—Don Jean Claude… el viejo ha descubierto todo
—¿A qué te refieres con que ha descubierto todo? Tú aseguraste que eso sería imposible, que don Luis no lleva ningún inventario del ganado.
—Sí, don, yo dije eso, pero no contaba con el muchacho.
—¿Cuál muchacho? ¿Acaso Fabián?
—Sí, don; Fabián, por órdenes de don Luis, realizó un conteo de las cabezas de ganado que había en la Hacienda entre diciembre y febrero y hoy se ha descubierto el faltante. Ya se espera la llegada de la policía; ¿qué vamos a hacer, don?
—¿Cómo que qué vamos a hacer? Lárgate de ese lugar de inmediato, quema mi camión y a mí... ni siquiera me conoces, ¿oíste?
—Espere, don, en esto estamos metidos tres y si yo caigo, caemos los tres —gritó colgando el teléfono antes de que Jean Claude Dumont pudiera decir nada.
Dumont, en su oficina de la capital, se quedó helado, con las manos sobre su cara por unos minutos, pensando en lo que podía pasar si su suegro descubría que era precisamente el esposo de su hija quien le había robado. Eso cambiaba por completo sus planes, ya que ahora tenía dos problemas: el primero, evitar que su familia se enterara de quién era el autor intelectual del robo y el segundo, encontrar la forma de pagar la hipoteca que ya le requería el banco, sin el dinero que pensaba recibir de la venta del ganado robado. Decidió llamar a su abogado. Él sabría solucionar sus problemas; siempre lo había sacado de apuros de una manera u otra.
—Mi querido licenciado —dijo Jean Claude, a manera de saludo.
—Si me llamas es seguro que estás en problemas, Jean Claude; ¿para qué soy bueno?
—Necesito verte, pero no en mi oficina; te invito un trago, creo que lo necesito.
—Di la hora y el lugar.
Poco antes de las dos de la tarde, ambos se reunieron en un restaurante de la capital para dialogar la situación. Jean Claude Dumont explicó al abogado todos los detalles del negocio del robo de ganado. Le comentó que todo se había descubierto gracias a la intervención de un muchacho que contaba con toda la confianza de su suegro y que ahora la policía estaba por llegar a la hacienda Los Laureles para realizar las indagatorias correspondientes. El licenciado, al enterarse de la situación, comentó:
—Estás metido en un buen problema, mi amigo.
—Por eso te llamé, no creas que solo quería ver tu linda cara; ¿qué siguieres que haga? Mi suegro no puede descubrir que yo estoy detrás de todo esto; acabaría incluso con mi matrimonio y claro está, perdería también a mi hija.
—Y seguramente también tu libertad.
—Ni de broma digas eso.
—¿Qué tal ofrecerle a ese tal Manuel una fuerte cantidad para que se declare culpable? Así tú te lavas las manos.
—Y la fuerte cantidad, ¿de dónde la saco?
—Buena pregunta… Tenemos que negociar con él, llámalo y cítalo.
—No creo que tome la llamada, está furioso por lo que le dije hace un rato.
—Bueno, Jean Claude; si en noviembre pasado conseguiste de un día a otro una muy fuerte cantidad para evitar la huelga de la empresa, tal vez puedas hoy hacer lo mismo y ofrecerle algo a ese caporal.
—Ese dinero lo conseguí precisamente con mi suegro y da la casualidad que es a él a quién hemos estado robando.
—Mmmmh, tal vez en don Luis Rodríguez esté la solución.
—No es posible que le pida dinero nuevamente; me lo negará.
—No me refiero a pedirle dinero, sino a heredarlo… Si el viejo muere, esa hacienda pasara a ser propiedad de tu esposa, ¿no?
—Eres el mismo diablo, Licenciado…
Ante el temor de verse descubierto y al haber sido abandonado por su socio, Manuel tomó la decisión de abandonar la hacienda por la noche, sin que nadie lo notara. Viajaría hasta la capital a ver personalmente a Jean Claude Dumont, pues ese hombre debía responder y ayudarlo a solucionar el problema. Quizá con una buena cantidad de dinero, él se podría ir al país del norte para evitar caer en las manos de la justicia; se la exigiría a cambio de su silencio. Estaba seguro que Dumont pagaría lo que le pidiera, con tal de que su familia no se enterara de que era precisamente él quien había estado robando el ganado de la hacienda.
Pasada la media noche, Manuel Licón salió de la llamada casa del caporal cargando un par de maletas; las subió a su camioneta y se marchó sin más; le esperaban más de veinte horas de viaje hasta la capital del país.
A primera hora de la mañana Fabián se presentó en la casa grande y comunicó a don Luis que habían llegado a Los Laureles un par de oficiales del Ministerio Público y que querían verlo para iniciar con las investigaciones del robo de ganado. Don Luis ordenó que los hiciera pasar a la biblioteca en donde los recibió y les ofreció café de olla recién hecho. Durante aproximadamente una hora don Luis y Fabián pusieron al tanto a los investigadores de la situación: el número de cabezas de ganado que faltaban, la existencia de una puerta clandestina por donde se habían sacado animales; las huellas que llegaban hasta un pequeño corral desde donde partían huellas de camiones de doble rodada hacia la carretera federal. Mientras platicaban, se presentó uno de los vaqueros de la hacienda para informar a Don Luis que Manuel no estaba en la hacienda; que su camioneta no se encontraba en su lugar y lo más extraño, la casa del caporal estaba casi vacía y abierta de par en par.
—Creo que tenemos al primer sospechoso, señor Rodríguez —dijo uno de los agentes.
Don Luis golpeó su escritorio con fuerza y dijo:
—Para mí ya no es un sospechoso, sino un culpable, oficial…
Don Luis, Fabián y los dos ministeriales subieron a un vehículo todo terreno propiedad del hacendado y fueron al lugar donde se encontraba la puerta clandestina; ahí, los oficiales tomaron fotografías y después hicieron lo mismo en el corral donde al parecer se embarcaba el ganado robado, luego hicieron el recorrido hasta la carretera, como parte de la investigación. Ya pasado el mediodía regresaron a la hacienda y antes de marcharse a la ciudad se comprometieron a mantener informado a don Luis de los avances de la investigación, señalando que en el trayecto indagarían si alguien vio en fechas recientes camiones cargados de ganado y qué rumbo tomaron.
—Nos vemos en unos días, don Luis, dijo uno de ellos, haremos lo posible por obtener una orden de aprehensión en contra de Manuel Licón a la brevedad posible.
Pasaron unos días y los dos agentes ministeriales regresaron a la hacienda para hablar con don Luis, pues de las entrevistas realizadas a personas que viven en las cercanías de la hacienda, se obtuvo la descripción de un camión con redilas ganaderas, que había sido visto en repetidas ocasiones cargado de ganado a altas horas de la noche, lo cual había resultado incluso extraño para los lugareños, pues por lo general, el transporte de ganado se hace de día. Al obtener la descripción del camión, los agentes investigadores revisaron las fotografías que se toman a cada vehículo que pasa por las casetas de peaje de la carretera federal y ahí encontraron lo que buscaban: un camión que coincidía con las descripciones de los testigos que había cruzado las casetas en varias ocasiones, siempre de madrugada y cargado con ganado. Al revisar el número de placas en la base de datos del padrón vehicular federal, encontraron que se trataba de un camión registrado a nombre de una empresa de transporte con domicilio en la capital del país, cuyo representante legal y administrador único es una persona de nombre Jean