Otro caso significativo lo encontramos en La casa verde de Mario Vargas Llosa. Como han advertido algunos críticos,8 esta obra hace una crítica aguda de la separación entre «civilización» y «barbarie». El título de la novela alude al burdel de Piura, pero también al entorno geográfico amazónico y, por ende, a la mezcla entre lo natural (verde, selva) y lo cultural (casa, burdel, ciudad); a tono con ello, varios pasajes del texto sugieren que la línea divisoria entre lo bárbaro y lo civilizado no separa la naturaleza de la cultura o la selva de la ciudad, sino que las atraviesa a ambas: tanto en la selva como en la ciudad civilización y barbarie coexisten de forma compleja y en diferentes dosis, puesto que no designan realidades objetivas sino facetas que cohabitan en el corazón humano (Lituma, por ejemplo, maltrata a la Selvática porque esta no se adapta a la vida civilizada, pero él mismo participa en una irracional ruleta rusa; el padre García desea preservar la moral y las buenas costumbres pero al final hace justicia por propia mano y arrastra a una multitud a quemar el burdel; y así sucesivamente). Al mismo tiempo, sin embargo, Vargas Llosa acoge sin atenuantes la concepción lineal del tiempo histórico implícita en el proyecto moderno, la cual presupone la superioridad de la cultura europea y descalifica las culturas amazónicas por estar ancladas en la Edad de Piedra; adicionalmente, diversos pasajes de la obra reestablecen el sentido tradicional del contraste entre barbarie y civilización, por ejemplo, las descripciones según las cuales los indígenas son salvajes que se comunican con gruñidos y se portan como bestias.9 Con dificultad se encontraría otro ejemplo capaz de ilustrar con mayor elocuencia la ambigüedad que hace de la representación narrativa del mundo selvático un terreno plagado de escollos y de arenas movedizas.
Con sus aciertos y sus contradicciones, estas y otras narrativas participan en todo caso del proceso de formación entre la élite letrada de Hispanoamérica, de una conciencia crítica relativa a la manera colonial de representar los ámbitos selváticos, y los impactos nocivos de las formas neocoloniales de explotación —un proceso que, como veremos luego en detalle, no adopta la forma de un ascenso gradual por una suave pendiente, sino la de un avance por un terreno escabroso, lleno de altibajos y tropiezos a lo largo del camino—. A partir de Quiroga y Rivera, tanto la visión de la naturaleza como la de las huellas dejadas en ella por la intervención colonizadora empiezan a ser problematizadas, lo que marca una diferencia con respecto a las narrativas decimonónicas de la selva —Cumandá de Juan León Mera o los capítulos selváticos de María de Jorge Isaacs—, cuyo tono y atmósfera resultan claramente epigonales con respecto a sus modelos del romanticismo europeo.
Del acopio de temas que abordan las narrativas de la selva a medida que una conciencia renovada emerge a lo largo del siglo xx, quiero destacar tres a los cuales volveré a menudo luego, por cuanto iluminan dimensiones ambientales y humanas claves de la colonización: las relaciones de género; las interacciones de los humanos con los animales, las plantas, los ríos y otros entes no humanos, y el choque de las poblaciones nativas y de los saberes locales con la civilización occidental. La representación de las relaciones de género es un tema álgido porque pulsa dos cuerdas sumamente sensibles: la dominación masculina y la feminización del mundo natural. De hecho, ambas vertientes tienen un origen común en la historia colonial; así lo destaca Guerra Cunningham cuando dice que, bajo las condiciones atípicas suscitadas por la conquista, el estereotipo del Don Juan fomentó en América Latina un machismo «con dos características básicas: a) el poder para seducir al sexo femenino y b) la capacidad para ser agresivo y violento frente a la naturaleza y a los otros hombres» (1980: 14).
