeres coléricas batallando al lado de sus hombres. Solo Orellana insiste hasta el final (pocos días después morirá consumido por la fiebre), pero su forma de referirse al río, como si este fuese su propiedad, pone de relieve la desmesura que le impide ver con claridad lo que ya es evidente: que el río no es suyo y que él no puede decidir quiénes son esas mujeres. El filo crítico del autor despoja así al evento de su aura mítica y a la voluntad de apropiación del conquistador de la fachada legitimadora que la encubría. El cierre de la novela, sin embargo, restablece la ambigüedad del mito: un grupo de indios dice haber visto dos canoas llenas de amazonas desembarcar en la orilla donde estaba la tumba del «Gran Jefe Blanco», desenterrar el cadáver, depositarlo respetuosamente en una canoa vacía y llevárselo río arriba (1964: 270-271). Ahora son los indígenas quienes le dan un nombre al conquistador y las mujeres de la zona las que, adueñándose de sus despojos, conjuran la amenaza que representa el invasor. Pero el fracaso de los españoles en su intento de fundar una Nueva Andalucía en medio de la selva no impedirá que, a la postre, el río pierda su nombre local y adopte otro que rubricará de forma duradera la incorporación de la región —como frontera salvaje— al imaginario colonial.
La versión de las amazonas que ofrece William Ospina subraya, al igual que la de Aguilera Malta, el desfase entre el nivel de la leyenda y el de la realidad. Pero esta vez el foco principal del relato es la revisión del proceso de constitución del imaginario. Para apreciar bien este punto, voy a distinguir varios momentos en dicho proceso, tal como es presentado en El país de la canela. El primero de ellos corresponde a los hechos que aportan la base empírica del imaginario, los cuales tienen lugar durante la entrada de la expedición en la tierra de los omaguas. Cercados por el asedio constante de las tribus belicosas que pueblan la zona (es allí que fray Gaspar de Carvajal pierde su ojo derecho de un flechazo), los españoles permanecen casi todo el tiempo a bordo del bergantín. Un nativo que ha sido capturado en una de las refriegas le informa a Orellana (quien oficia como traductor) «que aquel país era el señorío de las mujeres guerreras» (2008: 232). Al día siguiente en la mañana, los vigías del mástil mayor advierten la presencia de un grupo de mujeres desnudas en la orilla derecha del río. Con ayuda de un catalejo, los expedicionarios constatan que «en la playa había solo mujeres: eran jóvenes y fuertes, y parecían mirar nuestro barco con gran curiosidad» (232); también notan que van armadas de arcos, flechas y lanzas de punta blanca. En la tarde del día siguiente las ven de nuevo, y Aguilar dice que todos quedaron impresionados por «la ferocidad y la fuerza de estas mujeres guerreras. Una de ellas alcanzó a arrojar una lanza contra el bergantín y para nuestro espanto la lanza se hundió más de un palmo en la madera del casco, aunque era de las duras maderas de la selva» (233). Poco después, otro grupo de mujeres lanza una lluvia de flechas que deja el casco del bergantín erizado de púas. Notemos que, en esta fase inicial, los hechos se limitan a una escaramuza con unas mujeres altas, robustas, que van desnudas y manejan con notable habilidad el arco y la lanza.6
Poco después, los españoles deciden acercarse a la orilla. Extrañado de no ver aparecer ningún hombre en las cercanías, el maestre del barco especula que quizá se trate de mujeres que viven sin hombres; y entonces Orellana dice: «“Mira que sería un extraño lugar para venir a encontrar a las amazonas”. Bastó que pronunciara esa palabra, y la actitud de los hombres cambió. A una circunstancia casual de un choque con pueblos de la selva, acababa de añadirse una posibilidad fantástica» (2008: 234). La insinuación de Orellana desencadena la segunda fase del proceso: la imagen de las guerreras legendarias modifica inesperadamente la percepción de una serie de hechos curiosos, pero a fin de cuentas banales, que hasta ese momento eran vistos como parte del curso normal de una expedición en tierras desconocidas. Al añadirles una nueva dimensión que los magnifica y les confiere particular resonancia, esa imagen mítica suscita toda suerte de especulaciones entre los expedicionarios. Consultado al respecto y luchando con la fiebre que lo consume por la herida recibida en el ojo, fray Gaspar de Carvajal les cuenta a los soldados la leyenda de las amazonas, explicando el trato cruel que las guerreras les daban a los hombres que hacían prisioneros. Y allí aflora el machismo inherente a la empresa conquistadora: «Esos relatos despertaron más la curiosidad de nuestros hombres. Se figuraban ya todo un pueblo de mujeres esperándolos, y alguno comentó que las amazonas habían podido cometer aquellos abusos contra los varones porque no se habían encontrado todavía con una buena tropa de españoles» (235). La atmósfera de exaltación se afianza una noche cuando, inquirido por Orellana, el nativo que llevan prisionero describe los usos y costumbres de las supuestas amazonas, a las que los indios de río arriba llaman «amurianas de Coniu Puyara» (191).
Y a partir de este punto el texto explora a fondo otro rasgo distintivo del proceso de constitución del imaginario, a saber, la precariedad de su base testimonial. El relato del prisionero nativo es buen ejemplo de ello. Se trata de un pasaje llamativo porque es la única vez en todo el texto que el narrador le cede la palabra a un nativo durante varias páginas (2008: 241-244), lo que a primera vista parece un inusual gesto de apertura al punto de vista ajeno. Sin embargo, al repasar de cerca el discurso del indio, advertimos que sus elementos esenciales incluyen información en la que se trasluce la intervención enunciativa de alguien familiarizado con la leyenda griega de las amazonas. El nativo dice, por ejemplo, que las mujeres de la zona hacen la guerra con una tribu vecina de indios altos para capturar hombres que utilizan como sementales, y que después del parto, si los recién nacidos son varones, los matan sin piedad, pero si son hembras, las acogen con alegría y las inician desde temprana edad en los trabajos de la guerra. Diversos indicios a lo largo del texto sugieren que la infiltración de la leyenda en el discurso del indio no obedece solo a los aprietos de Orellana para traducir a su interlocutor, sino también a las interpolaciones