Llovía a torrentes. Entre las ramas de los árboles flotaba una niebla de humedad, y los hombres empapados, cubiertos de fango hasta la cabeza, parecían unos inmensos gusanos. El esfuerzo era agotador. No se lograba que los caballos subieran. A ratos los hombres se paraban, con las manos en jarras y la cabeza en el pecho resoplando, extenuados, mientras el agua les corría, por sobre las ropas y el cuerpo, deshaciendo el barro y mezclándolo con el sudor. (176-177)
La situación provoca la cólera de Aguirre, que exclama: «—Piensa Dios que porque llueve no tengo de ir al Perú y destruir el mundo, ¡pues engañado está conmigo!» (177). El fracaso de la rebelión marañona va de la mano con su impotencia ante los elementos desatados; la desmesura de Aguirre tropieza con la resistencia combinada de una situación histórica en la que el poder colonial tiene la ventaja y unas circunstancias geográficas desfavorables, lo que subraya la inseparabilidad de historia natural e historia humana.
Prolongando el sendero abierto por las crónicas de Indias, El camino de El Dorado se inscribe entonces en la tradición de narrativas hispanoamericanas en las que el enfrentamiento de los humanos con una naturaleza abrumadora constituye un motivo central. A causa de ello, el énfasis de estas obras en el vínculo entre acción humana y entorno ambiental puede parecer un aporte poco relevante. Sin embargo, el surgimiento de los imaginarios sobre la selva tiene lugar justo en la encrucijada de ambiente e historia que autores como Benites, Aguilera Malta y Uslar Pietri nos invitan a revisar. La sospecha que ronda a los lectores de sus novelas es que dichos imaginarios tienen un origen humano, demasiado humano, y que, en vez de revelar la realidad selvática, la recubren con un biombo hecho de sueños y de miedos. Todo sucede como si, en vez de ser descubierta por los españoles, fuera la selva suramericana la que pone al descubierto el ser profundo de sus invasores. En este sentido, aunque El camino de El Dorado parece corroborar la noción colonial según la cual los europeos «descubrieron» la selva, su tejido narrativo contiene líneas de desarrollo que implican un distanciamiento crítico con respecto a esa noción.
Por una parte, a lo largo del texto la actitud de los participantes en la expedición se caracteriza por una cierta indiferencia ante el ambiente selvático, lo que no impide que las fuerzas naturales sean determinantes en el desarrollo de los eventos. Aparte del asombro suscitado por los animales extraños que de vez en cuando se asoman a las orillas o por la tremenda anchura que alcanza el río en algunos tramos, la nota dominante es el desgano, la modorra, el tedio que el lánguido avance de los navíos sobre las aguas y la monotonía del verde inacabable suscitan en los soldados. Escribe el narrador: «Todo era extraordinario y desconocido. Pero no parecían sentir gran sorpresa ante aquel mundo de la vida del río inmenso. Era como si lo vieran de lejos y con despego, buscando otra cosa» (43). Nótese la expresión utilizada por el narrador para referirse al río y a la espesura circundante: «mundo de la vida».9 La selva solo puede ser un auténtico mundo de la vida para sus pobladores nativos; los españoles, en cambio, pasan por ella casi sin verla, no en razón de un problema óptico o sensorial, sino por falta de un entramado de prácticas y de experiencias previas que les permita comprender el horizonte que desfila ante sus ojos como parte de una realidad plenamente significativa. En consecuencia, el foco de la atención de los hombres oscila entre la evocación melancólica del pasado y la anticipación excitante de un futuro espléndido: «Iban enfrascados contando los cuentos de sus pasadas aventuras, o los recuerdos de sus pueblos o solazados en los planes de lo que iban a hacer cuando volvieran ricos». La presencia constante de la selva resbala sobre su sensibilidad sin ser asimilada, mientras juegan a los naipes o permanecen recostados en algún rincón: «—Qué se me da a mí de bichos raros, que ni sirven para comer. A mí que me avisen cuando encontremos al rey Dorado— decía alguno de mala gana a otro que venía a señalarle alguna novedad» (43).