Los personajes masculinos de las narrativas de la selva suelen hacer gala de una conducta acorde con esa definición, como lo muestran Arturo Cova en La vorágine y Marcos Vargas en Canaima. En estas novelas, como es sabido, la participación de las mujeres está subordinada casi por entero a las iniciativas de los hombres. En La vorágine, la forma del relato recalca ese hecho: Cova, a medida que cuenta sus peripecias, le cede la palabra a otros hombres para que cuenten las suyas, pero nunca les da oportunidad de hacer lo mismo a las mujeres, cuyas voces solo afloran fugazmente en escenas dialogadas. Algo similar pasa en Canaima, aunque en esta obra el relato está a cargo de un narrador omnisciente. Lo que me interesa subrayar, empero, es que en el rancio imaginario patriarcal de Gallegos y Rivera, esa dominación masculina sobre las mujeres (y la que se ejerce sobre los indios) está ligada a la voluntad de explotar a una naturaleza que se resiste a ello. La naturaleza misma, al cabo, es la principal figura femenina de La vorágine: la condición de diosa terrible y vengativa de la selva se cifra en la leyenda de la indiecita Mapiripana (Rivera 1987: 133-135), que subraya el nexo entre naturaleza y feminidad, y se expresa asimismo en la figura de Zoraida Ayram, la mujer-selva. En Canaima, el nombre propio que le da título al libro se refiere a una divinidad emparentada con los árboles, la cual concentra las fuerzas malignas de la espesura y simboliza el principio del mal «que le disputa el mundo a Cajuña el bueno» (Gallegos 1970: 165), arrastrando a los hombres a la venganza y la destrucción (Sá 2004: 74-76).
Tanto en Los pasos perdidos de Carpentier como en La vorágine, la imagen de las mujeres viene filtrada por la percepción que de ellas tiene el narrador, pero la perspectiva misógina de Cova da lugar a una mirada más compleja y rica en matices (Renaud 2002: 55-57), como lo muestra la oposición de Ruth y Mouche, mujeres urbanas que encarnan una feminidad de signo negativo, con su contrapunto positivo: Rosario, la mujer selvática. Esta última, que conoce como nadie los secretos de las yerbas y por cuya boca hablan las plantas, simboliza la protección maternal, la fertilidad, los saberes tradicionales y la cercanía con la naturaleza, a tono con los roles que la cultura popular les atribuye usualmente a las mujeres. A las potencias terribles de La vorágine y Canaima, Carpentier les opone entonces una figura femenina benéfica, cercana a los imaginarios de la «Madre Tierra», sustituyendo la voluntad de explotación de la naturaleza por una búsqueda de comunión con ella que al final se revela infructuosa. En otras obras, la visión machista de la mujer como objeto sexual resurge, y Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa es el mejor ejemplo. Esta vez, la concepción de la selva como entidad femenina resalta su exuberancia, su calidez y la misteriosa seducción que emana de su atmósfera envolvente, rasgos que cuajan de nuevo en otro personaje —la hermosa y fatídica Brasileña— que enriquece la lista de mujeres de la selva arquetípicas.
Estos ejemplos ilustran bien la persistencia con la que los autores vinculan la feminidad y el entorno selvático. Se advierten aquí los ecos de un simbolismo de la procreación y la fertilidad cuyo influjo es evidente en las religiones antiguas y cuyo origen se remonta a los sistemas de creencias de las comunidades primitivas. Bien sea para exaltar su capacidad germinativa, para destacar el ambiguo poder de seducción que la caracteriza, para mostrar su faceta amenazante o para otros fines narrativos, la selva de los novelistas suele ostentar rasgos femeninos —lo que entronca a su vez con la tradición occidental de representaciones en que la naturaleza es una madre «nutricia y dadora de vida» o una mujer «caprichosa y peligrosa», y cuya pervivencia se advierte por doquier en la cultura popular contemporánea (Roach 2003: 8-12 y 27)—. Los ejemplos citados muestran además la fuerza con que las relaciones de género en las narrativas de la selva tienden a fijarse en estereotipos afines a los que rigen la dualidad «paraíso/infierno». Este hecho ha recibido bastante atención por parte de la crítica y, por ende, no insistiré en él.