Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte. Diana Erika Ibarra Soto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Diana Erika Ibarra Soto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786079897666
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los niños. Le parece disparatada la idea de construir ciudades en las que esas tareas formativas se deleguen en un ejército de sirvientes y cuidadores, cuando podrían ser cubiertas por la comunidad, en la informalidad propia de la vida en la calle.

      El mito según el cual los terrenos de recreo, la hierba, los guardas a sueldo o los supervisores son algo de por sí beneficioso para los niños y que las calles de una ciudad, llenas de gente normal y corriente, son algo esencialmente pernicioso para los niños se ha cocido en un profundo desprecio por la gente corriente. En la vida real, los niños sólo pueden aprender de la vida en común de los adultos en las aceras de la ciudad (si es que lo aprenden) el principio más fundamental de una buena vida urbana: todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad pública mínima y recíproca, aun en el caso de que nada en principio les una (Jacobs, 2013: 111-112).

      El geometrismo funcional de Le Corbusier y sus adláteres sólo ha propiciado la desertificación de la vida en comunidad. La eliminación de la diversidad y la mixtura urbanas favorece la privacidad y tiende a aniquilar el espacio público. Jacobs denunció la perversidad de reducir la ciudad a su aspecto funcional. Donde sólo hay funcionalidad, no hay política. El esplendor de la privacidad y la eficacia oscurece la tenue luz emitida desde el mundo de la vida corriente.

      La reciprocidad

      El principio que le permite a Jane Jacobs defender los efectos civilizadores de la vida en la calle es el de la reciprocidad.

      Todo en nuestro entorno –escribe en La economía de las ciudades– son sistemas de reciprocidad; se hallan tanto en la naturaleza como en los inventos del hombre. […] La rama de la ciencia llamada ecología es el análisis de los sistemas de reciprocidad que mantienen ciclos completos de vida en el mar y en la tierra. Quizá todos los sistemas que se sustentan a sí mismos sean recíprocos. Pero en un sistema de reciprocidad, si una parte del proceso se tambalea, arrastra consigo todo el sistema al fracaso (Jacobs, 1975: 140).

      Con este criterio es posible asegurar que los residentes de una ciudad acepten cierta responsabilidad sobre lo que ocurre en la calle. Dicha responsabilidad sólo es transmisible en la vida pública local. Esa lección —la primera verdaderamente política— la aprenden una y otra vez los niños en su contacto con los adultos en el espacio público. Y la asimilan rápidamente.

      Demostrarán haberla asimilado –explica Jacobs– si dan por sentado, al cabo de un tiempo, que también ellos son parte de la plantilla. Indicarán (antes de que les pregunten) la dirección correcta a alguien que se haya extraviado, advertirán a un conductor de que se llevará una multa si aparca ahí, aconsejarán al encargado de los inmuebles que ataque el hielo con sal, y no con un cuchillo de carnicero… La presencia o ausencia de este señorío callejero en los niños de una ciudad es una pista bastante exacta de la presencia o ausencia de un comportamiento responsable de los adultos para con las aceras y los niños que las usan. Los niños imitan la actitud de los adultos. Esto no tiene nada que ver con los ingresos. Algunas de las zonas más pobres de una ciudad sacan lo mejor de los niños en este sentido. Y otras lo peor (Jacobs, 2013: 112-113).

      Estas enseñanzas de urbanidad no ocurren en la ciudad matriarcal, donde no hay ejemplaridad pública, sino costumbres privadas. La exactitud geométrica no necesita de política. Sólo en la pluralidad vital es indispensable el civismo. La enseñanza de lo cívico —político, público, como se le quiera llamar— proviene de la comunidad y de darse, afirma Jacobs, “se da casi por completo en los momentos en que los niños juegan en las aceras de las calles” (Jacobs, 2013: 112-113).

      Dicho de otra manera, la propuesta de ciudad de Jacobs consiste en habitarla. Es altamente paradójico que en la muy noble y muy leal Ciudad de México —como la llamó Carlos V en la dedicatoria de nuestro escudo de armas— el modo de habitar la ciudad sea convirtiendo los ejes viales y las enormes circunvalaciones en velódromos de fin de semana. La ciudad no es algo cotidiano, sino una dolorosa fractura que cada vez nos es más ajena. La absoluta ausencia de mixtura impide caminarla. Somos devotos forzosos del coche y la ciudad dormitorio de Le Corbusier. Recuérdese que, según la doctrina lecorbusista, para que haya una vida verdaderamente humana —no una mera pulsión natural, al modo de los asnos— es indispensable separar los espacios, delimitar en estancos la actividad personal y la producción económica. Por eso es indispensable el automóvil.

