CASIO. — ¡Trebonio aprovecha su tiempo, pues ved, Bruto, cómo se lleva afuera a Marco Antonio!
Salen ANTONIO y TBEBONIO. CÉSAR y los senadores ocupan sus asientos
DECIO. — ¿Dónde está Metelo Címber? Que se adelante y presente ahora su solicitud a César.
BRUTO. — ¡Está preparado! ¡Poneos junto a él y secundadle!
CINA. — ¡Casca, vos sois el primero que ha de levantar la mano!
CÉSAR. — ¿Estamos todos dispuestos? ¡A ver ahora! ¿Qué cosa hay mal hecha que deben rectificar César y su Senado?
METELO. —¡Muy alto, muy grande y muy poderoso César! Metelo Címber depone ante tus plantas un humilde corazón...
(Arrodillándose.)
CÉSAR. — ¡Debo advertirte, Címber, que estas genuflexiones y rastreras cortesías pueden conmover a un hombre vulgar y transformar las sentencias y decretos primordiales en juego de niños! No te ilusiones pensando que César lleva una sangre tan rebelde que pueda cambiar su verdadera calidad con lo que hace palpitar al necio, es decir, con dulces palabras, con humillantes y encorvadas reverencias y bajas adulaciones serviles. ¡Tu hermano está desterrado, por un decreto! ¡Si te postras y ruegas y adulas por él te aparto de mi camino como a un perro! ¡Sabe .que César no es injusto, ni sin causa se dará por satisfecho!
METELO. — ¿No hay ninguna voz más digna que la mía que suene más grata a los oídos del gran César, para pedirle el retorno de mi expatriado hermano?
BRUTO. — Te beso la mano, César, pero sin adulación, suplicándote que otorgues a Publio Címber un regreso inmediato y sin condiciones.
CÉSAR. — ¡Cómo! ¡Bruto!
BRUTO. — ¡Perdón, César; César, perdón! Casio se postra igualmente a tus pies para implorar la libertad de Publio Címber.
CÉSAR. — ¡Podría ablandarme si fuera como vosotros! Si pudiera rebajarme a suplicar, los ruegos me conmoverían, pero soy constante como la estrella polar, que por su fijeza e inmovilidad no tiene semejanza con ninguna otra del firmamento. ¡Esmaltados están los cielos con innumerables chispas, todas de fuego y todas resplandecientes, pero entre ellas sólo una mantiene su lugar! Así ocurre en el mundo: poblado está de hombres, y los hombres se componen de carne y sangre y disfrutan de inteligencia. Y sin embargo, sólo conozco uno entre todos que permanezca en su puesto, inquebrantable a la presión. ¡Y que ése soy yo lo probaré de la siguiente manera: firme he sido en que se desterrase a Címber, y firme soy en mantenerlo así!
CINA. — ¡Oh César!...
CÉSAR. — ¡Fuera! ¿Pretendes elevar el Olimpo?
DECIO. — ¡Gran Cesar!...
CÉSAR. — ¿No está Bruto arrodillado en vano?
CASCA. — Hablen mis manos por mí.
(CASCA hiere primero a CÉSAR, después los demás conspiradores, y finalmente BRUTO.)
CÉSAR. — ¡Et tu, Brute! ¡Muere entonces, César!
(Muere. Los senadores y el pueblo huyen en tropel.)
CINA. — ¡Libertad! ¡Independencia! ¡La tiranía ha muerto! ¡Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calle!
CASIO.—Que suban, algunos de los tribunos populares y griten: «¡Libertad, independencia y emancipación!»
BRUTO. — ¡Pueblo y senadores, no os asustéis! ¡No huyáis! ¡Permaneced quietos! ¡La ambición ha pagado su deuda.!
CASCA. — ¡Ocupad la tribuna, Bruto!
DECIO. — Y Casio también. BRUTO. — ¿Dónde está Publio?
CINA. — ¡Aquí, completamente azorado con este tumulto!
METELO. — ¡Aprestémonos juntos a la defensa, no sea que algún amigo de César intentara...!
