2 Véase ahora, en traducción al español, K.-J. Hölkeskamp, La cultura política de la República romana: un debate historiográfico internacional, Zaragoza-Sevilla, 2019.
Lo justo, lo bueno y lo poderoso. Estrategias de autoconfiguración aristocrática en la Grecia arcaica1
Elke Stein-Hölkeskamp (Universität Duisburg-Essen)
Las siguientes reflexiones sobre las estrategias de autoconfiguración en la Grecia arcaica se centrarán en la cuestión de la pertenencia y participación en una élite. Esto implica, en términos concretos, los criterios que determinan el estatus, el rango y la preeminencia de los individuos. La tradición literaria parece ser bastante clara en este aspecto. Después de todo, los textos desde la Ilíada en adelante versan sobre las cualidades específicas de los héroes individuales y líderes de la envergadura y reputación de un Aquiles, un Héctor o un Odiseo, que invariablemente buscan “ser siempre los mejores y superar a todos los demás”. También en la poesía arcaica, desde Arquíloco hasta el Corpus Theognideum, estos criterios de excelencia y preeminencia, por los cuales los aristócratas individuales superan a los demás, ocupan invariablemente un lugar central. Sorprendentemente, sin embargo, desde los primeros textos en adelante, los poetas toman también, y sobre todo, una postura muy crítica hacia la élite. Son estos textos los que proporcionan un acceso ideal a nuestro tema2.
Permítaseme comenzar con un poema de Arquíloco, nacido alrededor del año 680 a.C. en la isla de Paros. Arquíloco (fr. 114 West), quien tuvo una vida sumamente aventurera como mercenario, rechaza al tipo homérico, por así decirlo, del guerrero alto y bello, de larga cabellera y postura orgullosa: no tiene “ningún agrado por el general corpulento de andar jactancioso, que presume de sus rizos o se afeita con cuidado”; prefiere uno que sea “menudo, que en sus canillas se aprecie que es zambo, que se plante con firmeza y esté lleno de valor”3. A mediados del siglo VII a.C., el espartano Tirteo (fr. 11 West) formula una crítica fundamental y exhaustiva de las actitudes y el comportamiento de los miembros de la élite de su época. En sus elegías, niega enfáticamente que un hombre “por su excelencia en el correr o en la pelea de puños”, aun si “venciera en carrera al tracio Bóreas” o “tuviera la altura y la fuerza de un Cíclope”, sea digno de estima y recuerdo. Simplemente no reconoce la belleza y la fuerza física, el éxito en las competiciones atléticas, la riqueza y la elocuencia como signos de excelencia personal e individual. Para él, la única virtud verdadera (areté) es el “impetuoso coraje”, y eso significa que
… osa presenciar la matanza sangrienta y, manteniéndose cerca, sabe lanzarse contra el feroz enemigo. Eso es excelencia. Esa es, entre los hombres, la máxima gloria y el más hermoso premio al alcance de un joven guerrero. Un bien común a la ciudad y al pueblo entero es el hombre que, erguido en vanguardia, se afirma sin descanso.
Estos valores cooperativos marcan al hoplita en la falange y constituyen cualidades centradas en la comunidad de la polis.
Hacia mediados del siglo VI se tiene una evidencia similar en los fragmentos de Jenófanes de Colofón. Este poeta critica la excesiva exuberancia de la élite de su polis natal: “Acudían al ágora no menos de mil en total, con mantos teñidos de púrpura todos, jactanciosos, ufanos de sus muy cuidadas melenas, impregnados de ungüentos de aroma exquisito”, una suerte de “lujo inútil”, que habían aprendido “de los lidios” (fr. 3 West). Incluso más, su crítica está dirigida a la excesiva estima y el reconocimiento de que gozan los campeones olímpicos: lamenta la inutilidad de las actividades deportivas para la comunidad de la polis y critica los valores subyacentes y, de hecho, la mentalidad de grupo estamental que gira en torno a la competencia, o más bien a la competitividad por sobre todo y solo en este ámbito: un hombre que obtuviera
… una victoria por la rapidez de sus pies o en el pentatlón… o bien en la lucha, o bien en ese espantoso certamen que llaman ‘pancracio’, muy ilustre se hace a los ojos de sus convecinos, y puede alcanzar la gloriosa ‘proedría’ en los Juegos, y recibir alimentos a cargo del erario público, y de su ciudad un regalo, que tenga por premio.
