Es conocido y bello el epitafio sobre la tumba de Kant, tomado de su Crítica de la razón práctica: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
Esta frase sintetiza la visión kantiana. Por una parte, el orden cósmico donde rigen leyes de validez universal de regularidad y cadenas de causas y efectos analizables y predecibles; y por otra, la ley moral que deriva de la capacidad de los seres humanos para generar nuevas cadenas de resultados y, por lo tanto, tener que asumir la responsabilidad por sus consecuencias. A esa capacidad Kant la denomina libertad, y ella tiene su base en la voluntad, la facultad de querer algo y disponer de los medios para conseguirlo.
Cabe recordar que Kant refuta al empirismo y al relativismo con el siguiente argumento: es cierto que hay numerosas culturas que sostienen muy diversas maneras de catalogar qué comportamientos son considerados válidos y buenos y cuáles errados y malos. Pero todas las culturas tienen el sentimiento moral de que hay cosas buenas y cosas malas. A ese sentimiento es al que apela Kant cuando habla de la ley moral en su corazón y solo puede ejercerse si se cuenta con la libertad de opción.
Pero esa voluntad puede querer obrar bien u obrar mal, entonces surge la pregunta sobre cómo lograr que la voluntad libre elija siempre obrar bien porque en la visión kantiana solo Dios puede querer siempre el bien, por eso, el universo todo está creado para un funcionamiento armónico de todas sus partes.
Para el sistemático pensador de Königsberg, la respuesta no está por el lado de determinar qué está bien o está mal, sino en encontrar un mandato que la voluntad se imponga a sí misma y que no provenga de una fuente externa, sino de la propia voluntad que se autoimpone obrar el bien por el bien mismo.
A ese mandato con validez universal –como la de una ley física o matemática– Kant lo denomina imperativo categórico y lo expresa de este modo: “Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse por tu voluntad en ley general”.
Es un principio formal, ya que no apunta a un contenido concreto, sino al modo en que la razón debe guiar a la voluntad a querer el bien.
Para Kant, los seres humanos son las únicas criaturas libres, y es esa característica la que hace que seamos racionales y morales. El libre albedrío es lo que confiere dignidad y valor incondicionado a todos los seres humanos. Es por tal motivo que Kant sostiene que otra manera de expresar el imperativo categórico es: “Trata siempre a la humanidad de una persona como un fin y nunca solamente como un medio”.
Para Kant, las personas tienen dignidad y no precio. Aquello que tiene precio puede cambiarse por otra cosa; la dignidad no. Esta es una de las mayores precisiones que fundamentan los derechos humanos universales y que están en la base de la búsqueda de modelos de organización social que tratan de preservar el libre albedrío, la igualdad de los seres humanos y la preeminencia de las personas por sobre las estructuras sociales.
La moral kantiana ha sido calificada de rigorista porque no admite atenuantes. El ejemplo clásico que propone el mismo Kant es el de quien oculta a un perseguido político en su casa y les miente a quienes lo persiguen cuando le preguntan si esa persona está allí.
Para Kant, quien decide proteger al perseguido y miente no obra de acuerdo al imperativo categórico, sino a un imperativo hipotético o condicionado: “Si quieres salvar una vida, miente”, pero en ese caso no se cumple con el imperativo categórico que se autoimpone la voluntad libre de querer siempre el bien. Si la mentira se convirtiera en ley natural a cumplir por todos, no necesitamos ir muy lejos ni en el espacio ni en el tiempo para adivinar sus consecuencias. Las tenemos a la vista, y no es precisamente un mundo de armonía y paz perpetua, como aspiraba el pequeño pero enorme aldeano de la Prusia de Federico II.
(iv) La moral dialógica
Ética dialógica, o del discurso o comunicativa son denominaciones con que tanto Jürgen Habermas como Karl-Otto Apel denominan a su propuesta. Volveré con cierto detalle sobre ella al final del trabajo, pero, de todos modos, creo que es oportuno poner en contexto esta corriente con las tres anteriores.
Los trabajos de Habermas y Apel procuran retomar la línea kantiana en el sentido de entender la fundamentación ética como formal (y no de contenidos) y concuerdan con Kant en que el mundo moral es el de la autonomía humana, es decir, el de aquellas leyes que los seres humanos se dan a sí mismos. Precisamente porque las asumen pueden promulgarlas o rechazarlas, aceptarlas o abolirlas15. Son leyes autónomas, es decir, se cumplen porque se autoimponen y no heterónomas porque una autoridad externa las dictaminó.
Sin embargo, discrepan con el pensador prusiano en que la formulación de cualquier norma o mandato debe ser un proceso monológico e individual, sino que deben acordarse entre todos los afectados en un diálogo libre de presiones y con determinadas reglas, como las que se describirán en la parte B de este trabajo.
Un tema clave en la argumentación de la ética del discurso es el de la “comunidad ideal de comunicación”.
Para esta corriente de pensamiento, en el acto de entrar en un debate argumentativo estamos presuponiendo la posibilidad de un acuerdo o de convencer a otros semejantes mediante el diálogo y el lenguaje. Además, se genera de hecho una comunidad real de argumentantes que debaten e intercambian sus puntos de vista. Seguramente, estas conversaciones reales se darán con las falencias que todos conocemos de reuniones de consorcio, debates parlamentarios o discusiones gremiales, entre muchas otras. Para superar esas falencias, la ética dialógica propone imaginar una situación en la que se dieran condiciones para que el debate resultara productivo, satisfactorio para las partes y efectivo para resolver la situación bajo debate. A esa situación Habermas y Apel la llaman “comunidad ideal de comunicación”. No es una utopía, se adelantan a aclarar estos autores, sino una idea regulativa, un escenario modelo al cual tender y en el cual todos los participantes puedan coincidir en las condiciones para su funcionamiento óptimo. Las condiciones para que funcione adecuadamente una comunidad real, teniendo como meta la comunidad ideal de comunicación, serán presentadas en el apartado “Las condiciones de la comunicación dialógica en las organizaciones”, de la parte B de este trabajo, a la cual remito por estar más detallada.
d) El discreto encanto del escepticismo ético16
En esta apretada síntesis no puedo dejar de mencionar la posición que desafía a todas las precedentes y que, sin constituir una escuela, sí es una postura que suele tener muchos adeptos, especialmente en momentos de cambios tan profundos como los que vive la humanidad en los últimos sesenta años, que es el escepticismo.
El escepticismo ético deriva del escepticismo cognoscitivo, que niega la posibilidad de conocer algo de manera firme y definitiva (apodíctica, en el lenguaje filosófico). El escéptico moral niega que sea posible justificar o fundamentar racionalmente la obligatoriedad de una norma o la verdad de un juicio moral. De allí que sostenga la cualidad de relativas de todas las normas de convivencia.
El problema de esta postura es que irremediablemente entra en autocontradicción cuando intenta argumentar a favor de su tesis dado que, como vimos en la ética discursiva, argumentar presupone necesariamente el reconocimiento de la validez de determinadas normas como las del lenguaje o el diálogo.
Al hablar del “discreto encanto del escepticismo ético”, Maliandi se refiere al hecho curioso de que expresiones muy diferentes del pensamiento contemporáneo, como el neopositivismo, el existencialismo, el estructuralismo y el posmodernismo, sucumban a su fascinación.
e) ¿Una ética sin sujeto?
Por las características del presente trabajo, deseo concluir estas reflexiones preguntando si es posible seguir pensando la ética y sus dilemas si desaparece