El nuevo enfoque ideal de que todas las cátedras atiendan a que se cumpla en su seno la mejora de los actos de leer, hablar y escribir en la comunicación universitaria aparece como un horizonte distante. Pero nadie llega si no boga. Y no hay peor gestión que la no hecha.
La AGCA activa la participación de los alumnos en los ejercicios comunicativos de su unidad académica, llevándolos de a poco a integrarse en la comunidad universitaria y habilitándolos gradualmente a participar de comunicaciones científicas al alcanzar las competencias necesarias para hacerlo.
Entre las funciones del tutor, que puede cumplir un ayudante diplomado, podríamos señalar:20
1. Ofrecer bibliografía de base adecuada.
2. Adelantar criterios para realizar el trabajo.
3. Ofrecer modelos de géneros.
4. Ofrecer ejemplos y pautas del trabajo desde lo formal.
5. Hacer al alumno consciente del valor epistémico de la escritura y la autocorrección.
6. Esclarecerle qué tipo de problemas tiene al enfocar la preparación del trabajo.
7. Categorizar los tipos de dificultades que se les presentan a los alumnos para buscar soluciones generalizadas.
El tutor no escribe por el alumno ni corrige textos. No es un secretario de redacción. Su función es hacer consciente al estudiante de los procedimientos de la autocorrección y asistirlo en su promoción.
Es infrecuente que el profesor titular o su adjunto se apliquen a corregir los trabajos exigidos por la cátedra. Es tarea que queda en manos de los JTP, ayudantes diplomados o ayudantes alumnos. Lo cierto es que muchas veces deben corregir los escritos quienes están aprendiendo el oficio de escribir.
6. El manual como factor incluyente en la comunicación lectora
Recordemos que son tres las vías de la comunicación universitaria, tanto docente como investigativa: la lectura, la oralidad y la escritura.
La lectura y la oralidad suelen ser dejadas de lado al considerar el tema, cuando son estas vías claves para el aprendizaje, bien sea de los contenidos específicos de cada asignatura, bien sea de los pasos en la formación en la investigación.
Atendamos aquí a uno de los instrumentos aptos para la ejercitación de la comunicación lectora: el uso de manuales.
Si hablamos de un manual, aludimos a un libro “manejable”, que se puede compulsar sin dificultad en la mano. Esto nos impone un volumen de páginas restricto, que no supera tentativamente las trescientas, para que sea, realmente, manipulable.
La base del manual es reunir en un solo tomo lo esencial sobre una disciplina, un conjunto de saberes de un ámbito del conocimiento, con intención compendiosa, que va, cartesianamente dicho, de lo conocido a lo desconocido y de lo simple a lo complejo. Es una obra de síntesis. En su seno, el manual colecta, ordena y dispone materia diversa, como una introducción clara y sintética ofrecida a los lectores, para un primer abordaje a una cuestión más o menos compleja. En este manual, por serlo, no está todo, por supuesto, lo referente a la comunicación universitaria. Está, sí, todo lo fundamental para entender las modalidades de los géneros y su composición. Si estuviera todo —o casi todo—, se trataría de una enciclopedia, y requeriría, como es lógico, de varios volúmenes.
La conveniencia del manual es que es portátil, y puede ir con usted adonde usted vaya; un vademécum. La idea es que el manual tenga una disposición y estructura interna claras que permita compulsarlo, entrando en él por diversas vías y que sus capítulos estén balanceados en su extensión.
Durante un tiempo, primó una ideología en el campo pedagógico que decapitó sin consideraciones los manuales y los desvalorizó para su manejo en la enseñanza.