Todo esto no contribuiría al “buen gobierno” de la ciudad ni a “engrosar” su tesoro (Jen., fr. 2 West). La crítica en uno de los poemas del Corpus Theognideum apunta en un sentido similar. El poeta confronta a sus conciudadanos con una pregunta polémica:
¿Cómo vuestro corazón tiene el valor de cantar al son de la flauta? Desde la plaza se ve la frontera de nuestra tierra, que os alimenta con sus frutos, ¡a vosotros que en vuestros rubios cabellos lleváis en los banquetes rojas guirnaldas!
Los convoca a llorar “por esta tierra perfumada” que se pierde ante el enemigo, a recortar sus cabellos y poner fin a la fiesta (Teognis, 825-830).
Estos textos enumeran una serie de características consideradas típicas para los miembros de la élite y que, al mismo tiempo, son vehementemente denunciadas como innecesarias y hasta dañinas y destructivas para la comunidad: riqueza y vida ociosa, físico esbelto y fuerte, osadía y arrogancia, elegancia y elocuencia. Estas marcas de preeminencia son invariablemente resultado de cualidades personales, posesiones y logros individuales, obtenidos y acumulados en prácticas culturales competitivas. Estas prácticas consistían en una gran variedad de actividades en las que cualquier persona que tuviera los medios y recursos necesarios podía invertir su tiempo y energía. Al mismo tiempo, sin embargo, los fragmentos de estos poetas –que son, después de todo, nuestra fuente más importante para la historia social de la era arcaica– no ofrecen ningún criterio objetivo, universalmente válido y aplicable en las distintas circunstancias para definir de manera clara y efectiva al grupo en la cima en la escala social4.
Cualquier intento de definir las características de la élite por medio de un análisis de su base social resulta igualmente problemático. En este caso particular, un enfoque sociohistórico debe estar centrado en las características concretas de esta élite como tal, sin recurrir a presupuestos y generalizaciones derivados de analogías implícitas con el patriciado de la Roma republicana, o las aristocracias de la Edad Media o la temprana Modernidad europea. Los resultados de la investigación en las últimas décadas, especialmente a raíz de las conclusiones propuestas por estudiosos franceses como Félix Bourriot (1976) y Denis Roussel (1976), se pueden resumir de la siguiente manera: desde el principio, ha sido y sigue siendo una característica esencial de la aristocracia –o más bien, de los aristócratas– el actuar invariablemente como tales, es decir, como individuos y no como un grupo o “clase” coherente y homogénea. Dado que nunca hubo algo parecido a estructuras gentilicias o linajes, el nacimiento noble no pudo convertirse en un criterio decisivo, y mucho menos exclusivo, del estatus y el rango aristocráticos. Las familias nucleares nunca formaron comunidades más amplias con relaciones agnadas o cognadas. Solo las relaciones agnadas inmediatas (padres, hermanos e hijos) estaban a cargo del matrimonio, funerales y rituales similares. En pocas palabras: las familias aristocráticas y, por lo tanto, los aristócratas como individuos nunca estuvieron interconectados en estructuras familiares de amplio o incluso mediano alcance5.
La unidad básica de la sociedad arcaica era el oîkos. Todos los miembros de la élite eran propietarios de un gran oîkos, que comprendía no solo a la familia nuclear, sino también a esclavos, trabajadores libres, “amigos” y seguidores. Existen muchos pasajes en la épica homérica y la poesía arcaica que atestiguan la importancia fundamental de esta base para el rango y el estatus del individuo. Era en y gracias al oîkos que se producían los recursos que permitían ese estilo de vida aristocrático que los poemas de Arquíloco, Tirteo,