Sin duda tanto Benites como Aguilera Malta replican en sus obras elementos centrales de la visión colonial de la selva. Los títulos de sus novelas presuponen de entrada una noción épica de la acción de los conquistadores en América: para Benites, los primeros europeos en navegar el Amazonas son «argonautas» que emulan las hazañas de los buscadores del mítico vellocino de oro, y Aguilera Malta narra las incursiones en el río con una óptica que subraya su dimensión quijotesca. Ambas obras exaltan la capacidad de Orellana para sobrellevar la adversidad y ambas revisten su fracaso final con tintes trágicos; en ambas, la selva (las fieras, los mosquitos, la fuerza del río, la vegetación espesa, la humedad, el calor) ocupa a menudo el rol actancial de oponente cuya hostilidad neutraliza los esfuerzos del conquistador; en ambas los indígenas (sean pacíficos o belicosos) desempeñan el mismo papel de comparsas que suelen desempeñar en las crónicas de Indias. No obstante, las reconstrucciones que estos dos autores hacen de las primeras entradas a la selva ofrecen un punto de partida para la revisión crítica de aquellos hechos. El fracaso de los españoles en la exploración del río solo en parte se debió a las dificultades suscitadas por el entorno ambiental: también fueron definitivos los escollos relativos a la financiación y el apresto de las expediciones, así como las expectativas desmesuradas e irreales de los conquistadores, que precisamente por ello dieron pie luego a decepciones tanto más dolorosas. En buena medida, las representaciones de la selva que conocemos hoy surgieron en esa época como una expresión de las ilusiones y frustraciones vividas por las expediciones pioneras. Esta constatación abre un camino que otros autores profundizan y amplían en distintas direcciones.
2.2. En busca de El Dorado: la expedición de Pedro de Ursúa
El terreno en que germinan los imaginarios de la selva no se nutre solamente de los factores propicios o adversos del camino, sino también de los prejuicios y anhelos de los exploradores. La curiosa mixtura de maravilla e incertidumbre reinante en las expediciones de conquista de esa época, suscitada por la alternancia de ilusiones y temores, expectativas y sufrimientos, sueños y decepciones, estimula la tendencia de los españoles a traducir lo que ven y oyen a lo largo del viaje en términos familiares para su mentalidad, apoyándose en referencias librescas de la época o en mitos famosos. Asediados por la perplejidad sobre la auténtica naturaleza de cuanto perciben sus sentidos, los recién llegados filtran la evidencia empírica en el tamiz de su propio trasfondo cultural. Así es como los aspectos más enigmáticos y misteriosos de su experiencia americana encuentran al cabo una explicación satisfactoria —o, al menos, tranquilizadora—. Con una actitud no muy distinta a la de Colón, que veía las islas del Caribe a la luz de su lectura de los viajes de Marco Polo, muchos conquistadores, aleccionados por las aventuras de personajes de novela como Amadís de Gaula o Palmerín de Oliva, llegaron a América con un espíritu abonado para darles crédito a leyendas sobre lugares míticos y riquezas prodigiosas.6
La exploración de las selvas no fue una excepción a este respecto. El prestigio que tenía en aquella época la teoría cosmográfica, según la cual la franja equinoccial del globo terráqueo contenía la mayor cantidad de metales preciosos (Pastor 2008: 286-289), favoreció aún más en este caso la confianza de los europeos ante los relatos que empezaron a circular sobre las riquezas ocultas en la selva. Si a eso les sumamos la inmensidad de las cuencas del Amazonas y el Orinoco, su lejanía de los núcleos del naciente poder colonial y su relativa inaccesibilidad, es comprensible que esas regiones queden envueltas en un aura de misterio propicio para exacerbar las leyendas y para suscitar la perplejidad sobre la localización precisa de los sitios (el lago Parima, la ciudad de Manoa, el país de las amazonas, el cerro de Paititi) donde se hallaban esos fabulosos tesoros cuya sola mención encendía la codicia de los conquistadores. Como los pobladores nativos eran la principal fuente de información de las expediciones, la ansiedad de los españoles seguramente fue aprovechada a veces por indígenas astutos, que habrán aportado datos nebulosos o ficticios a fin de alejar de sus tierras a aquellos forasteros molestos, cuando no indeseables.7 La búsqueda de El Dorado, sin duda el prototipo de esta clase de aventuras, ocupa el primer plano en la expedición de Pedro de Ursúa, conocida como Jornada de Omagua y Dorado. Tal como les había ocurrido a Gonzalo Pizarro y a Francisco de Orellana veinte años atrás, Ursúa fracasó en su empeño, y los sobrevivientes, liderados por Lope de Aguirre, navegaron hacia la isla Margarita luego de salir al Atlántico por el delta del Amazonas. Las violencias causadas por la rebelión de Aguirre en la zona costera de la actual Venezuela explican en parte el interés suscitado por este viaje entre los novelistas de ese país, siendo Arturo Uslar Pietri con El camino de El Dorado y Miguel Otero Silva con Lope de Aguirre, príncipe de la libertad los ejemplos más notables.