BRUTO. — ¡Nada de aprestarse a la defensa! ¡Ánimo tranquilo, Publio! ¡Ningún peligro amenaza a vuestra persona ni a la de ningún otro romano! ¡Decidlo así, Publio!
CASIO. — ¡Y dejadnos, Publio, ya que el pueblo, precipitándose sobre nosotros, podría causar daño a vuestra ancianidad!
BRUTO. — Sí, hacedlo, y que nadie responda de las consecuencias de esta acción sino nosotros, sus autores.
(Vuelve a entrar TREBONIO.)
CASIO. — ¿Dónde está Antonio? TREBONIO. — ¡Ha huido atemorizado a su casa! ¡Hombres, mujeres y niños se miran con terror, corriendo y gritando como si fuera el día del juicio'.
BRUTO. — ¡Dadnos a conocer vuestra voluntad, destinos! ¡Sabemos que hemos de morir! ¡Sólo el instante y los días que restan es lo que importa al hombre!
CASIO. — ¡Bah! Quien merma veinte años de su vida, ésos suprime de estar temiendo a la muerte.
BRUTO. — ¡Convenid en eso, y la muerte resulta entonces un beneficio! De este modo, somos amigos de César, pues hemos abreviado su tiempo de temor a la muerte. ¡Inclinémonos, romanos, inclinémonos y bañemos nuestras manos hasta el codo en la sangre de César, y de ella salpiquemos nuestras espaldas! Salgamos después hasta la calle pública y, blandiendo sobre nuestras cabezas las enrojecidas armas, clamemos todos: «¡Paz, independencia y libertad!»
CASIO. — ¡Inclinémonos, pues, y lavémonos en su sangre! ¡Cuántos siglos verán representar esta sublime escena en naciones que están por nacer y en lenguas aún desconocidas!
BRUTO. — ¡Cuántas veces se verá sangrar a César sobre el teatro! ¡Y ahora yace a los pies de Pompeyo, no más preciado que el polvo!
CASIO. — ¡Y cuantas veces suceda, otras tantas se dirá de nosotros que fuimos hombres que dieron la libertad a su patria!
DECIO. — ¿Qué? ¿Salimos?
CASIO. — ¡Sí, en marcha todos! ¡Bruto nos guiará, y nosotros le daremos por séquito los mejores y más valerosos corazones de Roma!
(Entra un CRIADO.)
BRUTO. — ¡Atención! ¿Quién llega? ¡Uno de los de Antonio!
CRIADO. — Mi señor me encarga que así me arrodille, Bruto. Marco Antonio me ordena que así me postre, y una vez postrado, que diga de este modo: «Bruto es noble, sabio, valiente y leal. César era prepotente, temerario, regio y bondadoso. Di que amo a Bruto y que le honro. Di que temía a César, que le veneraba y le quería. Si Bruto da seguridad a Antonio de que puede sin temor ir a su encuentro y de que ha de convencerle de que César ha merecido la muerte, Marco Antonio no amará más a César muerto que a Bruto vivo, sino que seguirá la suerte y riesgos del noble Bruto, a través de los azares de esta situación crítica, con entera lealtad.» He aquí lo que dice Antonio mi señor.
BRUTO. — Tu señor es un discretísimo y valiente romano. Jamás he pensado menos de él. Dile que si gusta venir a este lugar, será satisfecho, y juro por mi honor que partirá sin ofensa.
CRIADO. — Voy a traerle inmediatamente. BRUTO. — Espero que lo tendremos por amigo.
CASIO. — Celebraría que fuese posible; pero confieso que lo temo mucho, y mis presentimientos sagaces acertaron siempre.
(Vuelve a entrar AHTOSÍIO.)
BRUTO. — Pues aquí llega Antonio. ¡Bienvenido, Marco Antonio!
ANTONIO. — ¡Oh excelso César! ¿Tan abatido yaces? ¿Todas tus glorias, conquistas, triunfos y despojos se han reducido a esto? ¡Adiós a ti! Desconozco, patricios, lo que intentáis; quién todavía deberá verter su sangre, qué otro de rango elevado. ¡Si soy yo, ninguna hora mejor para morir que la que ha visto caer a César, ni ningún