Balanceó todo su cuerpo dos o tres veces, y luego hundió la frente en el polvo, con los brazos extendidos.
Su esclava la levantó lentamente, pues era menester, según los ritos, que alguien fuese a sacar al suplicante de su prosternación. Equivalía a decirle que los dioses quedaban agradecidos. La nodriza de Salambó no olvidaba jamás este deber piadoso.
Unos mercaderes de la Getulia-Daritiana la habían traído de niña a Cartago, y después de obtener su libertad no quiso abandonar a sus amos, como lo atestiguaba su oreja derecha perforada por un ancho agujero. Un sayo de listas multicolores le ceñía la cintura, bajando hasta los tobillos, donde se entrechocaban dos aros de estaño. Su cara, algo aplastada, era amarilla como su túnica. Agujas de plata, muy largas, formaban como un sol detrás de su cabeza. Llevaba en la nariz un botón de coral y permanecía junto al lecho, más erguida que un hermes y con los párpados caídos.
Salambó avanzó hasta el borde de la terraza. Por un instante oteó el horizonte, luego contempló a la ciudad dormida y un hondo suspiro levantó sus senos e hizo ondular de un extremo a otro la larga simarra blanca que colgaba en torno de ella, sin broche ni cinturón. Sus sandalias de punta encorvada desaparecían bajo un montón de esmeraldas, y sus cabellos en desorden henchían una redecilla de hilo de púrpura.
A poco levantó la cabeza para contemplar la luna, y mezclando con sus palabras fragmentos de himnos, murmuró:
—¡Cuán levemente giras, sostenida por el éter impalpable! El firmamento se bruñe en torno tuyo, y el movimiento de tu rotación distribuye los vientos y los rocíos fecundos. Según tú creces o disminuyes, se alargan o se achican los ojos de los gatos y las manchas de las panteras. ¡Las esposas te invocan en los dolores del parto! ¡Tú hinchas las conchas, haces hervir los vinos, pudres los cadáveres, formas las perlas en el fondo del mar! «Y todos los gérmenes, ¡oh diosa!, fermentan en las oscuras profundidades de la humedad». «Cuando apareces, se esparce la quietud por la tierra; las flores se cierran, se calman las olas, los hombres fatigados dilatan su pecho hacia ti, y el mundo, con sus océanos y sus montañas, se mira en tu cara como en un espejo. ¡Eres blanca, suave, luminosa, inmaculada, auxiliadora, purificadora, serena!».
La luna, en cuarto creciente, aparecía entonces sobre la montaña de las Aguas Calientes, en la hendidura de sus dos cimas, del otro lado del golfo. Tenía debajo una pequeña estrella y alrededor un círculo pálido. Salambó continuó:
—¡Pero tú eres terrible, señora!... Tú produces los monstruos, los fantasmas aterradores, los ensueños engañosos; tus ojos devoran las piedras de los edificios y los monos enferman cada vez que tú rejuveneces. «¿Adónde vas? ¿Por qué cambias perpetuamente de forma? Tan pronto, fina y curvada, surcas los espacios como una galera sin arboladura; o bien, en medio de las estrellas, pareces un pastor que guarda su rebaño. Redonda y brillante, rozas la cumbre de los montes como si fueras la rueda de un carro». «¡Oh Tanit! Tú me amas, ¿verdad? ¡Te he contemplado tanto! ¡Pero no, tú vuelas por la azul inmensidad y yo permanezco en la tierra inmóvil!». «¡Taanach, coge tu nebal y toca en tono quedo la cuerda de plata, pues mi corazón está triste!».
La esclava levantó una especie de arpa de madera de ébano, más alta que ella y triangular como una delta; fijó la punta en un globo de cristal y se puso a tañerla con ambos brazos.
Los sonidos se sucedían, sordos y acelerados como zumbido de abejas, y cada vez más sonoros ascendían en la noche con el gemir de las olas y el susurro de los altos árboles en la cima de la acrópolis.
—¡Cállate! —exclamó Salambó.
—¿Qué te pasa, ama? La brisa que sopla, la nube que pasa, todo te inquieta ahora y te agita.
—No sé.
—¡Te fatigas con oraciones demasiado largas!
—¡Oh Taanach, quisiera disolverme en ellas como una flor en el vino!