El orden y la estructuración y la sistematicidad del manual conforman un disvalor, en la medida en que proponen al lector una actitud pasiva y rígida. El manual es una fuente única, autoritaria, excluyente, un sistema cerrado a otras vías de acceso a los temas, a otros materiales, a otras opiniones y a la realidad cotidiana (p. 128).21
Frente a la enumeración de aspectos censurables que el autor citado halla en el manual —y que resultan todas ellas discutibles, pues hay manuales y manuales—, hallamos notas indisputablemente positivas: el orden interno del texto, la claridad expositiva, su carácter de síntesis, el constituirse en una guía inicial del lector, que lo familiariza con los temas fundamentales, le da una firme base de partida para diversos despegues; es un apoyo al cual se puede volver en revisión, y un largo etcétera.
Entender que todo concluye en un manual es una torpeza. En todo caso, el planteo es inverso: todo comienza con el manual. Es el primer paso hacia un tema complejo. Reiteramos: el manual es una base de despegue.
Quienes aún hoy siguen hablando de que el manual es un libro aburrido, deslucido, complicado, cerrado, poco motivador están viendo otro canal que el de los buenos manuales de la actualidad.
Los docentes experimentados saben que con el manual pueden llegar más allá, pues parten de él, como tierra firme, hacia otros puntos. Insistimos: es una base de despegue, no un punto de arribo. Por supuesto que es actitud empobrecedora y autoritaria la de reducir todo conocimiento a un manual. Pero esto no tiene que ver con el manual en sí, sino con la actitud del docente que procede con estrechez reductiva, generada en la ignorancia, en la inseguridad, en la comodidad o en una ingenuidad peligrosa. No le echemos la culpa a la herramienta, sino al uso indebido que de ella se hace. Eso es pecado de manualismo. Es tan obvia la cuestión que no merece más abundancia de explicitación.
Con el manual se dispone de tierra firme desde donde avanzar hacia niveles más altos o espacios más distantes. Opera como base o trampolín para otras fuentes que amplíen el terreno esencial de base. Los buenos manuales que actualmente se elaboran son obras que articulan su materia con otras dimensiones, p. ej., con sitios electrónicos, con videos animados, que amplían, dan dinamismo, ilustran con abundancia de imágenes lo que en el manual es un párrafo escrito, al cabo del cual, figuran los conectores con lo electrónico.
Ya se sabe la verdad de la sentencia latina medieval, atribuida a más de un autor: Timeo hominen unius libri: ‘Temo al hombre de un solo libro’. Y si ese libro es un manual, es verdad redoblada. Claro está que también es temible, y mucho más que en el caso del manual, si ese libro es de corte ideológico en lo filosófico, lo político, lo económico, lo religioso, etc. Grandes conflictos de la humanidad se han dado por esta situación del libro único. Pero ellos no han sido precisamente manuales, a excepción, quizá, de El Príncipe, de Maquiavelo.
Es una seria dificultad en el campo bibliográfico en nuestros días el dar con obras que procuren la síntesis de campos más o menos complejos. El avance creciente de la especialización, imprescindible para el progreso de la investigación y el conocimiento, genera un tipo de intelectuales que definió Ortega y Gasset como aquellos que “saben cada vez más sobre cada vez menos materia”. Lo difícil en este siglo xxi es dar con generalistas, esto es, personas que tengan la capacidad de ofrecer síntesis claras y revisoras de todo un campo del saber, o de una problemática compleja.
El autor de un manual debe ser docente experimentado que, en la labor diaria, haya compulsado y evaluado las dificultades básicas de comprensión por parte de los alumnos.
El manual, inicialmente, facilita la lectura como vía comunicativa universitaria, pues esclarece los conceptos básicos y habitúa al manejo de la terminología específica. Con ello, se convierte en un eficaz elemento incluyente del alumno recién ingresado, y contribuye a disminuir el gravoso éxodo documentado de la deserción de los dos primeros años.
La presente obra es un producto nacido de sostenida práctica docente que supera las tres décadas frente a alumnos, lo que asegura la disposición espontánea, el hábito y la experiencia aquilatada de enseñar lo que exponen, de transmitirlo al lector. No somos hijos de libros ni pastores de biblioteca, sino gente de aula. Esto se advertirá en los planteos realistas