Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: William Shakespeare
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4064066446482
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CUARTO. — Ahora, vuestra residencia, Brevemente.

      CINA. — Brevemente, resido cerca del Capitolio.

      CIUDADANO TERCERO. — Vuestro nombre, señor, francamente.

      CINA. — Francamente, mi nombre es Cina.

      CIUDADANO PRIMERO. — ¡Desgarradle en pedazos! ¡Es un conspirador!

      CINA. — ¡Soy Cina el poeta! ¡Soy Cina el poeta!

      CIUDADANO CUARTO. — ¡Desgarradle por sus malos versos! ¡Desgarradle por sus malos versos!

      CINA. — ¡No soy Cina el conspirador!

      CIUDADANO CUARTO. — ¡No importa, se llama Cina! ¡Arrancadle solamente su nombre del corazón y dejadle marchar!

      CIUDADANO TERCERO. — ¡Desgarradle! ¡Desgarradle! ¡Vengan teas! ¡Eh! ¡Teas encendidas! ¡A casa de Bruto! ¡A casa de Casio! ¡Arda todo! ¡Vayan algunos a casa de Decio, y otros a la de Casca, y otros a la de Ligario! ¡En marcha! ¡Vamos!

      (Salen.)

      Acto IV

       Índice

      SCENA PRIMA

       Roma. — Habitación en casa de Antonio

      ANTONIO, OCTAVIO y LÉPIDO, sentados alrededor de una mesa.

      ANTONIO. — Todos éstos, entonces, tienen que morir. Quedan sus nombres anotados.

      OCTAVIO. — Es preciso que vuestro hermano muera bien. ¿Consentís, Lépido?

      LÉPIDO. — Consiento.

      OCTAVIO. — Anotadlo, Antonio. .

      LÉPIDO. — Pero a condición de que no vivirá Publio, el hijo de vuestra hermana, Marco Antonio.

      ANTONIO. — No vivirá. Mirad. Con esta señal le condeno. Mas id, Lépido, a casa de César, traed el testamento, y veremos el modo de suprimir algunas mandas de los legados.

      LÉPIDO. — ¿Qué, os encontraré luego aquí?

      OCTAVIO. — Aquí o en el Capitolio.

      (Salé LÉPIDO.)

      ANTONIO. — Éste es un majadero, que sólo sirve para hacer recados. ¿Conviene que, dividido el mundo en tres partes, venga él a ser uno de los tres que ha de tener parte?

      OCTAVIO. — Así lo juzgasteis, y pedisteis su voto sobre quiénes debían ser anotados para morir, en nuestra negra lista de proscripción.

      ANTONIO. — He vivido más que vos, Octavio, y aunque confiáramos tales honores a este hombre, a fin de aliviarnos de varias cargas calumniosas, él no los llevará sino como lleva el asno el oro, jadeando y sin aliento bajo la faena, guiado o arreado, según le señalemos el camino. Y cuando haya conducido nuestro tesoro adonde nos convenga, entonces se le quita la carga y, como el asno descargado, se le deja marchar í» sacudir las orejas y patas en los prados comunales.

      OCTAVIO. — Podéis hacer lo que queráis; pero es un soldado experto y valiente.

      ANTONIO. — También lo es mi caballo, Octavio, y por eso le asigno su ración de forraje. Es una Criatura a la que he enseñado a combatir, encabritarse, detenerse y correr en línea recta, gobernados siempre por mi inteligencia los movimientos de su cuerpo. Hasta cierto punto, Lépido no es otra cosa. Necesita ser adiestrado, dirigido y estimulado a ir adelante. Es un individuo de natural inútil que se alimenta de inmundicias, desechos e imitaciones que, usados y gastados por otro, para él constituyen la última moda. No hablemos de él sino como de un trasto. Y ahora, Octavio, oíd grandes cosas: Bruto y Casio están reclutando tropas. Debemos hacerles frente sin demora. Reforcemos además nuestra alianza, conquistemos a nuestros amigos más leales, ensanchemos nuestros recursos y reunámonos en seguida en consejo para poder descubrir mejor los planes ocultos y afrontar los peligros evidentes.