Al igual que las obras de Benites y Aguilera Malta, la novela de Uslar Pietri se caracteriza por su estricto apego a la documentación histórica8 y por su énfasis en el contraste entre los sueños grandiosos que motivan la expedición y su resonante fracaso final. El título de su novela enfatiza la promesa inicial; la estructura del relato destaca las etapas a lo largo de las cuales se concreta el desmoronamiento de la empresa. La obra está dividida en tres partes correspondientes a los sucesivos escenarios de la aventura marañona: «El río», «La isla», «La sabana», lo que hace del relato una suerte de epopeya geográfica. La primera parte —también la más extensa, ya que abarca la mitad del texto— reconstruye el viaje por el Amazonas, las circunstancias de la muerte de Ursúa y el ciclo de hechos violentos mediante los cuales Lope de Aguirre se asegura el mando de la expedición, rubricando su ruptura con la Corona española; las otras dos partes narran el arribo de los marañones a las costas de Venezuela, el descalabro de la rebelión y la muerte de Aguirre, quien, en claro desafío a las Nuevas Leyes de Indias, reclamaba para los conquistadores el control sobre los territorios sometidos: «En estas Indias no deben quedar más que los soldados, porque ellos solos las ganaron y para ellos deben ser» (1985: 121). En suma, a diferencia de las expediciones de Orellana, la de Ursúa sucumbe a una degradación física y anímica cuya causa central son las disensiones intestinas que van minando a los propios españoles, aunque, como veremos enseguida, los entornos ambientales ejercen también una influencia poderosa. Así, un viaje emprendido en procura de El Dorado se transforma luego en el vagabundeo azaroso de un puñado de rebeldes, expuestos al acoso de las fuerzas naturales y de los indios, y al final, al de las autoridades coloniales de la isla Margarita y tierra firme.
Desde las primeras páginas de la novela, dos hilos conductores modulan el desarrollo de los hechos. El primero, referente a las acciones humanas, arranca con los preparativos para la busca del oro. La expedición organizada por Ursúa está en boca de todos los soldados y las opiniones están divididas. Mientras unos encarecen el volumen y magnificencia de la riqueza que los aguarda, otros desconfían. Hay quienes recuerdan los desengaños de Gonzalo Pizarro en su búsqueda de la canela; hay quienes temen que la expedición sea una estrategia del virrey «para limpiar al Perú de toda la gente valiente y emprendedora que podía molestarle su gobierno» (13). En las conversaciones del campamento empiezan a brotar los desacuerdos e insatisfacciones que más tarde, cocinándose a fuego lento con las privaciones del camino, desatarán una serie de crímenes sangrientos. Entre tanto, en segundo plano, aparece otro hilo conductor aparentemente anodino, pero que gravita sin cesar sobre el curso de los acontecimientos: me refiero a las fuerzas naturales. Las historias de Ursúa, Aguirre y los demás personajes se despliegan bajo el influjo de factores climáticos y ambientales cuya acción resulta decisiva, sea porque la humedad estropea los barcos recién construidos, porque el asedio de los mosquitos y las molestias del calor se tornan insufribles, porque los soldados desfallecen de hambre o deliran de fiebre o porque la escabrosidad y vastedad del territorio agotan poco a poco las energías de los expedicionarios. El texto mismo pone de relieve desde el primer capítulo el entrecruzamiento de naturaleza e historia. Cuando uno de los capitanes, en medio de un aguacero, les dice a los soldados que el Perú no es nada comparado con el reino de Omagua que van a conquistar, el narrador comenta: «La visión de El Dorado era ya familiar en el fondo de aquellos ojos duros. Mucho habían oído de él, mucho lo habían soñado. Lo olían entre el vaho de la selva como el almizcle de un animal salvaje»; en ese momento, cae un trueno que acalla las palabras del capitán: «La lluvia seguía arreciando. Los hombres chapoteaban