Al año siguiente de su publicación, Le Corbusier pasó a la aplicación de la teoría esbozada en La ciudad del futuro y lanzó el plan para transformar París. La propuesta dependía de derribar los céntricos barrios medievales de Le Marais, Des Archives y Du Temple, que eran un foco de inmundicia, purulento y húmedo, donde se hacinaban campesinos recién llegados a la ciudad, artesanos y comerciantes judíos en bancarrota. Le Corbusier bautizó a su plan (Cf. Le Corbusier, 2013: 157-191) en honor a Gabriel Voisin, el célebre pionero de la aviación francesa, dedicado luego a la industria automotriz, cuya empresa decidió financiar los estudios del proyecto.[2]
Para sacar a París de su circunstancia de asno y llevarla al plano humano de la razón y la eficacia era indispensable eliminar todo obstáculo. Era urgente dejar los paliativos de la farmacopea y amputar: derribarlo todo, allanar el terreno irregular del putrefacto centro parisino y levantar bloques de torres habitacionales en forma de equis que garantizarían luz y amplitud en cada departamento y que ofrecerían la belleza del orden racional a sus habitantes. Además, esas moles de hormigón blanco y ligero trazarían una cuadrícula callejera perfecta para la libre circulación del coche, a cambio de las sinuosas y torpes callejuelas de entonces que estaban asfixiando a París con embotellamientos vehiculares. Pero, además, darían a la ciudad una imagen diáfana y le traerían asepsia y sanidad a lo que hasta ese momento eran sólo unas barriadas húmedas y llenas de miasma.
Según Le Corbusier, el plan Voisin salvaría a París del cáncer de la estrechez y la insalubridad, le daría oxígeno con amplias calles que permitirían la vida sana y la eficacia laboral. La ciudad es una máquina —la casa lo es—. Basta con saber usarla. Por eso, en la ciudad deben quedar separados los ámbitos del trabajo y del descanso (Cf. Le Corbusier, 2013: 109-155). En esa máquina de relojería perfecta, “se yerguen rascacielos de plano cruciforme en el centro de los vastos islotes así creados, formando una ciudad de altura, una ciudad que ha reunido sus células dispersas sobre el suelo y la ha dispuesto lejos de éste, en el aire y a la luz” (Le Corbusier, 2013: 140). En lo alto, las casas están libres del contacto directo la tierra y su inmundicia, del ruido y el horror. Ahí, el hombre puede vivir su vida racional, no la de los asnos medievales a ras de suelo.
Para fortuna del turista, el plan Voisin naufragó antes de zarpar. Sin embargo, las teorías urbanas de Le Corbusier se esparcieron en América, que ofrecía algo imposible en Europa: espacio. Su idea de ciudad habitacional —o dormitorio— alejada del centro de trabajo sólo era viable en los extensos valles americanos, no en la asfixia medieval europea. Varios de sus discípulos lograron realizar su utópico urbanismo y sus postulados de racionalidad absoluta. El riguroso orden geométrico puesto al servicio de la antigua πόλις (pólis), como palanca del progreso de la arcaica civitas del medievo.
En Sudamérica, por ejemplo, Oscar Neimeyer concretó la quimera lecorbursista en una ciudad construida ex nihilo y ex professo para alojar al poder burocrático de Brasil. En México, entre 1950 y 1970, Mario Pani se ocupó de erigir proyectos —hoy emblemáticos— basados en el utopismo geométrico para salvar al Distrito Federal del caos irracional provocado por la colisión entre lo rural y lo industrial: Ciudad Satélite, Ciudad Universitaria de la unam, un puñado de conglomerados residenciales, los más célebres: el multifamiliar “Miguel Alemán”, Lomas de Plateros y Nonoalco-Tlatelolco, y su puerta magna: la antigua sede de Banobras, la llamada Torre Insignia.
Grosso modo, la ciudad del futuro propone dividir la vida en dos esferas conectadas entre sí, pero independientes: la del descanso y la del trabajo. La vida activa sucede lejos de la vida del espíritu, usando la terminología de Hannah Arendt. La rapidez del traslado entre ambas es indispensable para realizar este sueño geométrico. Hay que ir de un lado a otro velozmente para lograr unidad vital. Por eso Le Corbusier afirma que “la ciudad que dispone de la velocidad, dispone del éxito” (Le Corbusier, 2013: 124). En la ciudad satélite de Le Corbusier el high way es condición de posibilidad de la vida eficaz y sana. De lo contrario, descansaríamos y trabajaríamos en el coche.