      OCTAVIO. — Hagámoslo así. Porque estamos en el poste; numerosos contrarios nos rodean, y me temo que algunos de los que nos sonríen abrigan en su corazón infinitas maldades.

      (Salen.)

      SCENA SECUNDA

       Campo cerca de Sardis. — Ante la tienda de Bruto

      Tambores, Entran BRUTO, LUCILIO, LUCIO y soldados. Los acompañan TITINIO y PÍNDARO

      BRUTO. - ¡Alto, eh!

      LUCILIO. — ¡Dad la seña, eh! ¡Y alto!

      BRUTO. — ¡Qué hay, Lucilio! ¿Está cerca Casio?

      LUCILIO. — Está al llegar, y Píndaro ha venido a saludarnos de parte de su señor.

      BRUTO. — Me saluda amistosamente. Vuestro amo, Píndaro, sea por propia mudanza, o por mal consejo de sus oficiales, me ha dado motivos suficientes para ansiar que ciertas cosas hechas se deshicieran; pero si está tan próximo, me explicaré con él.

      PÍNDARO. — No dudo que mi noble señor aparecerá tal como es, lleno de discreción y honorabilidad.

      BRUTO. — No se duda de él. Una palabra, Lucilio. ¿Cómo os recibió? Que yo lo sepa.

      LUCILIO.—Con bastante respeto y cortesía; pero no con las mismas pruebas de familiaridad ni con aquel libre y amistoso trato que antes le eran habituales.

      BRUTO. — Acabas de describirme al ardoroso amigo que se entibia. Observad, Lucilio, que cuando la amistad comienza a debilitarse y decaer, afecta ceremonias forzadas. La fe pura y sencilla no admite disfraces , pero los hombres frívolos, como los caballos sin domar, hacen alarde y ostentación de su energía; cuando sienten la sangrienta espuela, dejan caer la cabeza. Y, como rocines falsos, sucumben en la prueba, adelantan sus tropas?

      LUCILIO. — Tienen intención de acampar esta noche en Sardis. El grueso del ejército, la caballería inclusive, vienen con Casio.

      (Marcha dentro.)

      BRUTO — ¡Escuchad! Ya ha llegado. Vamos sin ruido a su encuentro.

      (Entran CASIO y soldados.)

      CASIO. — ¡Firmes! ¡Eh!

      BRUTO. — ¡Firmes! ¡Transmitid la seña a lo largo de las filas!

      SOLDADO PRIMERO. — ¡Firmes!

      SOLDADO SEGUNDO. — ¡Firmes!

      SOLDADO TERCERO. — ¡Firmes!

      CASIO. — ¡Habéis sido injusto conmigo, noble hermano!

      BRUTO. — ¡Juzgadme, dioses! ¿Soy injusto con mis amigos? Y si no lo soy, ¿cómo podría serlo con un hermano?

      CASIO. — Bruto, bajo esa templada apariencia encubrís injusticias. Y cuando las causáis...

      BRUTO. — ¡Conteneos, Casio! Exponed quedamente vuestras quejas. Os conozco bien. Aquí, en presencia de nuestros dos ejércitos, que no deben ver en nosotros sino cariño, no discutamos. Mandad que se retiren. Después, en mi tienda, extendeos en vuestros agravios, Casio, y yo os prestaré atención.

      CASIO. — Píndaro, decid a nuestros jefes que retiren sus tropas a alguna distancia.

      BRUTO.—Haced igual, Lucilio, y que nadie se acerque a nuestra tienda hasta que haya dado fin nuestra entrevista. Que Lucio y Titinio guarden la entrada.

      (Salen.)

      SCENA TERTIA

       La tienda de Bruto

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