—¿Será acaso el aroma de tus perfumes?
—¡No! —dijo Salambó—. El espíritu de los dioses habita en los buenos olores.
Entonces la esclava le habló de su padre. Se le creía de viaje al país del ámbar, más allá de las columnas de Melkart.
—Pero si no vuelve —le decía la nodriza— te convendrá, sin embargo, puesto que era su voluntad, escoger un esposo entre los hijos de los ancianos del consejo, y entonces tus penas desaparecerán en los brazos de un hombre.
—¿Por qué? —preguntó la joven. Todos los que había visto le causaban horror con sus risas de animales salvajes y su tosca contextura.
—A veces, Taanach, desde el fondo de mi ser se exhala como un hálito ardiente, más denso que los vapores de un volcán. Oigo voces que me llaman, una bola de fuego sube y baja en mi pecho, me ahoga, me siento morir; y luego, algo suave, que va desde mi frente hasta mis pies, pasa por mi carne... Es una caricia que me envuelve y me siento aplastada como si un dios se extendiese sobre mí. ¡Oh, quisiera perderme en las brumas de la noche, en el chorro de las fuentes, en la savia de los árboles; salir de mi cuerpo, no ser más que un soplo, un rayo de luz, y deslizarme, subir hasta ti, oh madre!
Levantó sus brazos lo más alto posible, cimbreando el talle, pálida y leve como la luna, con su larga vestimenta. Luego cayó jadeante sobre el lecho de marfil, pero Taanach le pasó en torno al cuello un collar de ámbar con dientes de delfín para ahuyentar los terrores, y Salambó dijo con voz desfallecida:
—Vete a buscar a Schahabarim.
Su padre no había querido que ella entrase en el colegio de las sacerdotisas, y mucho menos que conociese los ritos de la Tanit popular. La reservaba para algún enlace que pudiera servir a su política; de modo que Salambó vivía sola, en medio de aquel palacio, pues su madre había muerto hacía ya mucho tiempo.
Se había criado entre abstinencias, ayunos y purificaciones, rodeada siempre de cosas exquisitas y graves, saturado el cuerpo de perfumes, el alma llena de oraciones. Jamás había probado el vino, ni comido carne, ni tocado a bestia inmunda, ni puesto los pies en casa de ningún muerto.
Ignoraba los ritos obscenos, pues manifestándose cada dios en formas diferentes, cultos a menudo contradictorios atestiguaban a la vez el mismo principio, y Salambó adoraba a la diosa en su manifestación sideral.
La influencia de la luna gravitaba así sobre la virgen; cuando el astro iba menguando, Salambó se debilitaba. Lánguida durante todo el día, se reanimaba por la noche. En una ocasión, con motivo de un eclipse, estuvo a punto de morir.
Pero la celosa Rabbet se vengaba de esta virginidad sustraída a sus sacrificios y atormentaba a Salambó con obsesiones tanto más fuertes cuanto más vagas eran, avivadas por una fe sincera.
La hija de Amílcar pensaba en Tanit constantemente. Había aprendido sus aventuras, sus viajes y todos sus nombres, que repetía sin concederles significación distinta. A fin de penetrar en las profundidades de su dogma, quería conocer en lo más secreto del templo el viejo ídolo con el magnífico manto del que dependían los destinos de Cartago, pues la idea de un dios no puede desprenderse de su representación, y tener, o al menos ver, su simulacro era arrebatarle parte de su virtud y, en cierto modo, dominarlo.
Salambó se volvió. Había reconocido el ruido de las campanillas de oro que Schahabarim llevaba en la fimbria de su túnica.
Subió las escaleras y al llegar al dintel de la terraza se detuvo cruzando los brazos.
Sus ojos hundidos brillaban como las lámparas de un sepulcro; su cuerpo, alto y delgado, flotaba dentro de su túnica de lino, que hacía más pesados los cascabeles que alternaban en sus talones con redondas esmeraldas. Era de miembros débiles, cráneo oblicuo y barbilla puntiaguda; su piel parecía fría al tacto y su rostro amarillo, surcado por profundas arrugas, parecía contraído por un deseo o por una eterna tristeza.
Era el gran sacerdote de Tanit, el que había educado a Salambó.