      En nuestra ciudad la vida ocurre fuera de lugar. El modelo del suburbio es no habitar. Según ese canon, el traslado es el precio de la tranquilidad. En el suburbio no cabe ningún espacio común —τόπου κοινωνεῖν—, sólo hay sitio para la privacidad. Sin embargo, nuestra ciudad fracasó en su intento lecorbusista; se transformó en un Frankenstein, un monstruo a medio camino entre la máquina y el ser vivo: suburbios y autopistas abriéndose camino entre los recovecos de Coyoacán y Tacuba, congestiones viales que obligan a los burócratas a levantar viaductos o lo que haga falta para mover a más coches de Santa Fe a San Ángel, multitudes de autos detenidos a merced de los ladrones a pie, la invasión de la motocicleta y el monopatín, un metro subterráneo al borde del colapso: la barbarie en todas sus manifestaciones.

      Gastón Bachelard advierte:

      Frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y del huracán, los valores de protección y resistencia de la casa se trasponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano. […] La casa nos ayuda a ser habitantes del mundo a pesar del mundo. […] En esta comunidad dinámica del hombre y de la casa, en esta rivalidad dinámica de la casa y del universo, no estamos lejos de toda referencia a las simples formas geométricas. La casa vivida no es una caja inerte. El espacio habitado trasciende el espacio geométrico (Bachelard, 1993: 72).

      Quizá haya sido esta última consideración la que se le escapó al urbanismo ortodoxo: que la geometría no es real. El triángulo geométrico sólo existe en la mente del geómetra, no en la vida. La planeación urbana a partir de cristalinas pretensiones de exactitud evade la crudeza de la realidad. El cálculo claro y distinto se mueve en una esfera ajena a la vitalidad de la ciudad. Para planearla es necesario partir de su propia circunstancia.

      La ciudad de Jane Jacobs es crudamente real. Ni sus aceras, calles, casas ni parques “son abstracciones ni repositorios automáticos de virtud y elevación moral” (Jacobs, 2013: 142). Al margen de su precaria realidad —de sus funciones, y usos tangibles y prácticos—, la ciudad es nada. Sin embargo, “la pseudociencia del urbanismo y su pareja, el arte del diseño urbano, no se han librado aún del engañoso confort de los deseos, supersticiones familiares, simplificaciones y símbolos, y aún no se han embarcado en la aventura de verificar el mundo real” (Jacobs, 2013: 39).

      Tristemente, los intentos de ejecutar la utopía lecorbusista —en todos sus casos, como el de la Ciudad de México— sólo han provocado la muerte del espacio cívico. El aislamiento en medio de la velocidad del coche y el énfasis de las transacciones psicológicas en espacios privados impostados de corrección política derivan en una especie de esquizofrenia ética. En los bloques aislados del geometrismo urbano y en las pesadas cápsulas que transitan por autopistas saturadas surge el declive del ciudadano. Es el aislamiento de la ciudad matriarcal, el enemigo evidente de la cooperación colectiva. Y ese aislamiento, dicho con Hannah Arendt, “puede ser el comienzo del terror; es, ciertamente, su más fértil terreno y, siempre, su resultado. Este aislamiento es, por así decirlo, pretotalitario” (Arendt, 1974: 575).

      La ausencia de mixtura en la ciudad, la falta de diversificación y el enclaustramiento de sus residentes —en unidades habitacionales o en sus automóviles— provoca esclavitud funcional. Dejamos de ser libres. Como apunta Byung-Chul Han, “la falta de alternativas, bajo cuyo yugo trabaja la política actual, hace imposible la acción genuinamente política” (Han, 2015: 85).

      La política —el civismo— florece en la rica cercanía de la banqueta. Cuando en la ciudad se atenta contra la escala humana y se privilegia la magnitud de la máquina, comienza a esparcirse la aridez. La realidad humana se seca según aumenta la velocidad. Como denunció Lewis Mumford: “El error fatal que hemos estado cometiendo es sacrificar toda otra forma de transporte al automóvil privado y ofrecer, como única alternativa de larga distancia, el aeroplano” (Mumford, 2009: 168).