Las urgencias del presente, desde luego, imponen su ley, y el miedo se adueña de los viajeros, pero su asedio imperioso no obedece solo a la selva que los rodea sino también a la atmósfera de alarma que reina dentro de la propia expedición. La cotidianidad del recorrido se distingue por el contraste entre la visión de las márgenes del río, cubiertas de vegetación tupida, y la escasez de comida. Inhábiles para aprovechar los recursos selváticos, supeditados al hallazgo de alimentos en las aldeas indígenas, los españoles pierden la compostura cuando los alimentos escasean, situación que, por cierto, se produce a menudo: «Cualquier lagarto, cualquier alimaña que podían coger, los devoraban crudos a dentelladas, aderezados con el cuchillo, de temor que otro viniese a arrebatárselos» (60). A ello se suman los terrores causados por los crímenes que ensangrientan el viaje y por los peligros desconocidos que parecen estar al acecho en la espesura. El paso de los europeos por el inmenso enigma de la selva va así de la mano con el afloramiento de las facetas más sórdidas de la naturaleza humana, encarnadas en la figura de Aguirre. Ambos aspectos se unen al final del recorrido por el río: «Todo se concentra ahora en Aguirre. En su mano está la vida y la muerte y hasta las almas de aquellos hombres. […] Todo el misterio y la fascinación trágica de la naturaleza parece haberse refundido en su persona» (100). Atrapados en un nudo de angustia y privaciones, en un medio extraño cuya presencia suscita indiferencia o tedio, no es raro que los participantes en el lance quieran salir del río en cuanto sea posible. De principio a fin, la selva torna a ser un lugar de paso, un obstáculo molesto y temible, un espacio lioso y a la vez «liso»,10 al que los expedicionarios se asoman en busca de comida, contra el cual blanden sus espadas y disparan sus arcabuces, pero en el que a la postre no es factible proyectar una ocupación duradera.
Por otra parte, sucede con frecuencia que los españoles cometen errores fatales debido a su desconocimiento del entorno y de las culturas locales. Desde antes de la salida de la expedición, ya algunas decisiones de los capitanes tienen consecuencias nocivas. Es el caso de Ursúa, que hace armar los bergantines y las chatas y los deja expuestos a las lluvias torrenciales del invierno amazónico: la humedad acaba por dañar las maderas y acarrea la pérdida de varios barcos y de buena parte de sus bastimentos (33-35). Pero los ejemplos más reveladores sobrevienen durante la navegación río abajo, en plena travesía selvática. Pensemos en el soldado que, con una curiosidad entendible en esas circunstancias, se interesa por las cerbatanas y, mediante gestos, le pide a un indio que le explique su uso; el indio extrae un dardo, lo introduce en la cerbatana y luego sopla con fuerza apuntando en dirección al río; el soldado quiere imitarlo, empuña la cerbatana y alarga el brazo para coger un dardo, pero el indio se niega a dárselo. «Trató el soldado de arrebatárselo, del atado que llevaba a la espalda, por fuerza. Hubo una breve lucha. Tan silenciosa y breve que nadie la advirtió. El español cogió el dardo. Sintió la breve punzada de la aguda punta en un dedo. Pero no pudo hacer más. Sintió una gran pesadez y torpeza como si todos los miembros empezaran a hinchársele y aflojársele» (42). El soldado cae agonizante y horas más tarde otro soldado tropieza con su cadáver ya frío. En este ejemplo, la ineptitud del español para apropiarse del conocimiento local está ligada a cierto desprecio por el indígena, a un sentimiento de superioridad que lo lleva a imponerse a las malas en vez de atender a las indicaciones y los gestos del otro, que conoce el efecto mortal del curare con el que están empapados los dardos. El hecho de que el soldado español se pinche a sí mismo con el dardo recalca la faceta autodestructiva de su actitud.
Otras veces, es la imprudencia sobre el terreno lo que lleva a los españoles a un resultado aciago. Así le ocurre al soldado que, para alcanzar los frutos de un árbol cargado de guayabas, se apoya en la horqueta del tronco sin fijarse dónde pone la mano (un descuido incomprensible para cualquier indígena de la región) y es mordido mortalmente por una serpiente de manchas blancas y rojas que estaba allí enrollada (47). También es el caso de otro soldado que, habiendo recibido un ligero corte en su brazo mientras probaba sus armas, lo hunde en el agua del río para lavar la herida; emergen entonces pirañas que asaltan el brazo a mordiscos y, para horror de quienes acuden al oír los gritos del soldado, solo dejan los huesos ensangrentados: