BRUTO. — ¡Oh dioses! ¡Hacedme digno de tan noble esposa!
(Llaman dentro.)
¡Escuchemos! ¡Escuchemos! Alguien llama. Porcia, retírate un instante y pronto compartirá tu pecho los secretos de mi corazón. ¡Te explicaré todos mis compromisos y la tristeza que puedes leer en mi frente! ¡Déjame aprisa!
(Sale PORCIA.)
¿Quién llama, Lucio?
(Vuelve a entrar Lucio con LIGARIO.)
Lucio. — Aquí hay un hombre enfermo que quiere hablaros.
BRUTO. — Cayo Ligario, de quien habló Metelo. Retírate, muchacho. ¡Cayo Ligario! ¿Qué.hay?
LIGARIO. — Aceptad el saludo matinal de una lengua débil.
BRUTO. — ¡Oh, qué tiempo habéis escogido, bravo Cayo, para llevar pañuelo! ¡No quisiera veros enfermo!
LIGARIO. — ¡No lo estoy si Bruto se propone realizar alguna proeza digna de gloria!
BRUTO. — Tengo entre manos un asunto de tal género, Ligario, que os comunicaría si tuvierais salud para oírlo.
LIGARIO. — ¡Por los dioses todos que veneran de rodillas los romanos, aquí depongo mi dolencia! ¡Alma de Roma! ¡Hijo valeroso, descendiente de antepasados ilustres! ¡Tú, como un exorcista has conjurado mi amortecido espíritu! ¡Mándame ahora y emprenderé lo imposible, más: lo superaré! ¿Qué hay que hacer?
BRUTO. — ¡Una labor que devolverá la salud a los hombres enfermos!
LIGARIO. — Pero ¿no hay ningún sano a quien debamos bamos hacer enfermar?
BRUTO. — ¡También habremos de hacer eso! Lo que sea, querido Cayo, te lo explicaré conforme vamos hacia aquel en quien deba realizarse. v
LIGARIO. — ¡Adelante, y, con el corazón recién , enardecido, os seguiré para llevar a cabo lo que ignoro, pero me basta con que Bruto me guíe! BRUTO. — ¡Seguidme, entonces!
(Salen.)
SCENA SECUNDA
El mismo lugar. — Palacio de César
Truenos y relámpagos. Entra CÉSAR en traje de Noche
CÉSAR. — ¡Ni los cielos ni la tierra han estado en paz esta noche! Tres veces ha gritado en sueños Calpurnia: «¡Socorro! ¡Ah! ¡Asesinan a César!» ¿Quién anda ahí dentro?
(Entra un CRIADO.)
CRIADO. — ¡Señor!
CÉSAR. — Ve a decir a los sacerdotes que ofrezcan el sacrificio y me traigan su opinión sobre el resultado.
CRIADO.—Lo haré, señor.
(Sale. Entra CALPURNIA.)
CALPURNIA. — ¿Qué intentáis, César? ¿Pensáis salir? ¡Hoy no os moveréis de casa!
CÉSAR. — ¡César saldrá! ¡Los peligros que me han amenazado no miraron nunca sino mis espaldas! ¡Cuando vieron el rostro de César se desvanecieron!
CALPURNIA. — ¡César, jamás reparé en presagios, pero ahora me asustan! Cuenta uno ahí dentro que, aparte las cosas que hemos visto y oído, los guardias han presenciado prodigios horrendos. ¡Una leona ha parido en medio de la calle, y las tumbas se han entreabierto y vomitado a sus difuntos! ¡Guerreros feroces combatían encolerizados entre las nubes en filas y escuadrones y en exacta formación militar, haciendo lloviznar sangre sobre el Capitolio! ¡El fragor de la lucha atronaba los aires, y se oía el relinchar de los caballos, y el estertor de los moribundos, y los gritos y alaridos que daban en las calles los espectros! ¡Oh César! ¡Estas cosas son inusitadas y me infunden pavor!
CÉSAR. — ¿Cómo puede evitarse que se cumpla lo que hayan dispuesto los altos dioses? No obstante, César saldrá, pues esas predicciones lo mismo se dirigen al mundo en general que a César.
CALPURNIA. — Cuando muere un mendigo no aparecen cometas. La muerte de los príncipes inflama a los propios cielos.
CÉSAR. — ¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez! ¡De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo! ¡Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya de venir, vendrá!
(Vuelve a entrar el CRIADO.)
¿Qué dicen los augures?
CRIADO. — Quisieran que no salieras hoy. Al extraer las entrañas de una ofrenda, no pudieron hallar dentro del pecho el corazón.
CÉSAR. — ¡Eso lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía! ¡César sería una bestia sin corazón si por miedo permaneciera hoy en su casa! ¡No, no lo hará César! ¡Demasiado sabe el peligro que más temible es César que él! ¡Somos dos leones nacidos el mismo día, pero yo vine el primero y soy más aterrador! ¡César, pues, saldrá!
CALPURNIA. — ¡Ay señor! Vuestra prudencia se deshace por vuestra confianza. ¡No salgáis hoy! ¡Decid que mi temor, y no el vuestro, os retiene en casa! ¡Enviemos al Senado a Marco Antonio, y, él anunciará ,que os halláis indispuesto. ¡Permitid que de rodillas , Os lo suplique!
CÉSAR. — Marco Antonio dirá que no estoy bien, y, por satisfacer tu capricho, me quedaré en casa.
(Entra Decio)
He aquí a Decio Bruto, él lo comunicará así.
DECIO. — ¡César, salud! ¡Buenos días, digno César ¡ Vengo a acompañaros al Senado.
CÉSAR. — Y llegáis lo más a propósito para ir a cumplimentar de mi parte a los senadores y decirles que no iré hoy. Que no puedo, sería falso, y que no me atrevo, más falso aún. Que no iré hoy, decidles esto únicamente, Decio.
CALPURNIA. — Aseguradles que está enfermo.
CÉSAR. — ¿César enviar una mentira? ¿He extendido tan lejos las conquistas de mi brazo para no atreverme a decir a unos cuantos ancianos la verdad? ¡Decio, id a comunicar que César no irá!
DECIO. — Poderosísimo César, dejadme alegar alguna causa para que no se burlen de mí cuando lo anuncie.
CÉSAR. — ¡La causa es mi voluntad! ¡Que no iré! Esto es bastante para satisfacer al Senado, pero, para vuestra satisfacción particular, os haré saber, pues estimo, que es Calpurnia quien me retiene en casa. Anoche soñó que había visto mi estatua, de la cual, como de una fuente de cien aberturas, manaba un raudal de pura sangre, y que muchos intrépidos romanos venían risueños y empapaban sus manos en ella. Y creyendo ver en esto avisos, presagios y peligros inminentes, me ha rogado de rodillas que permanezca hoy en casa.
DECIO. — Este sueño está erróneamente interpretado. Más bien ha sido una visión feliz y venturosa. Vuestra estatua manando sangre por cien conductos, en la cual se bañaban sonrientes muchos romanos, significa que la gran Roma recibirá por vos sangre que ha de regenerarla y que hombres ilustres se apresurarán a recogerla en gotas, manchas, reliquias y blasones. ¡Esto es lo que significa el sueño de Calpurnia!
CESAR. — ¡Y le habéis dado una explicación exacta!
DECIO. — En efecto, y más la encontraréis cuando hayáis oído lo que tengo que comunicaros. Sabedlo ahora: el Senado ha resuelto conceder hoy una corona al poderoso César. Si mandáis a decir que no iréis, podrá cambiar de deseo. Además, probablemente se hallaría alguno que respondiera con burla: «Disolved el Senado hasta otra ocasión en que tenga mejores sueños la mujer de César.» Si César se esconde, ¿no susurrarán entre ellos: «¡Ya lo veis! ¡César tiene miedo!» Perdonadme, César, pero el profundo afecto que os guardo me impulsa a condenar vuestro proceder, y la razón ha sido siempre dócil a mis cariños.