La ciudad integradora de Jane Jacobs
El geometrismo funcional de Le Corbusier se extendió velozmente por América. Su utopía adquiría forma en todo el continente. Hasta que apareció Jane Jacobs. Hace cuatro años, el 4 de mayo, se celebró el centenario de su nacimiento. Vivió casi 90 años. Murió en Toronto, el 25 de abril de 2006. Jacobs llegó de Pennsylvania a Greenwich Village, en Nueva York, con 19 años. Estudió artes liberales en el Bernard College de la Universidad de Columbia. Al terminar trabajó para varias revistas, entre otras la influyente Architectural Forum. Su libro Muerte y vida de las grandes ciudades (1961) es la base del llamado nuevo urbanismo. Ella misma escribe: “Es un ataque contra el actual urbanismo y la reconstrucción urbana” (Jacobs, 2013: 29), además contra Le Corbusier y su ya por entonces muy propagada ciudad del futuro.
La ciudad de Nueva York que recibió a Jacobs había sido planeada y construida por Robert Moses, un lecorbusista declarado y en activo. Gracias al cobijo de Franklin D. Roosevelt, Moses era el burócrata más influyente de la costa este de Estados Unidos. Con el tiempo fue conocido como “The master builder”. A él se debe buena parte del diseño urbano del estado de Nueva York: suburbios, puentes, estaciones y líneas ferroviarias, conectividad entre las islas del puerto, red eléctrica e hídrica, etcétera. El detonador del encono[3] entre Jacobs y Moses fue Washington Square Park. Siguiendo fielmente los postulados del lecorbursismo, el planificador de Nueva York pretendía unir Jersey con Brooklyn mediante una autopista que atravesase Manhattan por el sur, conectando el túnel Holland y el puente Williamsburg. La emblemática plaza neoyorquina del barrio universitario era el Le Marais que estorbaba para ejecutar su particular plan Voisin. Jacobs emprendió la defensa de la plaza aledaña a Greenwich Village y enfrentó a Moses. ¿El ganador? Quien haya paseado recientemente por la zona conoce a detalle el parte de guerra.
La ciudad de Jacobs puede definirse a partir de lo que ella denomina distrito: “Vecindades urbanizadas delimitadas de manera significativa por su tejido, su vida y las actividades mixtas que son capaces de generar, y no por unas fronteras puramente formales” (Jacobs, 2013: 163). Dicha definición contradice la idealización geométrica de la ortodoxia urbanística. La diferencia es la misma que hay entre organismos vivos y complejos —capaces de trazar sus propios destinos— y las máquinas fijas e inertes, impedidas para sortear variables no contempladas en la estructura algorítmica que las rige.
Aquí radica una de las dos principales diferencias entre ambos modelos de ciudad. Si Le Corbusier la concibe como una máquina de alta precisión, Jacobs la considera un animal: un ser vivo que respira y crece. Esta concepción supone que en la ciudad hay procesos de autorregulación elementales. Para ella, estos procesos responden a un criterio de epigénesis. En términos generales, “la hipótesis de la epigénesis concibe el fenómeno del desarrollo como un proceso de ordenamiento de la materia embrionaria, inicialmente amorfa, hacia una forma biológica estructurada. A la inversa del preformacionismo, el desarrollo no se piensa sólo como crecimiento, sino como un proceso de estructuración del embrión amorfo bajo principios orgánicos de organización” (Vecchi y Hernández, 2015: 578). Jacobs aplica esta teoría a la ciudad, que “crece por un proceso de diversificación y diferenciación gradual” (Jacobs, 1975: 144).
La segunda diferencia es un tanto paradójica y gravita alrededor de la calle. Para ambos, la calle es condición de posibilidad de la ciudad. Sin embargo, Jacobs la entiende como el tejido linfático que oxigena a la ciudad y Le Corbusier, en cambio, como una red de circuitos que le dan unidad mediante